Jorge G. Castañeda acaba de publicar un libro singular como debería haber más. Se trata de La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México, de Alfaguara. Se puso en circulación el lunes pasado. Creo que el subtítulo se lo sugirió una frase afortunada del ex presidente José López Portillo en la entrevista que le hizo. Y diré, de entrada, por qué pienso que de estos libros debería haber muchos más. Jorge no quiso hacer una investigación exhaustiva del tema, aunque en cierto modo la hace en la segunda parte, fundada en una información que sólo él poseyó, a base de entrevistas que realizó a cerca de una treintena de importantes personalidades.
El grueso del libro lo constituyen cuatro largas y sagaces entrevistas que hizo a los ex presidentes Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Salinas. Se trata de una información de primera mano que el autor quiso ofrecernos tal cual y que luego, en aquella segunda parte, comenta con acuiciosidad. Castañeda nos da, directamente, el fruto de su investigación, virgen, desnuda, sin muchos envoltorios especulativos y sólo con una guía, también basada en una información de la misma clase, que nos ayuda a entender y a enlazar adecuadamente los hechos sobre los que versan las entrevistas.
El libro nos ofrece toda clase de revelaciones que son una materia viviente de información y muchos apuntamientos que nos esclarecen cosas que veníamos buscando o postulando desde hace mucho tiempo. La entrevista que más me llamó la atención, por obra del entrevistador, fue la de López Portillo. Por principio de cuentas, lo hizo caer en cuanta celada le tendió. A su vez, el entrevistado que más me impresionó fue Echeverría, un verdadero demonio todavía a sus 77 años de edad. Es el que más mentiras dice, pero el que mejor librado salió de la empresa.
Las entrevistas nos muestran a unos presidentes (cada uno en su turno histórico) muy conscientes de la enormidad del poder que se puso en sus manos y de la arbitrariedad que los tentó en cada instante de su mandato. Supieron siempre que eran el centro del universo político mexicano. Muchísimos problemas tuvieron que resolverlos en la soledad de su colosal poder. Actuaron equidistantemente de todos los demás, colaboradores, amigos, aliados y enemigos. Tal vez el más autocrítico fue López Portillo, si no por otra cosa, al menos porque él evalúa bien la clase de poder que ejerció. Pero todos ellos se muestran sorprendidos de la enormidad de ese poder, como si todavía se resistieran a creerlo.
En sus recuerdos, sin embargo, sobresale el hecho de que el mismo poder les creó una ínsula personal (o una cúspide) desde la cual se relacionaban con todos los demás y les imponían su voluntad. Sus relaciones con sus colaboradores, sobre las cuales abundan en las entrevistas, fueron siempre de total dominación; nadie se les podía oponer. Y ello no obstante, siempre estaban en lucha con todos, incluidos los suyos. Eran árbitros que siempre tenían que convencer a alguien para decidir en una recta final que era cotidiana. Casi todos dicen haber tenido desde el principio sus prospectos de sucesores, pero acabaron decidiendo por otros, los que se habían ganado la buena voluntad de los sectores o grupos ligados al poder.
Es notable cómo todos los presidentes admiten sin excepciones que las grandes decisiones tuvieron que tomarlas solos (en la soledad de su despacho, como dijo en sus tiempos López Portillo). Pero la verdadera dimensión de su poder no la daba la soledad de su mandato. La daba más bien el hecho evidente de que siempre tenían que poner en orden, decidiendo, toda una gigantesca masa de intereses personales o de grupo que no podían dejar de tener presente. Ellos arbitraban, en última instancia. En eso consistía su poder. Yo me permití postularlo en un pequeño libro que publiqué en 1972. Su oficio era poner de acuerdo a todos, y decidir por todos y por encima de todos.
No eran "emprendedores sexenales", como los llamó Daniel Cosío Villegas. Eran los árbitros sexenales en torno a los cuales giraba todo el sistema político. No ejercían el poder para satisfacción personal, aunque era inmenso. Ejercían el poder para ordenar, discriminar y dar expresión institucional a todos los intereses a los cuales se debían. Para ello, su decisión era inapelable. Pero eso mismo dejaba satisfechos o resignados a todos. El orden y la estabilidad imperaban sin problemas. Lo malo vino cuando llegó un presidente que no supo lo que es ser un árbitro o dijo renunciar a esa investidura. Aquella ordenada y disciplinada constelación de intereses se volvió una caldera del diablo que metió al país en un verdadero brete. Tal vez habrá que esperar al 2001 para que Zedillo le diga en otra entrevista a Jorge G. Castañeda qué fue lo que pasó entre 1994 y el 2000.