Hermann Bellinghausen
Sin dar tregua

Los empujones, los jaloneos, los atropellos, las insultantes descargas de "pinches viejas estorbosas", y las propias limitaciones que impone la edad no impiden a Rula y Ludmila arriesgarse al Metro en horas de la tarde, cuando es posible que pesquen asiento o alguien se los ceda. De tan viejitas, se hicieron chiquitas. Varas dobladas que aún se sostienen, llena de sonrisas y gestos maliciosos la congregación de arrugas en sus rostros. Las dos juntas hacen un Matusalén.

ųLudmila, agárrate del tubo.

ųYa me agarré.

ųComo con tu reuma te tropiezas...

ųEstoy muy bien, no me tropiezo. Y voy bien agarrada.

Se la pasan todo el tiempo con indirectas de falsa piedad. En un solo día se pelean y contentan varias veces. No se aguantan mucho; tampoco aguantan mucho la una sin la otra. Luego con quién platican.

Como de milagro, casi en vilo, Ludmila es arrastrada por una ráfaga de pasajeros que suben y la depositan ilesa al borde de un asiento que precisamente entonces se desocupa y ella, ni tarda ni perezosa, se sienta y, como justificando su torpeza, sonríe a los pasajeros del lado y el frente y les dice cualquier cosa.

Rula, lentamente, va atrás de la ráfaga. Dama tan breve que pasa por enana, pero picosa, mete codazos y se abre camino hasta los asientos, por debajo de los sobacos, a la altura de las bolsas y las manos que puede ver con delectación de chismosa. Manos ocupadas en sostener el cuerpo viajante, o soportar un bulto, o llevar de la mano al hijo o la pareja, según de quién la mano. Manos intranquilas las suyas, artríticas y chuecas, ya no le gustan, pero cuánto le gustaron. Todavía las lleva a la manicurista del salón, se peine o no se peine.

Dos asientos se desocupan ante ella, y los toma con agitación, risa y risa.

ųLudmila, vente acá.

ųQué quieres ųle contesta aquella al otro lado del fastidio, del pasillo y de la masa de pasajeros colgados del tubo.

ųAquí hay lugar, ya te conseguí asiento.

ųAquí estoy bien, Rula, no lo necesito.

ųAh, Ƒtienes? Bueno, a ver, entonces, que se siente otra persona. A mí no me importa. ƑEstás bien? Si me necesitas, llámame. Me mantendré pendiente.

Como no se ven entre sí, y el Metro rueda lleno de ruidos, Ludmila y Rula se hablan alzando la voz. Hace mucho que dejó de preocuparles que la gente las oiga. Medio sordas además, aunque las dos lo niegan con igual firmeza de consumadas coquetas.

Ludmila mira al techo como diciendo "ay Dios, qué se le va a hacer con esta latosa", y ya no contesta las ofertas de Rula. Se concentra en una mujer que tiene enfrente, mucho más morena que ella, con un niño de ojos decaídos recargado en el regazo.

ųƑQué tiene su niño? ųrápido pregunta Ludmila.

ųUn resfriado fuerte. Tuvo fiebre. No lo dejan la tos ni la ronquera ųresponde la mujer, entre comunicativa y no.

ųEs suyo ųafirma Ludmila.

ųNo, es mi nieto ų replica la mujer.

Ludmila arquea las cejas. Esa gorda no tiene aspecto de abuela. En fin.

ųLe voy a recomendar un remedio. Compre en la farmacia el jarabe de tal, le pone limón, esencia de tal y corteza equis, lo deja en baño maría diez minutos y que se lo da a cucharadas. Daño no hace, y el gasto es poco.

Sin mucho interés, la mujer le da las gracias. Ludmila relame las mieles de haber dado un buen consejo cuando Rula vuelve con sus voces, al arribar a la estación de correspondencia.

ųLudmila, aquí bajamos. No vayas a quedarte. Allí diles a los señores que te ayuden.

ųYa voy. Ya vi. Yo puedo.

Empleando la técnica de la cucaracha, aprovechan los flujos de la muchedumbre y su propia levedad para descender del vagón airosamente.

Como se habían separado, en el andén tienen reencuentro. Ludmila se jacta de haber resuelto su problema a una pobre abuelita que traía un niño, bien malo el angelito, y la señora quedó tan agradecida, vieras.

Rula, irresistiblemente molona, le dice a Ludmila:

ųAnda, camina de allí, no te vaya a venir tu vahído y te vayas a caer. Trae, dame la mano, vámonos a las escaleras.

Ludmila, ya ni ofendida pero haciéndose la que sí, le dice:

ųYa voy, ya voy, cuál es la prisa, puedo sola. Suelta.

Ingrávidas ciruelas pasa, bien peinadas, con aretes y collares falsos y vestidos del mercado sobre ruedas, se alejan por el pasillo. Se van dice y dice cosas, sin dar tregua.