La Jornada Semanal, 25 de abril de 1999
Entre 1941 y 1945 Alfonso Reyes dio a la luz cinco libros de teoría de la literatura; a La experiencia literaria, La crítica en la edad ateniense y La antigua retórica siguieron El deslinde y los Tres puntos de exegética literaria. Los libros sobre la retórica antigua son un modelo de glosa y exégesis del pensamiento clásico, cuyas doctrinas platónicas y aristotélicas expuso don Alfonso con una ``envidiable mezcla de rigor y de encanto'', según la precisa calificación de Ernesto Mejía Sánchez, editor de sus Obras completas. Sin embargo, insatisfecho con esas ``anticipaciones o fundamentos'' de la ciencia literaria, Reyes se propuso emprender una ``investigación retrospectiva del propio itinerario'', vale decir, poner en orden sus anteriores reflexiones con el propósito de descargarlas de la ``montaña acumulada'' de conocimientos en esa área del saber y, así, disponerse a una meditación más autónoma. Nuestra América -decía- como ``heredera de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario''. De modo, pues, que, en opinión de Reyes, los americanos deberíamos prescindir de lo que suele llamarse ``la literatura de la materia'' con el fin de superar su tradicional ``postura de eternos lectores y repetidores de Europa''.
A juicio de su autor, El deslinde era ya un primer resultado de ese intento de independencia intelectual y de síntesis original en el campo de la teoría literaria, si bien no podemos dejar de reconocer que, en su empeño por establecer las más minuciosas distinciones entre ``literatura y no literatura'', el lector vea dilatarse por incontables meandros el análisis ``fenoménico'' de la cuestión. De hecho, el propio don Alfonso reconoció que ese laboreo conceptual que se le extendió por más de cuatrocientas páginas se ofrece al lector como ``una sucesión de fríos discrímenes'' que, a pesar de su ``despiadada objetividad'', quizá puedan conducirlo finalmente a las orillas de la ``Isla Encantada'', aunque -posiblemente- lo abandonen allí mismo a su propio destino. Nadie, pues, más consciente que el mismo don Alfonso de lo arduo y provisional de sus ``prolegómenos'' fenomenológicos: innúmeros deslindes o distinciones entre las funciones o ``agencias'' del lenguaje y de sus disímbolos productos que, sin embargo, no lograron trascender aquel estadio positivista y clasificatorio aún incapaz de dar paso a una ``investigación en profundidad sobre el significadoÊde las artes'', de la cual ya había dado esclarecedores vislumbres en algunos de sus ensayos acerca de La experiencia literaria.
La aparición de esas obras de Alfonso Reyes propició sin duda que, por esos mismos años, empezaran a traducirse en México algunos de los libros más importantes de la crítica literaria europea aparecidos durante el primer tercio del siglo que termina. En 1946, el Fondo de Cultura Económica publicó la Filosofía de la ciencia literaria, obra colectiva con la que un grupo de profesores alemanes se propuso ``aclarar las cuestiones que en la actualidad se encuentran en el centro de las discusiones científico-literarias'' en el ya confuso y amenazador ambiente de la Alemania pre-hitleriana. A raíz de la publicación de ese libro, la editorial creó una nueva colección de ``Lengua y estudios literarios'' en la que, a partir de 1950, se incluyeron obras de tan profunda influencia como Mimesis de Erich Auerbach, El alma romántica y el sueño de André Beguin, Literatura europea y Edad Media latina de Ernst Robert Curtius, La tradición clásica de Gilbert Highet y Lenguaje y realidad de Marshall Urban. En 1956 -hace ahora cuarenta y tres años- apareció en esa misma colección El arco y la lira de Octavio Paz, cuya importancia y significación será apenas posible bosquejar en el espacio de que ahora dispongo.
