La Jornada Semanal, 25 de abril de 1999
Hace unos días leí un grafiti poco afortunado: ``Viva Milosevic'', y recordé uno muy parecido que apareció en las bardas de la ciudad cuando la Guerra del Golfo: ``Crear uno, diez mil Kuwaits.'' Así es el anti-yanqui nacional: no establece diferencias de ningún tipo.
A quien escribió ese apoyo tan emotivo y a los que hoy creen que estar en contra de los bombardeos de la OTAN contra Serbia significa, también, apoyar a Milosevic, quizá les interesaría saber que, en 1991, la ofensiva de Milosevic contra Croacia, Bosnia y Kosovo, fue precedida por la exhibición de una película de los gitanos, partisanos serbios y judíos en el campo de exterminio de Jasenovac del régimen croata y pro-nazi de Ante Pavelic. En una secuencia vergonzosa de lo sucedido en los Balcanes entre 1941 y 1945, vemos cómo un hombre vestido de blanco revisa, por última vez, a los condenados: en el límite de la racionalidad instrumental, verifica si los restos humanos son aún utilizables o merecen morir. Es la Razón del nazismo: la funcionalidad absoluta de los cuerpos aprestados por encima de cualquier consideración moral. La voz en off machaca: ``los ustachis croatas inician el genocidio de Serbia que todavía hoy continúa''. Y, a partir de que se mira lo que sufrieron los serbios hace cincuenta años, uno está más dispuesto a aceptar sus actuales guerras de expansión como una lucha de resistencia contra la opresión. Y ese dispositivo que vincula a los judíos con los serbios es el centro de la llamada ``revolución cultural'' de Milosevic, una verdadera retórica del genocidio en la que los sufrimientos pasados justifican la expansión sobre Croacia, la destrucción de Bosnia y la imposición de un régimen de apartheid, desde 1989, para la mayoría albanesa en Kosovo, exactamente 600 años después de que el Príncipe Lázaro fuera derrotado por los turcos en la batalla de Mirlos. Lo que antecede a todas las decisiones de una Yugoslavia para los serbios no es, pues, un asunto étnico -donde todas las tribus parecen iguales en la bestialidad y uno exclama: ``todos son culpables''- ni cultural -donde la inevitabilidad del conflicto precedería, irreductible, a cualquier detonador-, sino propagandístico. Un uso de la historia futura como compensación a las humillaciones del pasado.
Sin embargo, en la propaganda serbia que ha hecho caer a más de uno en la fácil asimilación del espíritu anti-OTAN a la perorata pro-Milosevic, existe un equívoco moral: homologar el exterminio que los nazis hicieron de los judíos a los diferendos territoriales entre Serbia y las ex repúblicas yugoslavas. Lo que Bruckner llama ``la inteligencia de la indignación'' es, precisamente, lo contrario: conservar la memoria del horror del Holocausto es impedir que retorne la misma forma de abominación, el crimen contra la humanidad como ``ejercicio criminal de la soberanía estatal'', aunque se nos quiera presentar con el rostro de la ``compensación histórica''. La memoria del horror, utilizada como justificación para que los nietos de los perseguidos funden nuevos mataderos, es una forma monstruosa del olvido.
Contra el olvido, acaso deberíamos recordar que no sólo los croatas colaboraron con Hitler: desde antes de la ocupación nazi en Yugoslavia existió un partido serbio fascista, el de Ljotic, que organizó brigadas de exterminio de judíos y gitanos; que en 1941, Milan Nedic formó un gobierno de colaboración con la ocupación nazi que organizó una Gran Exposición Antimasónica denunciatoria del complot judeomasónico-comunista para dominar a los serbios; y que, en agosto de 1942, Harald Turner, el director de administración civil de los nazis en Serbia -el hombre de blanco que se ve en la película de Milosevic- aseguró, orgulloso, que Serbia era el único ``país donde la cuestión gitano-judía ha sido resuelta'', y que se refería a la utilización de las primeras cámaras de gas nazis contra mujeres y niños judíos.
Sin soslayar que, hace cincuenta años, los croatas colaboraron con los nazis en el exterminio de judíos, gitanos y serbios en resistencia, la Serbia de Milosevic ha demostrado, una vez más, que el antisemitismo puede sobrevivir a su objeto de odio. Hoy, los serbios en el poder nos tratan de seducir con la imagen de las víctimas -''Clinton es Hitler'', proclama Milosevic- y no alcanzamos a establecer las diferencias entre exterminar a millones de personas por lo que son (la limpieza étnica) y combatirlas por lo que hacen. Finalmente, como escribió Bruckner, el fascismo ``no sólo consiste en la doctrina de la raza superior sino de la raza superior humillada''. Y en los milosevicistas hay un espíritu que no superó la derrota de 1389 en Kosovo.
Hace seis años, el puente de Mostar fue deliberadamente volado por los serbios en su lucha por derrotar a Herzegovina. El puente, edificado bajo el régimen de Suleiman El Magnífico en 1566, simbolizó para las generaciones de esta ciudad un espacio de intercambio entre los musulmanes bosnios y los croatas, un símbolo del contacto, opuesto a los muros que separan fronteras. Los puentes, defendidos hoy contra los misiles de la OTAN, son el emblema de esa conexión. Los que los protegen, civiles en su mayoría, no demuestran ahí su valentía: sólo despliegan su memoria.