La Jornada Semanal, 25 de abril de 1999



Enrique Florescano

Las fronteras de la historia

El autor de textos fundamentales como Memoria mexicana y Etnia, Estado y nación, nos entrega aquí un capítulo del libro que aparecerá en mayo, Para qué estudiar y enseñar la historia, editado por el Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América.

Una de las características más notables de la disciplina histórica ha sido su crecimiento incontenible desde la década de 1960, seguido por la invasión de nuevas áreas de conocimiento y por la adquisición de nuevos instrumentos de análisis, tomados de las disciplinas más diversas. Como observa un historiador contemporáneo, desde ``hace alrededor de doscientos años sabemos mucho más sobre el pasado de la humanidad en su conjunto que lo que supo esta humanidad en el pasado sobre sí misma. No podemos indagar mucho más -dada la situación de las fuentes-, pero conocemos mucho de lo que le fue sustraído al conocimiento de los contemporáneos del pasado. En cierto sentido sabemos más que antes''.

Pero esta imagen de la historia como disciplina conquistadora de nuevas fronteras y orgullosa de sus logros es reciente. A fines del siglo pasado era un campo apenas frecuentado por unos cuantos eruditos, a quienes se tenía por seres raros, refugiados en bibliotecas penumbrosas, que les daba por publicar libros inaccesibles. Esta imagen caricaturesca se puso de moda en algunas novelas y obras de teatro, y en algunos impresos publicados entre 1870 y 1910. En estas obras el historiador era representado como un erudito ensimismado, o como un individuo incapaz de reconocer la realidad banal que lo rodeaba. De estas imágenes, una de las más divertidas es la que ofrece Max Beerbohm en la novela Zuleika Dobson, publicada en 1911, que relata el suicidio colectivo de unos estudiantes de Oxford, fascinados por los encantos de Zuleika, la sobrina del rector del colegio. El narrador, quien simula haber obtenido de la musa Clío el don que todos los historiadores quisieran recibir (el don de presenciar, sin ser visible, los acontecimientos del pasado), ofrece la siguiente sátira -que no resisto citar in extenso-, de la historia y sus cultivadores:

Tres décadas después de haber sido publicada esta sátira, en 1931, Paul Valéry dio a conocer su libro Mirada al mundo actual, donde expresó una crítica demoledora de los modos de hacer historia de ese tiempo:

Apenas se había publicado esta obra cuando una comisión de historiadores franceses que se sintieron agredidos acudió a Estrasburgo, donde residía el joven historiador Lucien Febvre, a solicitarle que respondiera a esas críticas en nombre del gremio. Febvre se negó a encabezar esa protesta y, para sorpresa de sus interlocutores, dijo que él estaba de acuerdo con Valéry.

Poco después de la segunda guerra mundial, repentinamente, la disciplina de la historia cobró nueva vida y un impulso acelerado, y una de sus primeras tareas fue borrar la imagen negativa que se había forjado de sus productos y cultivadores. En Francia, Marc Bloch y Lucien Febvre encabezaron un combate consistente para renovar a la vieja Clío y recuperar la totalidad de lo histórico, que el positivismo y otras corrientes habían pulverizado en estancos y restringido a la historia política e institucional. Contra esas tendencias, Bloch y Febvre propusieron una relación estrecha entre la historia y las ciencias sociales. Combatieron las barreras entre especialistas y rompieron lanzas contra la escuela positivista. La escuela francesa de los Annales inició un acercamiento de la historia a los métodos desarrollados por las ciencias sociales (economía, demografía, geografía, sociología, antropología), que en pocas décadas produjo una renovación de la historiografía académica, un puñado de obras maestras y una reconsideración de la escritura y los fines de la historia.

Bajo la influencia de las ciencias sociales la historia comenzó a cambiar de rostro y de contenido. Súbitamente, la investigación histórica se contaminó de crisis, ciclos, coyunturas y transformaciones económicas, demográficas, sociales y políticas. Los historiadores se apropiaron las técnicas cuantitativas y con esos utensilios reconstruyeron impresionantes series de producción, precios, salarios y flujos comerciales y demográficos que iluminaron las estructuras sobre las que reposaban las sociedades preindustriales y las líneas de fuerza que impulsaban su dinámica. Lo que antes era una frontera inaccesible se tornó una lectura persuasiva de la estructura económica y social, de las fluctuaciones económicas y de las desigualdades entre las clases sociales.