Contrariamente al cauteloso método de Alfonso Reyes, el joven Paz de los años cincuenta no se detuvo en ninguna clase de prolegómenos para dar sus respuestas a las preguntas fundamentales que se había planteado desde los albores de su obra poética, a saber: la poesía ¿no puede tener como objeto propio más que la creación de poemas?; ¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?; ¿será posible una comunión universal en la poesía? En busca de respuestas a estas cuestiones que -decía Paz- han quitado el sueño a muchos, era necesario establecer una primera distinción entre aquella indefinible y amorfa esencia de lo poético y la concreta manifestación del poema, esto es, entre una ``fuerza difusa'' que es capaz de llevar ``a las palabras a ser más decisivamente lo que son'', a decir más de lo que ordinariamente dicen: ``Hecha de aire, hecha de palabras, la poesía sopla donde quiere, habita donde las formas y escapa a todas. Y su fugacidad es prenda de su persistencia.''
Es notable aquella página, entre las primeras de El arco y la lira, en la que Paz, instalado en un flujo incontenible de felices fórmulas poéticas, ofrece un fulgurante despliegue en torno del paradójico ser de la poesía:
Este recurso a la metáfora y la paradoja nos dejan ver cuál es la naturaleza discursiva de la reflexión poetológica emprendida por Octavio Paz: la inextricable unión del lenguaje conceptual, propio de la abstracción teórica, con el avasallante verbo de la iluminación poética; en ello reside la gran riqueza y novedad -por lo menos entre nosotros, acostumbrados al frío discurrir académico y no a la fecunda y perturbadora alianza romántica del pensador con el poeta- de las respuestas de Paz, inevitablemente ligadas al testimonio de su propia experiencia vital y literaria. Como los románticos, Paz afirma que puede haber poesía sin poemas, esto es, ``paisajes, personas, hechos'' que son -o a quienes atribuimos- la condición de ser poéticos; pero no se trata aquí de una concesión a las vulgares opiniones de la estética burguesa, sino de la añoranza de una utopía social, aquella que creía posible -o soñable- una sociedad revolucionaria fundada en la palabra poética, esto es, en el restablecimiento de ``la palabra original, desviada por los sacerdotes y los filósofos''.
Pero no debe pensarse que la poesía -en su sentido de fuerza transformadora del lenguaje- sea la suma de todos los poemas; cada creación poética es, dice Paz, una unidad autosuficiente, irreductible, irrepetible y diversa; esta diversidad es consecuencia de su ser histórico o, si se prefiere, de su encarnación concreta en textos también plenos de significación histórica. Frente a la ciencia de la literatura, que pretende ``reducir a géneros la vertiginosa pluralidad del poema'', Paz acepta que los métodos propuestos por la retórica, la estilística, la sociología o el psicoanálisis pueden ser útiles para el estudio del poeta y de su obra, pero afirma que ``nada pueden decirnos acerca de su naturaleza última''.
La tarea a la que Paz se enfrentó sin vacilaciones fue precisamente la de discernir esa ``naturaleza última'' del poema, que va más allá de los procedimientos técnicos, de los estilos y de sus inalienables cargas históricas. Si el poema es un organismo de palabras, será primordial averiguar cuál sea la condición propia de la palabra poética que lo constituye; esto es, toda reflexión en torno suyo habrá de comenzar por un escrutinio sobre el lenguaje. La ciencia del lenguaje ha pretendido constituirlo como un objeto independiente del hombre; no han sido totalmente inútiles sus esfuerzos por analizar sus estructuras y funciones -reconoce Paz-, pero ha olvidado casi siempre que los sistemas de signos no son precisamente sistemas convencionales que podamos aceptar o rechazar, sino parte entrañable del hombre; de ahí que el lenguaje haya de ser considerado no como un objeto aislado, sino como parte de ``una ciencia total del hombre''.
