La Jornada Semanal, 18 de abril de 1999
En su plenitud el mar es el vacío. Lo observo cada tarde. Coloco mi silla frente al ventanal de mi morada. Mi oficio es el silencio, me digo. Prefiero la música a la palabra. La música del mar es movimiento, como música es también la ondulación de tu cuerpo al desplazarse sin más apuro que la manifestación de tu belleza. En el silencio todo se origina, es un imperativo para la expresión del mundo: el rayo de sol, la caricia del viento sobre la gasa al entrar por la ventana en las tardes calurosas, cuando mi placer después del amor es contemplarte dormir desnuda. ¿Cuál puede ser el sentido del viaje si el mundo es una alcoba? ¿Quién no ha ido por un cuerpo como por el mundo? Tu cuerpo es infinito y pleno. En ti navego, en ti me pierdo.
Abro los ojos. Miro el mar. El sueño me venció al recordarte. Han llegado las primeras lluvias, breves, leves; brisa que apenas humedece el rastro del verano en su partida. Ráfagas de aire fresco comenzaron a azotar la costa haciendo difícil el vuelo del albatros. La playa está desierta. Imagino los veleros fenicios en su ruta desde Gaza. ¿De qué color es el amor? Azul, dijiste, y volviste a apretar tus senos contra mi cuerpo en duermevela.
Durante la noche el viento castigó los muros con un silbido largo y desdentado. La fuerza del aire fue también la del mar que no dejó de agitar su cresta de espuma salpicada de la lluvia que emergía de sus entrañas. Los apetitos del mar son insaciables e implacables las pasiones de esta tierra. En ti me entregué a la carne e hice de mi vida la gloria y el infierno. Conocí corales y naufragios, la mirada impávida de los ahogados cuyos barcos fueron el festín de la lujuria de Andrómeda. Con enorme placer te infligí dolor en mi lascivia, la misma que temías y suplicabas. Al hacerlo mi alma encontró el regocijo y me supe amado de Dios, el padre siempre ausente. Toda la noche escuché la lluvia golpear en mi ventana. Agazapado te aguardé en el ulular del viento. Por la mañana el mar era un espejo.
Desde la colina avisto un barco enfilando al sol poniente. En Melilla o Algeciras mujeres habrá esperando a esos hombres que no distingo. Dios los bendiga y lleguen con bien. Acodado en el mirador de proa contemplo el sol al zambullirse. La mar en calma, el agua resuena contra la quilla que la corta. El barco es fiel a la distancia, en ella vive, de ella viene y a ella va. Atravieso las heridas del tiempo, la fidelidad es mi navío, no mi destino.