Otra vez se abre en México la etapa en que se muestra con mayor nitidez la enorme fascinación por el poder que tiene esta sociedad. Cada seis años, como un preciso reloj histórico, se repite el proceso de la construcción y derrumbe de las personalidades de quienes pueden, creen que pueden o les hacen creer que pueden ser ``el bueno''. El bueno, expresión tan propia para describir a quien llega a tener un poder enorme sobre vidas y destinos. El bueno que puede, sin embargo, llegar a ser malo, perverso o simplemente ineficaz, pero eso siempre queda finalmente enmarcado en el enorme peso que tiene el poder y que es fuente de una magia casi seductora.
El escenario tiene ya, sin duda, algunas diferencias con los montados en años anteriores. Ya no es sólo desde la misma presidencia y usando al PRI donde se desarrollan de modo concentrado y centralizado las versiones episódicas de la obra del poder. Ya no es únicamente así como se escribe la trama, se reparten los personajes, se realiza la producción, se pone la escenografía y se dirige firmemente la representación de esta obra. Es cierto que esa compañía (como en el teatro) sigue siendo una fuerza política crucial que expresa, como en la misma economía mexicana el alto grado de monopolización existente. Pero ahora hay representaciones paralelas en las que participan otros hombres, de otros partidos, y se amplía el reparto de los personajes. Y la trama es siempre tan similar.
La atención se concentra especialmente en los individuos. Ellos empiezan a adoptar una determinada imagen, la que se pone necesariamente en la perspectiva de la aspiración a ocupar el puesto más importante de la nación. Esa imagen tiene para algunos de los aspirantes, el lastre de lo que han demostrado ser en el curso de su carrera política, de lo que han representado en su partido y en la vida pública. Tiene el peso de las cuentas por pagar. Es cada vez más difícil, o cuando menos eso se espera de un país que va realmente creando instancias democráticas, que se sacudan ese peso. Pero no es imposible, dado el carácter de las deudas políticas y de las complicidades que se van entretejiendo con el tiempo.
A otros de estos personajes, de pronto se les va construyendo una imagen para hacerlos vendibles. De repente adquieren grandes atributos de inteligencia, capacidad de trabajo, compromiso con las instituciones y con las mejores causas del país. Son individuos de una probidad tal, que no se sabe cómo es que antes no se había uno dado cuenta, y cualquiera debería ser capaz de ver lo bueno que sería depositar en ellos la responsabilidad del poder sexenal. Algunos pueden ir adhiriendo a su persona esas nuevas cualidades y hacer que se les vaya pegando; otros, ni modo, no lo logran y poco a poco se van rezagando. Otros políticos toman posiciones de lucha evidentes, moviendo sus alfiles y caballos para el ataque y se disponen a ver hasta dónde llegarán, unos más tienen solución para todos los problemas y otros mantienen la postura de figuras clave de sus fuerzas políticas.
El forcejeo se empieza a convertir en una práctica política más abierta en la lucha por las candidaturas, y es notorio que hasta en el PRI ya no se cree que al moverse no se aparece en la foto. Unos políticos dicen abiertamente que quieren el poder, no se reprimen más; otros son promovidos por amigos con influencia social, y algunos todavía se guardan en espera de la herencia. En el trasfondo de la magia del poder en México sigue estando la capacidad del Presidente de designar al candidato que lo pueda suceder, aunque ya no exista la plena seguridad de que eso será posible. En este periodo de lucha política esa práctica del dedazo es puesta nuevamente como telón de fondo y desde distintos frentes. Así se excita, otra vez, la fascinación por el poder en su firma más primitiva y autoritaria y en detrimento de la política, de las prácticas que sustenten la precaria democracia y de la mayor participación de la sociedad en la elección del gobierno, y no sólo del hombre que será el nuevo líder.