n Lo demás, parafernalia de la mercadotecnia
En el concierto de Kiss, el circo sicótico lo hizo Rammstein
Pablo Espinosa n El hastío es pavorreal que se viste de Kiss en las noches. Miles de fanáticos, disfrazados de iconos, en larga jornada de heavy metal.
šAtásquense, que hay metal!
No fue tal la exclamación del gritante del grupo Beso. Lo que dijo fue, a pulmón abierto: Welcome to the show! Frase la cual, cantada y que es rola-emblema e inicio de su actual disco/tour, Psycho Circus, fue de inmediato recibida, entre el estrépito de los decibeles, por unos 50 mil fanáticos de hueso colorado, cara pintada de blanco y negro, al igual que sus ídolos, con un frenético corear en la muy tradicional mécsican traduction: güelcome tu de shou.
El furor llegaba entonces al delirio cuando apenas estábamos a la mitad de una larga jornada de heavy metal contrastante y complementaria: los nuevos rumbos, la apuesta europea representada, en esta esquina, por el grupo teutón Rammstein y la ya tradicional conjugación de pan y circo, los convencionalismos paroxísticos del género representado, en esta otra, por los gentiles abuelitos gringos Kiss. El-ganadooor-de-esta-pelea-esss: šRrraaamstein!...
La diferencia de ser teutón
Todo empezó a las 19:49, cuando era todavía la luz del día y sobre el escenario del Foro Sol aparecieron Til Lindemann, Paul Landers, Richard Kruspe, Oliver Riedel, Flake Lorenz y Christoph Schneider, los integrantes de este agrupamiento alemán del que han quedado prendados ųrazón la cual las asiste, pues sin prendas los teutones lucen bellosų ellas y prendidos todos por su apuesta irreverente, su potencia decibélica y sus enunciados que son escupitajo en la jeta del mismísimo marketing, tan doble de moral que dice, vía los mercaderes de la música, no espantarse con los desplantes escénicos de estos rockerísimos magisters que le tunden duro y pintiparado a esto del rock enhiesto y duro, porque lo importante, mai frén, es que esté duro y que dure. Y vaya que duró y que nunca estuvo flácido. Todas y todos quedamos satisfechos, listos para un pase al segundo palo, esto lo cual no es sino un término futbolístico, así como un palo de vuelta entera es, en el argot del beis, nada menos que un jonrón. Entonces, todos listos para un pase a gol, al segundo poste, pero antes la repetición de las mejores jugadas del equipo alemán:
La casaca de Til Lindemann está prendida y las llamas no queman las espaldas del gritante que, mugiente, se solaza en las erres con erres cigarros muy a la grosssdeutch ųaunque es mejor la erre prusianaų de la estrofa principal de su primera rola primera: Rrraaammstein, canta el gimiente de Rammstein y un coro amplificado de mugientes recitan/cantan/mugen/gimen las estrofas en alemán, cosa la cual muy chida es, pues ahora los mécsican roquers no tienen necesidad de inscribirse en el Goethe Institut para dizque cantar rock en alemán, aunque en otras materias les vean la cara de juat.
Rrraaan-stáin, prenuncian los posjipitecas y su candor tiene premio: una música hiperchingoncérrima suena desde el escenario y su poderío es apabullante y ya desde el mismísimo inicio de la gesta esto es y será lo mejor de toda la noche, a pesar de que se trata del grupo abridor y su condición de abrelatas consiste, entre otras declinaciones, en que los dueños de la consola central y del balón (los técnicos de Kiss, la estrellita marinera de la noche) no les sueltan todo el volumen ni están prendidas las pantallas gigantescas ni falta que hace, porque la modesta parafernalia escénica de Rammstein es más vasta y honda que la high tech kíssica, pues hete aquí que los teutones tienen algo que los gringos ya quisieran para un domingo: tradición cultural, humanística, de siglos y hete aquí que entonces la presencia escénica de los alemanes es superior: devaneos posglamm, atmósfera snuff, erotismo extremo, la mejor herencia del teatro-cabaret berlinés, alguno que otro guiño posbrechtiano y mucha lumbre.