No desarrolla aquí nuestro autor los principios de esa ambicionada antropología más perfecta y cabal, pero -en cambio- se detuvo a considerar lo que constituye la esencia misma del lenguaje humano, esto es, su ``tendencia fundamental a la formación de símbolos''. En coincidencia con Herder y los románticos alemanes, Paz entiende que tanto el mito como el lenguaje ``son vastas metáforas de la realidad''; siendo esto así habrá, pues, un lenguaje empequeñecido por los usos pragmáticos y ultracodificados a que lo someten las convenciones y las concesiones sociales y, en el otro extremo, un uso poético basado en la libertad. Para ser libre, el lenguaje tiene que ser arrancado de sus ``conexiones y usos habituales''; sólo así ``los vocablos se vuelven únicos, como si acabasen de nacer''. Pero a pesar de este intento de volver a los orígenes edénicos del lenguaje, Paz reconoce que el poeta -el poema- no puede permanecer del todo ajeno a los usos ordinarios y mostrencos de la lengua: hay en él ``dos fuerzas antagónicas [...] una de elevación o desarraigo y otra de gravedad que la hace volver'' a su empequeñecido mundo cotidiano; sólo a través de este movimiento pendular, el poema alcanzará sus fines: el de la creación y el de la participación.
Para evitar malos entendidos, Paz se detiene a señalar que la creación poética no puede basarse únicamente en el ``puro dinamismo del lenguaje'' o, si se quiere, a su propia capacidad metamórfica; es precisa, además, la voluntad creadora del poeta para ir al encuentro de sí mismo, de su naturaleza profunda y original. Se advierten fácilmente los matices de misticismo en esta propuesta paciana; misticismo cristiano -y particularmente sanjuaniano- y misticismo oriental: si el poema es capaz de revelar la profunda y desconocida naturaleza del hombre, oculta precisamente por la servidumbre a que el hombre somete al lenguaje, lo será también -precisamente por causa de esa violencia ejercida por las palabras sobre la conciencia mostrenca de las cosas- para revelar la naturaleza de lo ``otro'' y conducirlo a una experiencia de lo sobrenatural:
Lo mismo que en esos instantes privilegiados de la experiencia amorosa o religiosa, la creación poética consiste en ``sacar a la luz ciertas palabras inseparables de nuestro ser'' y que tienen que arrancarse del orden habitual con que se nos presentan en el habla o en el discurso ordinarios, para que vuelvan a revelar su verdad primigenia. Con esto, Paz no quiere decir que la poesía se instituya como ``una interpretación de la existencia humana'', sino como una ``revelación de nuestra condición original''. Esta revelación, apunta más adelante, en consonancia con Heidegger, ``no descubre algo externo, que estaba ahí, ajeno, sino que el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser''.
¿Cómo puede llegarse por medio del lenguaje a esos estados de plenitud y revelación? A pesar de la fuerza expresiva y persuasiva de las metáforas del pensamiento, Paz sabe que para arrancarle el secreto a la creación poética es preciso aventurarse en múltiples vías de investigación y, de entre ellas, no es posible prescindir de una reformulación crítica de la teoría lingüística; por tal razón dedicó Paz algunos de los primeros capítulos de El arco y la lira a exponer lo que bien podríamos llamar una poética de la enunciación. La palabra suelta, aisladamente considerada, sostiene Paz, ``no es propiamente lenguaje''; para que el hecho de habla se produzca es menester que ``los signos y los sonidos se asocien de tal manera que impliquen un sentido'', esto es, que se produzca la ``totalidad autosuficiente de la frase''; de suerte que son las frases y no las palabras ``las unidades significativas'' de la lengua.
