La escenificación era lo que era.
Príncipe Lampedusa
Danubio alzó la mano como si para tomar la palabra tuviera que hacerlo. En las reuniones de La Tapia antes del ensayo, caóticas y vivas, todos hablaban al mismo tiempo, pasando por encima de las palabras de otros, a veces de plano aplastándolas como en una tamalada orgiástica. Así de costumbre, nadie se llamaba a ofensa. Cuando alguien de fuera presenciaba esas sesiones de acuerdo, creía que La Tapia iba a terminar a golpes. Más inesperado le parecía al intruso descubrir, en aquella rudeza, una manera de la cordialidad y de entenderse.
Por eso que Danubio, de natural ruidoso como el que más, levantara en silencio la mano, produjo verdadera conmoción. Ese arrebato de urbanidad los dejó mudos.
-¿Qué te pasa? -le preguntó Nilo, no sabiendo si burlarse- ¿Te sientes bien?
Obtenido el efecto, Danubio recurrió a la parsimonia, se puso de pie y por un momento hizo sentir a todos en La Tapia que participaban en una asamblea, como en los tiempos estudiantiles.
-Quiero proponer un plan.
Empezaban a hervir las primeras pullas. Uno de los lemas fundacionales de La Tapia era no tomarse en serio. Pero Danubio, serio como una estatua, relamiendo el triunfo, dijo:
-Propongo que vayamos al palacio de los Lampedusa y les pidamos en préstamo su vestuario para nuestra comedia.
-Já -sonó Paraná, incrédula.
-Cómo crees -la secundó Loira, y enseguida cruzó una mirada con Dambio, mordió sus palabras y se quedó pensando.
El resto de la compañía la siguió en su pausa. Poco a poco, los rostros liberaron sonrisas, gestos admirados o traviesos.
-Bien, bien -midió Nilo, mientras Congo celebraba con las palmas la ocurrencia.
Loira se había quedado pensando, a tal grado que también ella tuvo una idea:
-¿Por qué sólo a los príncipes? Propongo que vayamos de casa en casa en el pueblo, y cada uno de nosotros consiga su propio vestuario. Congo vestiría el dril del herrero, Nilo la capa del vigilante, Danubio el frac de Lampedusa, yo las enaguas de la molinera, Paraná la cofia y el uniforme de la enfermera de la clínica, Rubicón el saco y la bicicleta del cartero.
La imaginación siempre fue un recursos de La Tapia, y Danubio vio, satisfecho, que su propuesta germinaba.
Arno chasqueó los dedos:
-Ya está. No sólo el vestuario. Que la gente del pueblo y del castillo nos preste sus muebles para la escenografía.
-Y sus instrumentos -agregó Loira, cada vez más entusiasmada.
-Sí -completó Arno la sugerencia de Loira. Usaremos el molino real, el azadón de Pablo, el perchero y el escritorio de nogal de los príncipes, que alguno han de tener, la campana de la iglesia.
La desordenada y cruel alfarabia de La Tapia ganó otra vez su sitio, y la lluvia de ideas se puso tan torrencial e infantil que ya no fue posible entender lo que decían a la vez todos los actores trashumantes. Darían una función memorable, por lo visto.
El resto del día lo pasaron recorriendo las casas en busca de trapos y objetos. Habría verismo.
La Tapia tenía de años mucha estimación por esa gente de los pueblos. Sus comedias daban deleite por donde iban apareciendo. No llegaban todavía por allá las funciones de cinematógrafo de los gitanos. La diversión dependía de los juglares, los predicadores apocalípticos y los cómicos de la lengua, que como La Tapia, acertaban a visitar la región periódicamente.
Los grados de sorpresa fueron diversos. Al principio la molinera y el vigilante ofrecieron, no sus prendas, sino remilgos. Pero al ver que los príncipes aceptaban con alegría las reglas del juego, y que ya venían Arno y Milo cargando la campana, cedieron a la locura. Todos querían participar.
Antes del anochecer, La Tapia tenía a su disposición ropa, muebles y utensilios como para poner diez piezas diferentes. Su trabajo fue seleccionar lo mejor.
Danubio deambulaba por los alrededores del granero ya ataviado como príncipe Lampedusa, erguido, impersonado, orgulloso de su gran idea.
Los hallazgos de los actores rebasaron sus fantasías, y ante el traje de novia de Zenaida la molinera, o el torno antiguo de la cooperativa, Loira y Congo hicieron cambios sustanciales a sus personajes.
Descoloridos, ajados, parchados y aburridos, por una vez descansarían, sus ropajes habituales en los baúles. Sillas, falsas puertas, pesebres, un biombo, las cortinas de los decorados y paisajes, los pocos bártulos que La Tapia podía cargar consigo en sus recorridos.
La función empezó tres horas después de lo anunciado, pero nadie protestó. La ebullición general hacía valer la pena la espera. Hasta el mayordomo del palacio hizo sugerencias. Sólo los príncipes, muy en su papel, se mostraban serenos, discretos, divertidos. Diríase que agradecidos. En su sitio especial, al frente, en el teatro improvisado del granero, esperaron el inicio de la comedia.
La Tapia cosechó un éxito rotundo. El público pudo ver en escena sus cosas, su ropa, fragmentos de sus hogares y talleres, de sí mismos. La molinera se encontró embellecida en Loira, y el príncipe, no sin rubor, se reconoció interpretado en un insolente Danubio que arrancaba carcajadas. Hasta Congo, que es negro, y nadie en el pueblo lo era, hizo sentirse identificados con su papel a los torneros de la cooperativa. Los pastelazos y las gracejadas en escena parecieron a todos de una actuación insuperable.
Al final de la representación el público aplaudió tanto que varios terminaron con las palmas adoloridas.
La Tapia, con graciosas reverencias y sonrisas de satisfacción nada disimuladas, salió cinco veces al escenario.
A nadie importaron después los desperfectos. El torno se quedó trabado y tuvieron que desarmarlo y aceitarlo los torneros. La capa roja del vigilante quedó manchada de betún blanco y el dueño insistió en que no importaba, hombres, faltaba más. El propio príncipe desestimó los rayones que se llevó el escritorio en la escena de las espadas, y la princesa Lampedusa recibió sin queja de manos de Paraná su abanico chino hecho pedazos.
Actores y público coincidían en que había sido la mejor comedia de sus vidas. Y como dijera Paraná con su habitual desenfado, para qué son las cosas sino para hacer sentirse personas a las personas.