A la menor provocación, y esto fue constante a lo largo de la jornada entera, algo estallaba, hacía explosión y aparecía el fuego. Además de la casaca en llamas del gritante de Rammstein, hubo fuego a discreción siempre en escena, desde el ya tradicional chisporroteo del esmeril (cosa que ya usaban, en los setenta, los teatristas polacos de STU, verbi gratia) hasta prodigios que dejaban a uno babeando de placer, como el momento en que el gimiente de Rammstein empuña, músculos en todo su esplendor, un arco metálico que expele un par de saetas en cuya punta viajaban dos bengalas carmesí que estallaron en el cielo justo en el momento en que el cielo estaba homéricamente pintado de color naranja y tendía, esa coloratura, a asemejarse a la diosa de los dedos de rosa que glosaba el cronista griego y ciego. En tanto el arco metálico se convertía también en llamas, las bengalas consumidas descendieron sobre nuestras cabezas pendidas de paracaídas en miniatura. Eso, además de escenas tan chingonamente teatrales como el momento en que el guitarrista Kruspe se pone de a perrito y el gritante Lindemann le da por atrasito, todo eso simulado, desde luego, con un pitote de a mentiras, es decir, de plástico, con el que Lindemann mea a placer durante toda la rola, que no deja de gemir, y los meados de mentiras caen sobre la primera fila ocupada por pirruros. Todo eso mientras suena una música de calidad estratosférica.
Cincuenta minutos les bastaron a los Rammstein para llevarse la noche. El resto fue uno de los conciertos más espectaculares que háyanse visto en México: la parafernalia mercadotécnica del grupo Beso en su máxima expresión, todo aquello que productor de conciertos macro pueda soñar, helo aquí desplegado en las dos horas exactas que duró el Circo Sicótico, el Psycho Circus de Kiss con pantallas gigantes que transmiten en tercera dimensión, previa repartición de 50 mil lentes de cartón y mica para apreciar los efectos en pantalla, donde desplegáronse por igual la lengua roja y posturopédica de Simmons que, también enhiesta, la punta de la guitarra de Ace Frehley, la estrella que le parcha el ojo derecho al gritante Paul Stanley, las puntas clitóricas de las baquetas de la bataca del gato Peter Criss y las zapatillas de la abuelita traviesona Gene Simmons. Todo esto en medio del consabido encanto de la música del grupo Beso, que se devanea entre el guitarreo genial, las estrofas pegajosas y la sabia adopción de una divisa como emblema artístico: la esencia rocanrolera, infalible y delirante.
Sobre el escenario todo es llamas, ya en forma de chisporroteo de decibeles, guitarras-bazooka con las cuales los músicos kissianos lanzan grandes bolas de fuego, serpentinas de colores, confetis de fantasía, cohetones, rolas, megatones. Momentos tan espectaculares como para poner los ojos en blanco de los adoradores del Gore: Gene Simmons en big close-up mostrando la lengua roja y luego vomitando litros y litros de sangre catsup, Paul Stanley volando sobre las cabezas del público más de cien metros, Ace Frehley en un solo alucinante de guitarra en tercera dimensión, en homenaje puntual a Stanley Kubrick y su odisea poshomérica: espacial y también el gato bataquista tuvo sus minutos de solista, con un soliloquio superior al que generaciones muy próximas a su bono de antigüedad dictaban como récord anterior, roto por él y por otros roquers: el ya mítico inagadadavida. Todo esto mientras el proscenio queda convertido en una estufa de cuatro quemadores, pues en la estrofa inicial de cada rola hacían explosión cuatro dispositivos colocados estratégica y dinamiteramente.
Hubo escenas que ya son familiares a los fanáticos de Beso (porque hay también beso francés y beso polaco y hay el Beso de Klimt y el de Rodin) que sucedieron en escena, como los riffs como aria de ópera cuando se juntan las tres guitarras kísicas y sus ejecutantes se mueven acompasados como muñequitas y las detonaciones que acompañan a las rolas viejitas que hacen patalear de placer a los cuarentones en igual intensidad que a los adolescentes.
Desfile de disfraces entre el público, los atuendos Kiss, los lances, las desinhibiciones, la pleitesía al grupo icónico por antonomasia (el papel de iconoclasta lo cumplió, en este caso, Rammstein). Una chava en primera fila, de plano, se quitó el brassiere, negro, y lo lanzó a las fauces del gritante Paul Stanley, que correspondióle así a la dama una vez que terminó su rola: šgracias, preciosa! Y luego haciendo mímica con las manos, como apretando turgencias: šbig, big girl!
Estruendo de heavy metal, detonaciones a granel, la noche del sábado 24 de abril queda, entonces, imborrable en los anales sin albur.