La Jornada Semanal, 18 de abril de 1999
No sé ustedes, pero la idea de ver otra aburrida transmisión de entrega de Oscares el domingo en la noche me dio aún más güeva que hacerlo los lunes, como era tradicional (al parecer no soy el único: el rating bajó un 18% en relación al año anterior). Es un golpe bajo a la depresión dominguera tener que soplarse cuatro horas y pico de un espectáculo televisivo singularmente soso.
Ante las feroces críticas que recibió la emisión al día siguiente, es de esperar que a alguien se le ocurra cambiar el formato, aunque sea con el sobado pretexto del nuevo milenio. Entre otras cosas, ¿es realmente necesario un maestro de ceremonias socarrón? Este año, Whoopi Goldberg hizo añorar las sangronadas de Billy Crystal por la autocomplacencia con la que se aferró al micrófono para ensayar los chistes vulgares de su preferencia.
¿Y cómo evitar los números musicales? Ya sabemos que son parte consustancial del concepto gringo del showbiz. En esta ocasión, no sólo nos afligieron con las interpretaciones de cajón de cada canción nominada, sino también con una incomprensible coreografía de Debbie Allen, que se suponía interpretativa de las partituras candidatas al Oscar. Así, resultaba que una película sobre el Holocausto en Italia podía transformarse en un zapateado flamenco, y otra sobre los sacrificios de la segunda guerra en un baile de tap.
¿No sería también el momento de eliminar los discursos de agradecimiento? Ante las grotescas demostraciones de sentimentalismo ofrecidas por Roberto Benigni y Gwyneth Paltrow, se antoja que de ahora en adelante una edecán nalgona vaya a llevarle su premio a cada ganador en su butaca. Al margen de que el triunfo de Benigni como mejor actor sea uno de los disparates más irresponsables en la historia de la Academia, sus consecuentes bufonadas llevaron a más de un televidente a querer patear el cinescopio. La fingida alegría de Spielberg cuando el payaso italiano le pisó los hombros fue una notable demostración de diplomacia: seguramente, el cineasta hubiera querido empujarlo al suelo y pasarle la factura de la tintorería.
Mientras que Paltrow, la fingida Grace Kelly de la anorexia rosa, ofreció su mejor actuación en el papel de una chica modesta y sensible, que sintió la necesidad de agradecer llorosamente hasta a un novio muerto de la adolescencia y a un primo también difunto.
Otro momento cumbre de la vergüenza ajena fue el improcedente homenaje a Elia Kazan. El realizador ya había ganado dos premios Oscar en su momento, y está lejos de ser una figura ejemplar de la historia del cine, por haber sido un delator de los tiempos de la caza de brujas macartista. A pesar de los años, Hollywood no lo ha perdonado; de ahí la evidente incomodidad de Martin Scorsese y Robert De Niro al presentarle su premio honorífico, y también las expresiones disgustadas de actores como Nick Nolte y Ed Harris entre el público. Las cámaras se las ingeniaron para mostrar al reducido sector de la audiencia que se puso de pie para ovacionar a Kazan. Al final, el hombre volteó hacia su acompañante femenina y preguntó: ``¿Quieres que diga algo más?'' Muchos esperábamos que ella dijera: ``Sí, qué tal una disculpa a todos los compañeros cineastas que no pudieron volver a trabajar por tus delaciones'', pero no ocurrió, por supuesto.
(Quiso el destino que Stanley Kubrick muriera unas semanas antes de la ceremonia. El apresurado montaje para recordarlo tuvo que incluir escenas de Espartaco, la cinta épica en la cual Dalton Trumbo pudo firmar el guión tras años de estar en la lista negra. ¿Le habrá retumbado en la cabeza a Kazan esa célebre escena en que los seguidores solidarios de Espartaco claman ser él, para encubrirlo?)
Para seguir con las connotaciones ideológicas desagradables, la entrega se desarrolló bajo un clima de acentuado jingoísmo. Primero, el astronauta John Glenn presentó un montaje dedicado a los héroes cinematográficos -la mayoría gringos- tomados de la vida real; y luego, el general Colin Powell hizo lo propio con las películas Rescatando al soldado Ryan y La delgada línea roja. Spielberg quizá estuvo de acuerdo, pero al ausente Terrence Malick no debió agradarle que su reflexiva cinta se interpretara como una exaltación al valor militar gringo.
Hubo pocos detalles que rompieran el tedio de la eterna ceremonia: la aparición electrizante de Catherine Zeta-Jones en su vestido rojo, o la postulación de Sophia Loren como la sexagenaria más sexy en la historia, o el shock de ver a Peter Gabriel convertido en el hermano gordo de Lex Luthor. Nada más.
Lo más decepcionante para un servidor no fue que La delgada línea roja no ganara ni una bolsa de chiclosos Toficos, sino la aparición de Jennifer López con un amplio vestido que ocultaba sus dones más apreciables. No es justo.