La Jornada Semanal, 18 de abril de 1999
Cuando era niño mi familia estaba obsesionada en ganar la casa que rifaba Excélsior. Cada año, visitábamos el hogar de nuestras ilusiones; recorríamos los cuartos relucientes pensando en cómo sería nuestra vida si la suerte nos autorizara a mudarnos ahí. Aquella escenografía significaba no sólo una oferta de mejoría social, sino un estímulo para portarnos de otro modo. En la codiciada casa de Excélsior seríamos mejores. La visitábamos con el más sincero arribismo. De tanto insistir, obtuvimos un premio de consolación: un asador de carnes que estuvo a punto de incendiar nuestro departamento en la Colonia del Valle.
Desde entonces sé que no nací para ganar sorteos. Naturalmente, esto me alienta a participar; he perdido tantas veces que las derrotas acumuladas se han vuelto tentadoras: la fortuna me debe una compensación. Todo esto para decir que, después de muchas tómbolas, gané una rifa. Dos boletos a Europa. Por Iberia.
En este párrafo la crónica debería despegar rumbo a la estrecha relación entre literatura y aviación civil, y decir, por ejemplo, que el 28 de septiembre de 1909 Franz Kafka debutó en la prensa con el primer texto sobre aeroplanos de la narrativa alemana; que el pago de la adaptación al cine de Santuario le permitió a Faulkner comprar un avión al que le puso un nombre demasiado personal para uno de sus caballos (William) y en el que se estrelló su hermano; que en Tierra de hombres y Vuelo nocturno, Saint-Exupéry dejó constancia de los paisajes que puede percibir un escritor piloto: ``desde lo alto de nuestras trayectorias rectilíneas, descubrimos el basamento esencial, el apoyo de las rocas, de la arena y de la sal, donde la vida, a veces, como una pequeña mata de musgo en los huecos, se arriesga a florecer''. Por desgracia, la crónica debe volver a las miserias terrestres; ya estamos muy lejos de la etapa heroica del hombre despegado (``pez del aire altísimo'', como quería Gorostiza). Escribir de aviones se ha vuelto tan épico como escribir de almacenes; la multitud entra a un jumbo como al Palacio de Hierro en 24 de diciembre.
Pero de poco sirve criticar turistas cuando uno forma parte de la gleba. El que quiera expediciones solitarias que escale el Everest. Además, ganar un sorteo de lo que sea resulta positivo. No en balde, uno de los axiomas del neoliberalismo es: ``gratis hasta puñaladas''.
Al recoger el premio, un ejecutivo de Iberia preguntó si teníamos alguna duda. Un señor con pinta de hombre curtido en turbulencias dijo: ``¿No podemos volar por otra aerolínea?'' Quienes nunca habíamos volado por Iberia ignoramos la profundidad de la pregunta. Entonces recordé la ``Teoría del desayuno'', de Fernando Savater, en la que comentaba que si el sueño es una muerte parcial y el desayuno una prueba de resurrección, despertar ante una charola de Iberia significa resucitar en el infierno y la anécdota de un amigo español que se retrasó tantas veces en el puente aéreo a Barcelona que su esposa lo abandonó, segura de que ``Iberia'' era el nombre cifrado de su amante.
Ahorro las vicisitudes menores del vuelo a Madrid y de ahí a Barcelona. Luego vienen quince días de huelga y neblinas en los que toda España despotrica contra Iberia. El 8 de abril, la compañía expide una circular para advertir a sus pilotos de posibles revueltas por parte de los pasajeros. El 9 de abril, El País dedica su contraportada a la crónica de un desastre anunciado: ``Motín a bordo''. La guardia civil saca de un avión a los pasajeros inconformes.
Ante estas señales, el vuelo Barcelona-México, con cambio de aviones en Madrid, parecía una ardua forma de la dificultad. ¡Sólo teníamos dos horas para conectar en Madrid! Lo que en otro aeropuerto hubiera sido tiempo de sobra, ahí era una oportunidad para correr con la detestable histeria de Robin Williams. Así las cosas, decidimos viajar un día antes a Madrid. Obviamente, nuestro vuelo se canceló. ``Esto me pasa por precavido'', pensé. El castigo a la prudencia fue en aumento. Nos enviaron a otro vuelo que, al cabo de una hora, también se canceló. Acabamos en el inevitable puente aéreo. El avión se llenó a tope y durante 40 minutos esperamos el despegue. Estábamos hartos, atrapados y nadie informaba nada. Hubo un conato de levantamiento y una azafata se limitó a decir, con voz de Prozac: ``lo lamento, sé que somos impresentables''. La incertidumbre arreció hasta que un pasajero informó que no podíamos despegar porque se había extraviado un perro que debía ir en el avión. Durante una hora esperamos al perro. De pronto, un grito surgió al fondo de la nave: ``¡lo encontraron!''. Los pasajeros, felices, empezamos a ladrar.
Pero como todo horror puede empeorar, en el aeropuerto de Barajas se extravió el equipaje. Lo hallaron en el momento exacto para que el traslado de Barcelona a Madrid durara cinco horas.
Después de dormir en uno de esos hoteles que parecen el último hangar del aeropuerto, llegamos a documentar el equipaje. En eso, el sonido local habló como un oráculo: ``Los pasajeros del vuelo de Iberia a Caracas deben presentarse en la Cafetería Neptuno.'' No íbamos a Venezuela, pero es de mala suerte que tu aerolínea cite a sus clientes en cafeterías. Dicho y hecho: nuestro vuelo estaba sobrevendido. A continuación, vino la tortura de la esperanza: pasamos a la lista de espera, ante un letrero que decía Ultimo Minuto (el nuestro duró tres horas). Como de costumbre no hubo otra información que el rumor. Cuando la señorita de pelo rojo encargada de atendernos hablaba por teléfono tratábamos de leer sus labios (``¿Alaska?'', ``¿charter?''). Por fin algunos rezagados (en ese vuelo todos lo éramos) logramos subir a un providencial avión de Aeroméxico.
El caos de Iberia empieza a provocar la primera rebelión turística de la historia. Y la cosa aún puede agravarse: ¿qué pasará cuando los chinos decidan conocer Toledo?