La Jornada Semanal, 18 de abril de 1999
Anaranjada e insistente, la luz del amanecer trepa por las arrugas de la colcha, da bruscos volúmenes a los montículos que alteran la superficie de la alfombra, el vestido abandonado muy cerca de la puerta como una gran flor desinflada, las medias enroscadas por ahí, negras, modeladas por el recuerdo de piernas esbeltas, el brasier colgante sobre el respaldo de una silla, impregnado aún por los perfumes de emociones confusas. Del tumulto de sábanas y almohadas sobresale el brazo tendido hacia la cabecera en un esbozo de gesto anulado por la noche que acabó de tragárselo sin que consiguiera ninguna contundencia, ni llamado ni protesta ni defensa, apenas una insinuación, como si hubiera querido espantarse el pelo de la cara. Muerta en un cuartucho, apenas un leve moretón en la base del cuello, el único rastro sanguíneo descubierto en esa piel desvaída, una marca mínima que no sirve para explicar nada, quizá un beso, una caricia torpe. La cabellera derramada hasta el piso como una catarata que empapa en sus ondas negras la almohada, la sábana manchada de bilé, el zapato de tacón volcado cerca de la cama, huella del último paso en este mundo. Antes de dos horas las frases correrán por las líneas telefónicas, veloces como víboras, hincando sus colmillos mortales o silbando hipótesis sinuosas: el que estaba con ella ni siquiera fue para vestirla, no fue para dar aviso, para correr al hospital, para narrarnos sus últimos momentos, sus palabras si es que fueron palabras lo que salió de esa boca entreabierta por el imperioso llamado de la tierra, debe haber estado tan drogada que habrán sido quejas, pedazos de frases, sí, una cancioncita de la infancia o un sollozo porque se sentía mal y no entendía, no supo que estaba a punto de recibir a la pálida y definitiva. Por qué sola, por qué un pasón en un cuarto alquilado mientras quienes la amábamos pensábamos en ella, en suplicarle que volviera, intentar una reconciliación, una nueva fórmula de convivencia, una maneraÊde atajar la locura que estaba arrastrándola a la tumba, la última vez lo sentí perfectamente, estaba buscando suicidarse y traté de retenerla, decirle alguna cosa pero demasiado tarde, demasiado tensa, se estaba metiendo demasiadas cosas y se rió en mi cara y me acusó de moralista y se sirvió más whiskey, después quién me quita lo bailado, lo descubierto cuando has dejado atrás los límites.
Ya sabes, su pasión por investigar, por intentarlo todo, la decisión de sentir cosas más intensas, sentir algo. Aquí mismo, en mi depa, se había parado frente al ventanal del noveno piso y abrió los brazos para abarcar la ciudad y los volcanes; brindó por nosotros y lanzó el vaso para admirar los juegos del sol en las volteretas del cristal cortado. No oímos el estallido pero vi su mano apoyada en el vidrio, el halo de humedad que se evaporaba en torno de los cinco dedos alzados contra el azul sucio y los restos de las nubes
la vieron salir del bar con otros dos, una pareja, vete tú a saber porque nadie sabe quiénes eran, no le robaron nada, aquí tengo sus anillos, los aretes y pulseras, la abandonaron totalmente desnuda, tampoco dejaron el menor rastro, ni siquiera es seguro que hayan llegado ahí con ella, se asustaron y corrieron sin dar aviso a nadie de esos ojos suyos, la estructura ósea de su cara, esa belleza: como un animal, apenas consciente de su magnetismo, de la esclavitud con que los demás seguíamos sus ademanes. Demasiado bella
desde niñas era así, tan bonita, apenas te sentabas junto a ella, empezaba a hablar y querías comértela, era simpática y dulce, confiaba en ti como si se conectara con tus mejores cualidades, segura de que el mundo iba a tratarla bien, a prodigar más y más regalos, incapaz de urdir algo feo en contra suya
eso creías tú porque dejaste de verla hace mucho, pasaron años en que apenas supieron una de la otra pero yo sí la conocí, yo puedo decirte, ese encanto era una fachada para cubrir las semanas que podía estar sin bañarse, viendo la misma película de Greta Garbo, sin comer más que paté exprimido del tubo de plástico mientras la melena se iba convirtiendo en un manojo de gusanos grasientos, negros, gordos, con olor a camisón, sabía cómo funcionar en sociedad, entablar una plática, interesarse superficialmente en ti pero no le importaba nada, estaba rota, para ella tres whiskeys eran el preámbulo del desayuno, en serio, se levantaba y se servía el primero, podía vivir semanas sin estar sobria un minuto y en esa fase era genial, una personalidad solar, por eso se llamaba Aurora y te lo juro, aparecía por una puerta y era como si una luz anaranjada y rosa, cálida y llena de esperanzas, una suave luz de inicio y primer beso al mundo amodorrado, envuelto en sombras, una luz que entraba con ella a cualquier lado, Aurora de rosados dedos, de rosados labios, sí, quizá me dejo llevar por la emoción de toda oración fúnebre pero es cierto que una suave luminosidad
era un ángel, un ángel de esperanza
el ángel de la muerte
