Dada la gran cantidad de artículos, comentarios y declaraciones que inundan los medios de comunicación y los diversos foros de consulta organizados, podría pensarse que existe un gran debate sobre la privatización del sector eléctrico mexicano. Pero no hay tal debate. Al menos por parte del gobierno.
Si Ernesto Zedillo tuviese en verdad voluntad para debatir y escuchar, habría empezado por el principio, no por el final. Proponer reformas a la Constitución debió ser el último paso, no el primero. Como primer paso, debió convocar a trabajadores y técnicos electricistas, a colegios de ingenieros y otros especialistas en la materia, para realizar con tiempo y seriedad un diagnóstico completo sobre la problemática que enfrenta el sector eléctrico nacional. Esa reflexión colectiva produciría recomendaciones generales de política y una propuesta específica de reorganización integral de dicho sector. Si como parte de esa reorganización se concluyese como necesario ampliar los espacios para la participación de empresas privadas o proceder a la venta total de esa industria sólo entonces, y no antes, cabría proponer las modificaciones constitucionales que fuesen necesarias.
Pero Ernesto Zedillo y sus voceros no quieren debatir. No están dispuestos a escuchar y analizar con atención los argumentos de los otros, de los que no piensan como ellos. No aceptan responder, mucho menos atender, esos argumentos. Desde la cumbre del poder se conciben como los poseedores únicos de la verdad y se arrogan el derecho de calificar, más bien de descalificar, a los demás. Las cosas son ciertas porque ellos lo afirman; no se sienten obligados a demostrar la validez de su dicho. Debemos creerles, así nomás. Si les exigimos pruebas nos consideran temerarios. Si con sustento afirmamos que están equivocados o que dicen mentiras, lo consideran una falta de respeto. Presionados por las numerosas y crecientes voces que reclaman diálogo, un día llaman a debatir ``con civilidad, respetuosamente, sin perjuicios ni dogmas''. Pero al día siguiente, desde su trono en el Olimpo, blanden iracundos su dedo flamígero para condenar a los que juzgan simples mortales, ignorantes y dogmáticos, que se atreven a pensar diferente.
La verdadera intención de Ernesto Zedillo no es discutir las ventajas y desventajas de la privatización del sector eléctrico, sino imponer a la sociedad esa medida. De entrada, el Presidente dio un golpe de mano al enviar al Senado, sin discutir previa, su iniciativa para eliminar de la Constitución los candados que impiden vender esa industria a capitales privados. Así, por la vía de los hechos consumados, Zedillo pretende saltarse todo el debate y ubicar la discusión en el último tramo del proceso, en las Cámaras de Senadores y Diputados, donde se puede maniobrar y presionar a legisladores del propio partido (PRI) y a los del PAN para que aprueben sin mayor trámite su iniciativa.
Para guardar las formas y aparentar que se tiene apertura al diálogo, la fracción dominante del PRI en el Senado de la República se vio obligada a realizar una consulta relámpago. Pero ésta y otras simulaciones no sustituyen al verdadero debate. Si Ernesto Zedillo insiste en transitar por el mismo camino, lo único que logrará es agravar aún más las condiciones de ingobernabilidad que ya se observan en el país.
Ernesto Zedillo no quería ser presidente. Ha dado muestras contundentes que no le gusta hacer política. Tal vez ya se cansó, pero no lo sabe o no lo reconoce. Su intolerancia y abulia podrían llevar la ingobernabilidad al punto de orillarlo a dejar anticipadamente la Presidencia de la República, en noviembre de 1999, como lo predijo hace dos años Eduardo Huchim en su libro de política ficción Las conjuras. A lo mejor en su fuero muy interno le gustó esa predicción y busca hacerla realidad. Hay, sin embargo, una manera de tirar la toalla más sencilla y menos costosa para el país: presentar su renuncia de inmediato.