La salida de Guillermo Jiménez Morales, subsecretario de Gobernación de Asuntos Religiosos, tiene que analizarse con mayor detenimiento y profundidad. No basta advertir que es el quinto funcionario en ese puesto durante este sexenio; tampoco basta manifestar el malestar de Iglesias y actores religiosos hacia una subsecretaría caracterizada por su inestabilidad desde la administración Salinas. A poco menos de siete años de la creación del área de Asuntos Religiosos, ha tenido ocho cabezas diferentes. Con toda razón, los representantes de las diferentes Iglesias se quejan no sólo de los cambios, sino de la ineficacia que éstos conllevan: falta de memoria, proyectos inconclusos, negociaciones truncas, relaciones que permanentemente tienen que restablecerse con la consecuente pérdida de tiempo.
El lector debe comparar tiempos y permanencia de los ministros y funcionarios en las instituciones religiosas, que pueden llegar hasta 30 años. El hecho es que hoy se toma a broma el área de Asuntos Religiosos y perderá toda credibilidad de seguir la tendencia de un representante cada 14 meses.
Hay que ubicar el problema de fondo, y creemos que consiste en que el papel de las Iglesias, incluida la católica, no se comprende ni éstas han sido prioritarias para el gobierno. Quizá el problema se arrastra desde la reforma de 1992, cuando al conflicto histórico entre Estado e Iglesia católica se le dio salida política; así, Salinas les asignó una función de discreto soporte intercambiando legitimidad por reconocimiento, teniendo en el caso católico a Girolamo Prigione como su principal interlocutor.
La administración del presidente Zedillo, en cambio, se ha visto atrapada por el conflicto chiapaneco que ha permeado su relación con las Iglesias, y se ha caracterizado por un manejo hasta visceral. Recordemos las ingenuas maniobras para influir en la sucesión del Arzobispado de México, favoreciendo a monseñor Obeso en la época de Esteban Moctezuma y Andrés Massieu (1995); o el famoso "apercibimiento" retractado en la época de Rodríguez Barrera y Armando López Campa ante una incendiaria homilía del cardenal Rivera, que insinuaba la desobediencia civil (1996); recordar también los deslices teológicos del Presidente en Chiapas contra la "teología de la violencia" y la "pastoral de la hipocresía" (1998). Son tan sólo unos ejemplos de una política incierta, errática y que, al parecer, no cambiará, pues no tiene una concepción elaborada ni sólida de lo que debe ser la relación entre un gobierno laico y un conjunto de Iglesias, porque en realidad no hay voluntad política.
Sin duda, el mayor error del gobierno de Zedillo ha sido el tratamiento a la diócesis de San Cristóbal de las Casas y el encono, primero, hacia Samuel Ruiz y ahora hacia Raúl Vera; el cierre de templos y la expulsión de sacerdotes. Este comportamiento ha desatado preocupación entre organismos de derechos humanos en el mundo y, por supuesto, en el propio Vaticano. Pese a las buenas maneras del Presidente ante la cuarta visita del Papa, su presencia en la inauguración de la Basílica de Ecatepec y del pulido mensaje del nuncio Mullor en la asamblea última de obispos, la relación Iglesia católica y gobierno es incierta.
En otras entregas hemos manifestado que, muy probablemente, la agenda presidencial esté saturada con asuntos de mayor prioridad; quizá también el carácter tecnócrata de los políticos de gabinete impide visualizar la función social, cultural y política de las Iglesias en México. Sin embargo, en este fin de siglo, cuando todo indica mayor apuntalamiento de las creencias, es necesario que el gobierno ofrezca una respuesta y no espere a la precipitación de conflictos para salir del paso. Es decir, se debe dar un lugar a las Iglesias y a las sensibilidades; es necesario conformar de una vez por todas un reglamento de las asociaciones religiosas, que fije reglas claras de juego entre Iglesias y Estado, Iglesias y gobierno, y entre las propias asociaciones religiosas. Se requiere de una subsecretaría más técnica, integrada por conocedores de la materia, y que se erradique la idea de que ese puesto no es más que un consuelo político, porque pareciera que el cargo tiene una cierta maldición, ya que, al dejarlo, ninguno, hasta ahora, ha subido de nivel ni ha ascendido en la estructura política. Todo parece indicar que el cambio de Humberto Lira Mora será más político y coyuntural porque, en los tiempos que se avecinan, como destapes, campañas, procesos electorales y transición política, la Iglesia católica particularmente ha tenido una decidida participación sacando provecho. No obstante, sería importante pensar en el largo plazo y en generar una verdadera política de Estado, rebasando los lugares comunes de la separación y del Estado laico; que efectivamente se garantice no solamente la libertad religiosa, sino la sana convivencia entre Iglesias y percepciones religiosas, en un marco de equidad, tolerancia y pluralidad. Parece que tendremos que esperar más tiempo para que esto pueda ser realidad.