Héctor Aguilar Camín
UNAM
Da una cierta melancolía ver a la UNAM sumida en la discusión de si los estudiantes deben pagar colegiaturas. Es como ver a antiguos priístas lamentando todavía que haya que ganarse los votos. Más triste aún, y asombroso, es pensar que por el litigio de las cuotas la UNAM puede entrar en huelga mañana.
Un grupo minoritario pero numeroso de muchachos, líderes y maestros pretende cerrar las instalaciones, impedir las clases y forzar un veredicto a su favor: que se les sigan cobrando veinte centavos anuales por su educación superior e incluso ni siquiera eso, ya que es obligación constitucional del Estado dar ``educación gratuita''.
Las autoridades universitarias han sido prudentes hasta la inanidad en la propuesta de cobrar cuotas. Serán cobradas sólo a alumnos de nuevo ingreso, de manera que los ya inscritos no se sientan amenazados. Se establecerán sistemas de becas de manera que ningún alumno se quede sin estudiar por razones económicas. Y sólo pagarán los que quieran, porque le bastará a un estudiante decir que no puede pagar para no hacerlo: la UNAM no investigará su nivel de vida.
La propuesta inicial era que se pagaran 20 días de salario mínimo por los estudios de preparatoria y 30 días de salario mínimo por los de licenciatura. Lo redujeron luego a la mitad, y todavía el 15 de abril pasado el Consejo Universitario abrió un periodo de un mes para que la comunidad opine sobre posibles ajustes adicionales.
Da cierta melancolía ver a maestros, alumnos e investigadores de la que se reputa la mejor universidad de México gastar inteligencia y tiempo en discutir este asunto, zanjado ya prácticamente en todas las otras instituciones de educación superior del país. Es una advertencia de anacronismo activo que 92 mil estudiantes votaron en una consulta general en contra del reglamento de cuotas y a favor de la huelga.
Aun si se aceptan las dudas sobre la calidad y el rigor de esa consulta, las cifras son altas. Muestran a una familia con alta vocación a desoír la realidad y a sobreponer sus privilegios a sus merecimientos. Resulta muy alto el número de universitarios orgullosamente decididos a no rendir cuentas, a defender sus subsidios particulares como obligación superior de la patria y como compromiso inalienable del Estado.
La UNAM podrá ser de avanzada en todo, pero en lo que se refiere a la conciencia colectiva de sus finanzas es una institución vieja, habituada o resignada al subsidio federal. Una institución que, como lo demuestra el litigio por las cuotas, se resiste a buscar medios que garanticen su independencia económica o al menos una dependencia menos drástica del gobierno federal.
La autonomía académica de la UNAM está fuera de duda. Se ejerce día con día. El conflicto de las cuotas vuelve a mostrar que su autonomía política es precaria y que su autonomía financiera será imposible por mucho tiempo.
Precaria autonomía política: hemos visto a autoridades del gobierno del Distrito Federal patrocinar este conflicto como antes la Secretaría de Gobernación patrocinaba planillas en las elecciones de la Facultad de Derecho. Hoy, como ayer, nada pueden hacer las autoridades universitarias contra esa injerencia. Ni siquiera denunciarla.
Imposible autonomía financiera: si un pequeño aumento no obligatorio en las cuotas provoca tal polvareda, la UNAM no podrá plantearse en mucho tiempo, con seriedad, vivir de sus propios ingresos. Seguirá expuesta a los vaivenes presupuestales del gobierno federal, que tiene sus propias restricciones. El conflicto actual muestra que un porcentaje alto de universitarios no está dispuesto a que su casa amplíe y diversifique sus fuentes de ingresos. Quiere que todo le llegue del gobierno y nada de ella misma. Es una extraña manera de defender y fortalecer la autonomía de la UNAM.
Hay algo más en todo esto. Hay un fracaso educativo en el orden de los valores y el sentido de la realidad. Ese fracaso es haber sembrado en tantos jóvenes universitarios (y en tantos viejos) la certidumbre del derecho al privilegio, la pobre o nula conciencia de que las cosas cuestan y hay que pagarlas, el hecho moral y presupuestal de no hay tal cosa como una educación gratuita.
Toda educación cuesta. La educación pública cuesta al pueblo de México. Hay que pagarla toda, peso tras peso. Hay que pagarla y hay que merecerla en todos los órdenes: en dinero, en rendimiento académico, en productividad profesional. También, si es posible, dando el ejemplo público de que lo aprendido valió la pena.