La Jornada Semanal, 25 de abril de 1999
Prístina y última piedra, antología de poesía hispanoamericana presente (editorial Aldus, México, 1999, 572 págs.) de Eduardo Milán (1952) y Ernesto Lumbreras (1966), más que proporcionarnos una imagen diversa de la poesía actual señala, de un modo involuntario y confuso, un estado de inquietud.
Con la desaparición física de los grandes poetas hispanoamericanos del siglo XX, con el hueco que ha dejado la ausencia viva de los fundadores -como Saúl Yurkievich llamó a los grandes poetas de este siglo- parece necesario averiguar qué está ocurriendo hoy en día y ajustar cuentas, más que con el pasado, con el presente cambiante y tratar de descubrir nuevos caminos, si los hay.
Esta inquietud se dejaba sentir de una manera fuerte desde hace varios años, a tal punto que Octavio Paz, en un ensayo clave -``Poesía e historia'', contenido en Sombra de obras (1983)-, al reflexionar sobre la antología, Laurel (1941), y al pensar la encrucijada de la lírica contemporánea, decía... ``un autor que se propusiese hacer hoy una antología del último periodo (1940-1980), con el mismo rigor y con la amplitud de Laurel, tendría que incluir a tres grupos o promociones poéticas. El hecho de que nadie lo haya intentado me asombra y entristece...''. En ese mismo ensayo, Octavio Paz apuntaba: ``No es fácil describir o siquiera enumerar todo aquello que distingue a la poesía escrita entre 1940 y 1980 de la de Laurel. Es demasiado variada y las oposiciones no son menos sino más acusadas que las afinidades. No obstante, me arriesgaré a mencionar una característica que me parece central: la ciudad. No agota todas las diferencias pero es un buen ejemplo de cambio de actitudes...''
Sin poseer la amplitud a la que aludía Octavio Paz, Antología de poesía hispanoamericana, 1915-1980 (1984) de Jorge Rodríguez Padrón, Antología de la poesía hispanoamericana (1985) de Juan Gustavo Cobo Borda, Antología de la poesía hispanoamericana actual (1987) de Julio Ortega y Antología de la poesía hispanoamericana moderna (1993) dirigida por Guillermo Sucre trataban y, en alguna medida, conseguían responder a la inquietud planteada. Sin embargo, haciendo a un lado el detalle no pequeño de que las cuatro antologías excluían a los poetas españoles, la limitadísima muestra de la última promoción con un lenguaje propio (el texto de Ortega atrevía una exploración más arriesgada al incluir poetas nacidos hasta 1951) dejaba mucho que desear en medio de la proliferación de la nueva poesía. Medusario, muestra de poesía latinoamericana (1996) intentaba abordar esta nueva realidad, pero el enfoque militante y prejuiciado no sólo le impedía dar cuenta crítica de la poesía emergente sino hasta de su propio origen y lugar en ese proceso. Norte y sur de la poesía iberoamericana (1997), coordinada por Consuelo Treviño, funciona mejor al proporcionarnos un panorama más abierto en cuanto a la diversidad de estéticas y a la inclusión de la poesía española. Sin embargo, como la organización por países y el ordenamiento cronológico no coinciden en el plano general y excluyen a la poesía peruana y uruguaya, el libro nos ofrece una reunión incompleta de mini-antologías.
Una parte significativa de los poetas nacidos entre 1940 y 1960 ha publicado un número apreciable de títulos y ha logrado constituir un punto de vista que se ha traducido en la creación de un lenguaje reflexivo en dos sentidos: un lenguaje que se dobla sobre sí mismo para reproducirse y crear un espacio verbal autosuficiente y, en contraste, un lenguaje que refleja su más allá: la realidad. En un caso están los usufructarios del cambio realizado por la vanguardia; en otro, los continuadores de lo que la vanguardia negó; y en otro más, los contestatarios tanto de éstos como de aquéllos. En general, los poetas de estas dos o tres generaciones, los que nacieron más o menos a mitad de siglo y que ahora alcanzan la madurez al final y al principio de una fecha estigmatizada -el año 2000-, están en el ángulo opuesto respecto a los poetas que vivieron alrededor de 1900. La desintegración de las ideas de simetría y correspondencia han sido consumadas. Hacer un poema a la ``Armonía'', visible o invisible, como el que escribió Rubén Darío, es inútil sin escribir los contratextos. La rebelión de la vanguardia combatía una visión que no captaba la existencia de un nuevo ritmo simultáneo distinto al inconmovible tiempo cíclico. Ahora, al tiempo periódico de la naturaleza no es necesario oponerle las irregularidades del yo, ya que vivimos en un mundo abstracto y vertiginoso tan aleatorio como el vaivén de la conciencia. La seudoconcreción es nuestro mundo natural y los signos nuestro entorno inmediato. La ciudad nos acompaña a todos lados. Si alguna rebelión está al alcance de nuestra mano, es aquella que reclame no la imagen del mundo sino el mundo mismo.
El problema principal de Prístina y última piedra consiste en desconocer este hecho. Para esta antología todavía seguimos situados en el mismo punto donde se encontraban los poetas que reaccionaron contra el modernismo. Al respecto, Milán sostiene: ``la forma del fragmento se vuelve idónea en nuestro siglo por ser la representación de la idea de un derrumbamiento... del mundo''. Esta sentencia revela una postura tan anacrónica, a pesar del tono inconforme, como la de quienes se sueltan a cantar gorgoritos. Pero de la vanguardia habría que repetir lo que Xavier Villaurrutia, en el prólogo de Laurel, decía del modernismo: ``Cuando el movimiento se pasma en inmovilidad; o, dicho de otro modo, cuando un movimiento poético se convierte en escuela, sobreviene la hora de la desconfianza...'' Es una lástima que esta antología entorpezca la comprensión de todo lo que hay de increíble y desconocido en la poesía escrita en las últimas décadas. La visión vergonzante que consiste en considerar esenciales a los autores que practican el fragmento y secundarios (aunque estén incluidos en la selección) a los que no lo hacen, le impide a esta antología abrir los ojos. Este abochornamiento inconfesado lleva a Prístina y última piedra a la incoherencia.