un ángel del mal, yo te lo digo, yo sí la conocí y subí mil veces a su cama y oí las confesiones de esa boca tan perfectamente diseñada con crayones rosas y violáceos, peor que confesiones, ya sabes, esas cosas que se dicen muy tarde, cuando uno ha tomado y se ha drogado y bailado y reído y gritado toda la noche y está exhausto y antes de resbalar hacia las sábanas deja escapar los últimos pensamientos, el epitafio de la jornada, su desdén hacia quienes lo habían acompañado, su odio a los lugares, asco. Nos despreciaba a todos, era tan bella y se daba cuenta de nuestras fealdades, de cada uno de nuestros defectos, a veces yo sentía que hablar con ella era pasar bajo una lente que magnificaba las manchas de nicotina, las canas, las arrugas, las llantas que arruinan mi perfil atlético, oírla despedazar a quien acababa de despedirse prendado de su simpatía, de su dulzura, ese gesto de flor con que sabía escucharte aunque cada palabra tuya le pareciera vulgar e increíblemente estúpida y salida de una boca maloliente pero era lúcida, nunca la oí inventarle un defecto a nadie, lo que decía era cierto aunque tú no lo habías notado y la compañía te había divertido, los habías encontrado interesantes, te habías reído pero ella sostenía con un esfuerzo heroico la sonrisa que le permitía sobrellevarnos, tal vez por eso pretendíamos volver a verla, evitar que ese gesto amable cediera el paso a lo que pocos conocían pero tal vez sospechaban, quizá no era tan difícil captar bajo su alegría alcohólica el repudio enroscado y al acecho una maldición, unos lentes oscuros que la hacían ver lo deforme en cada uno
porque conmigo tuvo cada gesto, una delicadeza fuera de lo común, nunca lo supo pero cuando la conocí cambió mi vida, me permitió intuir otra forma de existencia, sí, quizá como las plantas o los animales, una espontaneidad llena de gracia
nunca nadie me había atraído tanto, sigo enamorado de ella, me sirvo un poco más de ron y puedo contarte cómo la conocí, el primer beso que nos dimos, nunca volveré a sentir lo mismo
aunque ya no oye ni el grito de la mucama ni el primer telefonazo ni la eficiencia de los empleados de la funeraria ni las preguntas rutinarias de los policías, no tiene siquiera un gesto despectivo para el forense que se inclina sobre el espléndido despojo y se afana en arrancarle algunos datos aunque antes de dos horas lo declare incapaz de proporcionar un solo indicio que no haya sido desde el primer momento obvio.
-Ya vimos demasiadas películas de vampiros -Lili se acurrucó en el asiento del coche y frunció los labios en un gesto de niña mal educada-. Si quieres seguir intentando con las gatitas ésas, quédate, en serio. Yo pido un taxi.
Pero mi vida, no me explico por qué no te hicieron gracia. No eran ninguna maravilla, estoy de acuerdo, pero nos hubiéramos divertido. La güera tenía unas tetas esplendorosas.
La idea del surco azul y negro y estrellado que podía bordear su nariz, estriar sus mejillas y correr hasta las comisuras de su boca evitó que Lili sollozara abiertamente, pero trazó una curva amarga y púrpura un poco más abajo.
-Ya te dije que te quedes. No me voy a enojar, no va a pasar nada, pero no quiero volver a pararme en este antro.
Marco carraspeó y se alisó el mechón azul que caía hasta su hombro. Renunció a encender el coche y puso las muñecas sobre el volante. La cara de Lili se veía muy mal, rayada por la sombra de la ventana.
-¿Qué te pasa? ¿Te impresionaste con la muertita del otro día?
-Casi me da risa cuando me acuerdo. Pensé: necesita taparse, no tarda en jalar la sábana. De veras tiene la piel fría.
-Ya no pienses en eso. Tienes razón. Este antro es aburrido, tenemos que inventar otra cosa.
-Era una idiota y seguro iba a acabar así tarde o temprano, pero ¿por qué nos tocó a nosotros?
-Tampoco nos va amargar la vida de ahora en adelante. Casi estoy viendo su carita de babosa: se le pasó. No puedes exigirme que encima las escoja inteligentes.
-No quiero exigirte nada. Quiero irme a mi casa.
-¿Pero qué vas a hacer encerrada a esta hora? No puedes dejar solo a tu negrito tan temprano. Y no me gusta que te impresiones así por un accidente. Si a la primera te vas a asustar... Piensa cuánta gente bebe la muerte de labios menos rojos que los tuyos.
-Ay, por favor. Te están esperando las estúpidas ésas allá adentro.
Marco adelantó la mano para acariciar la mejilla de Lili, pero ella se apartó con un gesto brusco. Su voz salió a borbotones, como si quisiera saltar sobre el vacío.
-Esta exageró, pero con todas nos pasa lo mismo. Con todos. Al día siguiente se han convertido en carne fría, un fiambre que apenas sirve para un sándwich... Ya en el desayuno son insoportables. Se les cae la pintura y empiezan a darme lástima.
-Pero ¿qué mas quieres?
Lili se contempló las manos, las uñas discretamente manicuradas, las líneas indescifrables, el perfil fuerte y esbelto de sus huesos que intentaban un ademán insolente contra el cielo nocturno, como si su incapacidad de proferir una frase precisa fuera culpa de aquella negrura húmeda.
Marco encendió el motor.
-Hubiéramos rentado un video.
-Se me acaba de ocurrir algo mejor.