El pasado adquirió una dinámica y una complejidad insospechadas. De pronto la cronología política construida por los antiguos historiadores fue transformada por los tiempos largos que registraban la lenta incubación de las estructuras demográficas y los sistemas económicos; por el tiempo convulsivo de los ciclos y las crisis demográficas, agrícolas y comerciales, y por el tiempo rápido de los acontecimientos cotidianos. Estos nuevos registros de la temporalidad develaron otras contradicciones del desarrollo social. La dinámica histórica dejó de ser una trayectoria lineal ocasionalmente alterada por los cambios políticos, y se mostró como un devenir desigual, continuamente interrumpido o alterado por las diferentes fuerzas que intervienen en la formación de la fábrica social.

El éxito que saludó a estos nuevos métodos se extendió a otros campos del pasado y a otros países. El análisis histórico basado en técnicas sofisticadas abarcó tanto el examen de la antigüedad como el de los tiempos modernos y contemporáneos. Incluyó el estudio de las representaciones de la conciencia colectiva (``mentalidades''), como el análisis de la religión, los mitos, el poder, el desarrollo urbano, el discurso del historiador, los sistemas educativos y alimentarios, el cuerpo, la locura, la sexualidad... Nuevos temas que a su vez estimularon la aparición de nuevos métodos y de nuevas preguntas al pasado.

Al revisar el alcance de estos logros, Peter Burke comentaba que, en la última generación, ``el universo de los historiadores se ha expandido a un ritmo vertiginoso''. La marcha conquistadora de la historia en campos hasta entonces ignorados no dejó de sorprender a los mismos historiadores. Casi todos celebraron la tendencia de las historias de la religión, la literatura, las ciencias, la política o del arte hacia una historia total mediante el estudio en profundidad de conceptos globales: lo sagrado, el texto, el código, el poder, el monumento. Otros destacaron la audacia de una disciplina que se atrevía a incorporar temas y sujetos que hasta entonces habían permanecido fuera de su órbita. En fin, los historiadores se mostraron orgullosos por la extraordinaria dilatación de su disciplina y su ventajosa confrontación con las ciencias sociales.

Se trata entonces de una nueva historia que ha modificado los cánones de la historia tradicional. En contraste con la historia que privilegiaba el análisis de las instituciones y de la vida política, la nueva se interesa por casi todos los ámbitos del pasado. Si la historia tradicional tenía por cometido la narración de los acontecimientos, la más reciente se ejercita en el análisis de las estructuras y prefiere la explicación. Mientras la antigua historia se centraba en las hazañas de los grandes hombres y en los acontecimientos espectaculares, la nueva ha recogido la presencia de los sectores populares y se ha explayado en historiar la vida de los marginados y de los ``pueblos sin historia''. Finalmente, frente a las pretensiones de la escuela positivista que ambicionaba contar la historia ``como realmente ocurrió'', las nuevas corrientes de interpretación del pasado asumen un moderado relativismo cultural. En lugar de pretender ser la ``Voz de la Historia'', la nueva historia se define como un conjunto de ``voces diversas y opuestas''.

El lector al que se dirige esta historia es un público académico, pero considerablemente ampliado por el crecimiento ininterrumpido del sistema universitario mundial y por los nuevos sistemas de comunicación masiva y las redes de difusión del conocimiento especializado. Se trata entonces de una historia que se lee simultáneamente en los principales centros científicos e intelectuales del mundo, y que dispone de medios de difusión de una proyección incomparable con respecto a los que había hace tres décadas. En los días que corren, el nombre de los historiadores y su pensamiento no circulan sólo en el ámbito del aula y los libros. Están presentes en las revistas de difusión mundial, en las páginas culturales de los diarios, en los programas de radio, en las pantallas de televisión y en Internet.