MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Lago tranquilo

I

"ƑCuándo dejarás de interrumpir?". La pregunta de su mamá le sonó a Daniel como un estallido que destrozó sus planes y la ilusión de tener una tortuga.

Desde que oyó a Joaquín hablar de las tortugas que acababa de ver en Veracruz, Daniel estuvo calculando el momento adecuado para colarse en la conversación de sus padres y decirles que quiere una mascota. También imaginó los posibles argumentos de su madre para negarse a complacerlo: "Los animales son sucios. La casa es muy pequeña. La situación económica no está como para alimentar una boca más. Ya tengo suficiente trabajo contigo como para echarme a cuestas otra responsabilidad. No quiero que vuelvas a hacernos otro tango como el que armaste cuando murió Tina".

En el trayecto de la escuela a la casa Daniel estudió las respuestas para vencer la resistencia de su madre: ųPrometo limpiar todo lo que ensucie mi tortuga, la tendré encerradita en mi cuarto, le invitaré de mi comida ųy hasta calculó qué le diría cuando ella mencionara lo del tango: "Joaquín me dijo que las tortugas viven miles de años, pero si la que me compres se muere antes de eso, juro que no lloraré". Aunque sabe muy bien que no debe involucrar a su padre en esas cuestiones, Daniel no desechó la posibilidad de decir: "Papá, dile que me la compre".

 

II

 

Como hijo único y niño solitario, a los siete años Daniel se ha dado cuenta de que sus padres tienen bien divididas sus responsabilidades frente a él: a su mamá le corresponde la de darle todos los permisos; a su papá castigarlo y, sobre todo, impedirle actitudes de niña: "No llore, pórtese como hombre".

Daniel escuchó por vez primera esas palabras la noche en que, al volver de su trabajo, su papá lo encontró llorando desconsolado junto a la pecera donde Tina acababa de morir. Mientras el niño agitaba el agua, seguro de que en esa forma su pezecita recobraría el movimiento, su padre pronunció la frase mágica: "Ya, cálmate y acuérdate de que los hombres no lloran". El recurso no surtió efecto. La madre, angustiada por la desesperación de su hijo, prometió evitarle futuros sufrimientos: "Jamás permitiré que tengas otro de estos animales".

Esas palabras acrecentaron el dolor de Daniel, porque imaginó lo que sería la vida sin Tina. Durante los meses de convivencia, verla deslizarse dentro de su pecera había disminuido su temor a la soledad y la desesperación de saberse encerrado durante las horas en que su madre se iba a trabajar; contarle sus cosas había sido una compensación por las muchas veces que su padre no había tenido el tiempo o el ánimo para escucharlo. Desolado ante la perspectiva, Daniel no pudo contener por más tiempo el impulso del llanto, ni siquiera porque su padre repetía lo que a su juicio era consuelo para el niño: "Ya se murió y frente a eso no podemos hacer nada. Cálmate y deja de llorar".

Al fin, y en vista de que el consejo resultaba inútil, el padre fue a la recámara, sacó del clóset un vestido de su esposa y sorprendió a Daniel enfundándoselo de un solo golpe mientras le explicaba: "Si lloras como niña, de ahora en adelante tendremos que vestirte como mujercita".

Daniel aún recuerda la risa de su mamá y su entusiasmo al comentar: "Te ves chistosísimo", mientras lo arrastraba hacia el espejo segura de que, al mirarse, el niño acabaría por divertirse y olvidarse de Tina. No fue así: la imagen horrorizó a Daniel, que se estremeció. La convulsión duró unos minutos, no así el recuerdo que aún es su pesadilla.

A medianoche, cuando despertó, Daniel recordó a su mascota. Encendió la luz y miró la pecera vacía. Entonces corrió al cuarto de sus padres: "ƑDónde está Tina?" Al mismo tiempo escuchó dos respuestas: "ƑNo te he dicho mil veces que se toca la puerta antes de entrar?" "La tiré a la basura". El niño regresó a su cuarto, metió las manos en la pecera, agitó el agua y durante el resto de la noche imaginó que Tina continuaba su eterna y silenciosa danza.