No es necesario hacer precisiones técnicas a lo dicho por Paz; entendemos bien que para que se produzca un enunciado, esto es, una expresión significativa completa, es preciso que esas unidades bifásicas que llamamos signos o palabras se articulen coherentemente en busca de un sentido determinado. Al igual que en la lengua, dice Paz, ``la célula del poema, su núcleo más simple, es la frase poética''. ¿Pero qué es una ``frase poética'' y qué la distingue de una frase prosaica? El principio rector de la prosa, lo que constituye la unidad de la frase, es -según Paz- su ``sentido o dirección significativa'' o, por decirlo de otra manera, la manifestación de contenidos isotópicos. ``En la prosa -aclara Paz- la unidad de la frase se logra a través del sentido, que es algo así como una flecha que obliga a todas las palabras que la componen a apuntar hacia un mismo objeto o hacia una misma dirección.'' En cambio, la ``frase poética'' no está dominada por el sentido, por un sentido, sino por el ritmo.
No es posible detenernos ahora a considerar en toda su riqueza y sugestividad el capítulo dedicado precisamente al ritmo; he de conformarme con apuntar tan sólo la idea central de Paz, según la cual el ritmo no es ``medida'', sino ``tiempo original''; no es marca de un transcurso, sino instauración de una permanencia. De tal suerte, la reiteración rítmica no es una medida abstracta realizada en la frase poética -como pretenderían las preceptivas escolares-, sino una cualidad concreta de la misma frase que es inseparable de sus contenidos semánticos o ideológicos; más aún, ``aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan dichas palabras''.
Pero existe otra señalada diferencia entre la elocución ordinaria -hablada o escrita- y la ``frase poética''. En el habla común, los diversos y aun divergentes significados de las palabras que componen la frase se ajustan a un propósito significativo único o primordial, causa por la cual los demás significados posibles desaparecen o se anquilosan en beneficio de su univocidad; en cambio, la frase poética mantiene la comunidad de los significados imbuidos en cada palabra, recoge y expresa todos sus valores; es esta ``vuelta de las palabras a su naturaleza originaria, es decir, a su pluralidad de significados'' lo que constituye para Paz el primer principio de la ``imagen poética''. El segundo principio es que la imagen o frase poética posee la ambigüedad que caracteriza nuestras mismas percepciones de la realidad: ``Por obra de la imagen se produce la instantánea reconciliación entre el nombre y el objeto, entre la representación y la realidad''; esto es, la vuelta de la palabra a su naturaleza originaria, a la visión de la realidad en su contradictoria pluralidad y en su recóndita plenitud. De ahí que -concluya Paz- las imágenes poéticas sean irreductibles a cualquier explicación e interpretación; son un acto de libertad que revela al hombre su paradójica condición: ser incompleto y solitario, cumple en el poema sus renovadas tentativas de comunión.
Tendremos que volver a la lección de El arco y la lira cada vez que la pretensión académica o la garrulería crítica intenten escamotearnos la inquietante vastedad de la poesía.
El poeta brasileño Haroldo de Campos, premio Octavio Paz 1999, sostuvo con nuestro Premio Nobel un importante intercambio epistolar entre principios de 1968 y mediados de 1981. Uno de los temas constantes de dicha correspondencia fue Blanco, el poema que Paz publicó en 1966.
Con la traducción, en la que Paz participó permanente y críticamente, el poeta brasileño publicó Transblanco (editora Guanabara, 1986), libro en el que reúne el texto original de Blanco, notas, textos críticos, las cartas con el poeta mexicano y una pequeña selección de otros poemas de Paz. La correspondencia presenta diferentes puntos de vista de ambos autores sobre cuestiones de poesía y poética y permite observar las permanentes dificultades de la traducción de poesía. A continuación se reproduce una de las numerosas cartas de Haroldo de Campos a Octavio Paz, que integran Transblanco:
Querido Octavio:
Recibí con mucha alegría su carta y su anuencia a mi proyecto de libro-antología basado en Blanco y ampliado a partir de nuestra correspondencia de 1968.
Llegó también el sobre con la traducción francesa de Claude Esteban que voy a confrontar con el original de su poema y con las dos versiones en inglés de las que ya dispongo. Esta ``confrontación'' metódica servirá, sin duda, como exploración preliminar para el posterior desarrollo de mi no fácil ``operación traductora''.
