Olga Harmony
La verdad sospechosa

Muchos hemos tenido, durante largos años, la preocupación de que haya un teatro lo suficientemente seductor que atraiga, divierta y eduque al público masivo. Instituciones como el INBA y la UNAM han creado políticas de descuentos en taquilla que, ciertamente, han logrado que acudan espectadores jóvenes y con buena escolaridad. Pero el grueso de la población ha sido más bien descuidado; me refiero a los adultos, las familias, la gente de a pie y no muy culta cuyo gusto ha sido deformado por la televisión y su resultado, el teatro muy comercial, con la única disyuntiva del mal llamado ``teatro popular'', bien intencionado y pésimamente hecho. Las lecturas en atril impulsadas por el gobierno de la ciudad de México vienen a ser un paliativo y, ahora, una excelente idea de Germán Castillo implementada por el ISSSTE nos ofrece un ciclo de comedia mexicana de los siglos XVII al XX, con entrada gratuita los sábados al mediodía y realizado por profesionales. Por desgracia, el ISSSTE no le ha dado suficiente cobertura publicitaria y la sala Julio Jiménez Rueda no se llena a su capacidad.

El ciclo inicia con La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, bajo la dirección de Mauricio Jiménez. No por muy conocida la comedia alarconiana deja de ser disfrutable y así se constata con la parte más sencilla del público que acude. Jiménez en esta ocasión busca -y logra- un trazo escénico que permite seguir con toda limpidez la trama y sus enredos, aunque no renuncie del todo a la estilización y al juego. Conserva su gusto por las citas a autores plásticos, que los enterados habrán de descubrir y a los enigmas, como puede ser esa vestimenta que porta al brazo todo el tiempo don Carlos, que en un momento es arrojada al piso y que es vestida al final por el actor que dobla a don Félix y al letrado, enigma imposible de decodificar si no se posee la clave que yo, por cierto, no logré captar. Las soluciones de Mauricio son muy buenas, aunque menos imaginativas que en sus otros montajes, sobre todo cuando opta por los oscuros para cambio de escena y que en ocasiones se alargan.

Con la música de Erando González, la escenografía muy estilizada -y que consta de mínimos elementos- de Arturo Nava y el vestuario de Cristina Sauza, el director se aleja de una reconstrucción de época y mueve a sus actores en un espacio casi siempre vacío, la que da un libre juego corporal, sobre todo en el caso de don García (el primer carácter de nuestro teatro, afirma don Antonio Castro Leal) encarnado por Rodrigo Vázquez, actor de excelentes condiciones corporales aunque no logre matizar gesto y verso, con lo que compone un protagonista un tanto gimnasta. Difícil empeño el de decir el verso. Lo consiguen Teresa Rábago en su pequeño papel de doña Isabel, Erando González como don Carlos, y Silverio Palacios como Tristán, así como Manuel Poncelis que desfigura la voz en sus tres papeles. Miguel Solórzano, como don Beltrán, logra matizar por momentos, pero Rubén Cristani, de pésima dicción, ni en prosa se salvaría. Las dos jóvenes actrices, Ana María González, de bella y fuerte presencia grita en demasía, con lo que desluce a su Jacinta, tan principal y tan importante; lo mismo se podría decir de Carmen Beato en su poco lograda Lucrecia.

Con todo, el talento de Mauricio Jiménez logra momentos muy brillantes, entre los que prefiero el de la iglesia, con sus reclinatorios con ruedas que giran, se acomodan y desacomodan y que nos remiten a sus mejores soluciones escénicas. Algo de zapateado español apenas marcado por las bellas, y el corrido que canta don García (en un montaje en que Salamanca se cambia por Guanajuato) nos hablan de ese hibridismo del autor novohispano, que se quiso siempre español.

Con La verdad sospechosa se inauguró en 1932 el Palacio de Bellas Artes, con su precioso telón de asbesto diseñado por el Dr. Atl y realizado por Tiffany Studios de Nueva York. Este telón pocas veces se muestra ya al público y una de estas ocasiones, la más reciente, fue el sábado 17 de abril para enmarcar el homenaje que en el imponente escenario las más altas autoridades de cultura del país -a iniciativa de un grupo de amigos cercanos- rindieron a Enrique Alonso, el entrañable Cachirulo de la infancia a nuestros hijos y nietos, el reivindicador del género chico con todos los riesgos que en su momento conllevó la crítica al sistema: cuántos de nuestros despectivos pedantes no quisieran una ``cachirulada'' de esas proporciones.