Daniel amaneció afiebrado. Su madre lo autorizó a faltar a la escuela; su padre la recriminó dulcemente por consentirlo tanto y le recordó que, de seguir así, el niño jamás se haría hombre. A Daniel lo asaltó su imagen vestido de mujer y cerró los ojos, mientras se prometía no derramar jamás una sola lágrima. El niño ha cumplido su promesa; no llora ni siquiera cuando llegan visitas y su madre, por animar la conversación, recuerda lo gracioso que se veía su hijo vestido de mujer. Para no traicionarse en su propósito de "portarse como un hombre", Daniel tampoco volvió a mencionar a Tina, pero siguió extrañándola y añorando las tardes que pasaba contándole sus aventuras o jugando con ella.

III

 

Cuando su mamá accedió a comprarle un pez, Daniel acababa de cumplir cinco años. Lo primero que hizo fue bautizarla ųTinaų, después se propuso enseñarla a hablar aplicando la misma táctica con que su madrina había conseguido que su perico repitiera su nombre: "Lola, Lo-la". Daniel no comprendió la risa de sus padres cuando les habló de su proyecto y, desde luego, no renunció a él: lo llevó a cabo en algunas de sus tardes.

Al darse cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, una noche se atrevió a preguntarle a su madre: "ƑPor qué los peces no hablan?" Ella le respondió: "Por lo mismo que tú no puedes respirar en el agua". El niño no logró entender la relación entre ambas cosas y sólo se propuso despertar en Tina un ánimo de mayor cooperación. Para eso todas las tardes, durante unos minutos, acercaba su carita a la pecera y contenía la respiración, mientras iba contando, primero, del uno al cinco, luego hasta el diez ųlímite de sus conocimientos matemáticosų, siempre con la esperanza de alfabetizar a Tina y prepararse para el momento en que pudiera cumplir otro de sus sueños: igualarse en tamaño a la mascota y jugar con ella en su burbuja de cristal.

 

IV

 

Al paso de los meses el recuerdo de Tina dejó de bastarle a Daniel para sentirse menos solo. En un principio se resistió a reconocerlo y hasta le pareció traición pensar en otra compañera. Dedicó mucho tiempo a meditar sobre el tema y al fin dedujo que no cometería ninguna deslealtad si procuraba hacerse de una mascota con la que Tina hubiera congeniado; cosa mucho más difícil fue elegir una que no provocara el disgusto o la incomodidad de sus padres.

Daniel hizo el análisis de la fauna a su alcance: "Perro no: a mi mamá le molesta que ladren"; "Gato no: mi papá es alérgico a sus pelos"; "Conejos no; tienen millones de hijitos"; "Pericos no: son muy escandalosos". Entonces, Ƒqué? Al fin esta mañana Daniel encontró la respuesta a la pregunta que parecía no tenerla. Ocurrió a la hora del recreo, cuando Joaquín, su vecino de banca, comentó que en un hospital de Veracruz había visto una fuente colmada de tortugas viejísimas, "como de mil años".

A la hora de la cena, tal como lo planeó, Daniel esperó el momento adecuado para hablar. Lo encontró en un breve silencio de sus padres y fue tal su ansia de aprovecharlo que, sin darse cuenta y sin oír realmente sus propias palabras, abordó el asunto por el final: "En Semana Santa mi amigo Joaquín fue a Veracruz. Allá vio una fuente llena con tortugas que tienen mil años de edad".

Lentamente, con gesto de incredulidad, su padre se volvió y le dispensó una mirada rencorosa. Aturdido, el niño alcanzó a escuchar la eterna pregunta de su madre: "ƑCuándo dejarás de interrumpir?" Daniel sintió que su cara enrojecía, apretó los labios y al ritmo acelerado de su corazón repitió mentalmente: "Los hombres no lloran". Las palabras fueron deslizándose por su interior hasta caer en ese lago tranquilo hecho de lágrimas, donde flotan sus sueños y el recuerdo de Tina.