Estoy trabajando ahora en un largo ensayo sobre la prosa de Oswald de Andrade para las ediciones Ayacucho, de Venezuela, y en cuanto termine ese trabajo espero poder dedicarme a Blanco [Haroldo de Campos se refiere al prólogo a las obras escogidas de Oswald de Andrade, que apareció en 1981 en la Biblioteca Ayacucho. Continúa Haroldo:] Inicialmente hay un problema con el título: en portugués, Blanco no tiene el significado sustantivo de ``objeto situado a lo lejos, para ejercicios de tiro y puntería'', la palabra portuguesa correspondiente es alvo que por principio no es tan ``fuerte'' como branco, por ser algo rebuscada en su acepción adjetiva de color... Creo que conviene adoptar ``Branco'' en el título, sopesados todos los aspectos semánticos y estéticos de la cuestión.
Dentro de poco le enviaré mi nuevo libro de traducción / transcreación. Se trata de un pequeño volumen (aún en imprenta) con Seis cantos del paraíso de Dante, precedidos de un ensayo introductorio mío, ``Luz: la escritura paradisiaca''. Usted verá que, en mi ensayo (que se nutre, en este punto, de un anterior escrito mío, ¿''Futurismo en el Duecento?), para traducir en portugués un pasaje particularmente difícil de la ``Canzone'' (``Donna mi prega'') de Guido Cavalcanti, y para hacerlo vía Pound, pero teniendo simultáneamente en mira el original, tuve que lidiar con la ambigüedad cambiante de la serie semántica alvo, alvejar (``branquear'' y ``atirar no alvo'', ``blanquear'' y ``tirar al blanco'') / branco, que mi idioma me ofrece, para así obtener algo del ``proceso de luz total'' buscado por E.P. [Ezra Pound] en su peculiar ``hermenéutica'' del texto Cavalcantiano:
Nor is he known from his face
But taken in the white light that is
allness
Toucheth his aim
(Pound, Canto XXXVI)
O rosto nao ve de Amor que tal
Na luz total
alveja branco no
alvo
Quedé muy contento al saber que a usted le gustó la versión del fragmento 1 y de mis Galáxias, y que este fragmento que es el Primum Mobile de mi texto galáctico, será publicado en el número de agosto [1978] de Vuelta, conjuntamente con mi entrevista. También Augusto [de Campos] se alegró con las noticias de su parte y con la información sobre la próxima publicación de los materiales relativos a la Antropofagia oswaldiana. (Tengo en mis manos el último número de Espiral -''Avances''-, en el cual aparecen otros fragmentos de las Galáxias, siempre en traducción de Olea; el fragmento 1, que mandé para publicación en Vuelta, bien entendido, continúa inédito. Otra vez más tuve la satisfacción de ver mis textos publicados con la honrosa cercanía de un trabajo suyo: el bello ensayo sobre las ``manchas, marañas'' de Michaux...) [Se refiere al texto de Paz ``El príncipe: el clown'', que acompañó a la exposición retrospectiva de Henry Michaux en 1978.]
Creo que el joven poeta y crítico Andrés Sánchez Robayna [...] sería la persona indicada para hacer eventualmente un review de mi Ajedrez de estrellas. Robayna me escribió una espléndida carta sobre el libro, en la que hace agudas observaciones de lectura sobre mi texto. (Me parece que él ya es colaborador de Vuelta.) [El ensayo de Robayna fue publicado en Diálogos, la revista de El Colegio de México, en 1980.]
Recibí también su luminoso homenaje a Lezama, que me emocionó y que mucho me gustaría incluir en el futuro en el libro îrbita que la colección Signos piensa dedicar al ``etrusco de La Habana vieja''...
Le envío un afectuoso abrazo de amistad sincera y constante (y siempre renovada admiración). Recuerdos afectuosos a usted y a la querida Marie-Jo, de mi parte y de Carmen e Iván.