Elena Gallegos /I
Pasado y presente de la UNAM
Este mayo del 99 encontrará a la comunidad de la Universidad Nacional Autónoma de México inmersa, otra vez, en la confrontación de los distintos proyectos de universidad.
La reedición del inconcluso debate que se inició en 86 pone de nueva cuenta, frente a frente, a muchos de los viejos antagonistas.
Por lo pronto, y muy lejos aún de que comiencen a perfilarse las salidas, en esta segunda semana de huelga es inevitable observar que el movimiento estudiantil no logra todavía construir un discurso más articulado, y que la Rectoría se empeña en repetir los esquemas del pasado.
Un ejemplo: la estrategia de descalificación de las luchas estudiantiles a través de endilgarles ``intereses oscuros'' o ligas con partidos políticos no es reciente y ha ido de fracaso en fracaso, más allá de los argumentos que se tengan para soportarla. Lo que es aún peor, casi siempre acaba por revertírsele a quien la diseña. Pero en cada nuevo estallido parece haberse perdido en la memoria la experiencia anterior.
Así, en 1929, a raíz del conflicto surgido en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, Emilio Portes Gil buscó desvirtuarlo. En un comunicado emitido el 14 de mayo de ese año, el Presidente acusó: ``... el movimiento de huelga tiene finalidades políticas puesto que reconoce como directores a los señores Alejandro Gómez Arias y Salvador Azuela, prominentes líderes de un partido oposicionista (vasconcelistas), quienes con toda habilidad están abusando de la buena fe de los estudiantes para hacer una labor de agitación en contra del gobierno...''. La huelga terminó con la obtención de una vieja demanda: la autonomía universitaria.
Lo mismo sucedió en 1944, cuando se disputaba la dirección de la Escuela Nacional Preparatoria. Entonces, el rector Brito Foucher culpó a Agustín Yáñez y seguidores de haber solicitado ``la ayuda de personas, fuerzas e intereses ajenos a la universidad''. A finales de ese mismo año, una vez que cayó Foucher, Alfonso Caso retomaría los términos de ``maniobras políticas'' y ``asociaciones semisecretas'' para desvirtuar a los estudiantes que se retiraron del Consejo Constituyente de la UNAM, cuando en la discusión de la Ley Orgánica desapareció el carácter paritario entre alumnos y profesores.
Cuatro años después, y en respuesta al movimiento lidereado por Luis M. Farías y Leopoldo Flores en contra del alza de cuotas, el rector Salvador Zubirán calificó las protestas como alteradoras del orden universitario, provocadas por alumnos desprestigiados, sin escrúpulos, de pésimo aprovechamiento y con el deseo abierto de holgazanear y pervertir la conciencia de todos. Zubirán no logró concluir su periodo.
Y así sucesivamente. Tiempo después, en los distintos movimientos durante el rectorado de Ignacio Chávez, éste no dudó en utilizar el mismo lenguaje para desacreditarlos.
La historia del conflicto que se inició en el 86 para concluir cuatro años después -junio de 1990- con la realización del Congreso General Universitario, repitió el viejo discurso. En incontables ocasiones, el rector Jorge Carpizo habló del ``asedio'' del que era víctima la UNAM por parte de grupos ajenos. Públicamente se refirió a la izquierda, aunque en privado sus cercanos aseguraban que en los sótanos del sistema se estaba fabricando la confrontación.
Temeroso de que el conflicto que acababa de estallar no se extendiera hasta contaminar el proceso que, esperaba (como ocurrió), lo llevaría a la Presidencia, el secretario de Programación, Carlos Salinas, estableció estrechos lazos con el rector.
Las autoridades universitarias creían entonces, a pie juntillas, que las movilizaciones estaban instigadas por Gobernación de Manuel Bartlett, a la sazón también contendiente por la candidatura del PRI, y que sus brazos ejecutores eran Fernando Pérez Correa y el director de Ciencias Políticas, Carlos Sirvent. Esto incidió de manera determinante para que Salinas no regateara apoyos a Carpizo.
``Le abrió la llave de los dineros a la universidad'', recuerda un colaborador del ex rector. En ese periodo en el que México atravesaba por una de las peores crisis económicas y padecía una inflación galopante, y a pesar de la puesta en práctica de políticas tendentes a reducir gradualmente los presupuestos de las universidades públicas, el subsidio federal otorgado a la UNAM no sufrió recortes. Al contrario.
Y si bien en 1986 -el 16 de abril de ese año Carpizo presentó su explosivo proyecto denominado Fortaleza y Debilidades de la UNAM- esa institución recibió un monto ligeramente superior a los 138 mil millones de aquellos pesos, ya en el 87 el subsidio alcanzó la cifra de 284 mil 759 millones.
Ese año llegó a su clímax el movimiento de los jóvenes con la consolidación del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) -organización que se había formalizado apenas el 31 de octubre de 86- y el liderazgo de Imanol Ordorika, Antonio Santos y Carlos Imaz.
En enero, el CEU llevó a las autoridades a un diálogo público -miles y miles de capitalinos lo siguieron por Radio UNAM- que se escenificó en el auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras. Quizás a él se refiera hoy el rector Francisco Barnés, cuando habla de ``circos''. Lo cierto es que dicho diálogo constituyó una experiencia inédita en la vida del país.
A medida que transcurrían los intercambios, lejos de acercarse las posiciones se radicalizaron, las autoridades decidieron retirarse del diálogo y vino la huelga.
En esas primeras semanas del 87 se vivieron los momentos más difíciles. Pero también durante esta etapa Salinas fue un factor clave para evitar que el rector Carpizo hiciera efectiva su renuncia, puesta sobre la mesa cuando, desde el gobierno, se enviaron señales para que la Rectoría suspendiera sus propuestas aprobadas por el Consejo Universitario el 11 y 12 de septiembre del año anterior.
Los puntos más polémicos giraban en torno a la instrumentación de exámenes departamentales, reformas al pase reglamentado -sólo los alumnos que cursaran su bachillerato con 8 de promedio y en tres años tendrían derecho a él-, aumento en las cuotas para estudiantes de posgrado y extranjeros (con cotizaciones en dólares), el establecimiento de aportaciones voluntarias e incrementos en el pago de servicios, entre otros.
En el cálculo hecho entonces decidió no tocarse las cuotas correspondientes al bachillerato y la licenciatura.
En los días del diálogo público y las presiones provenientes de algunos círculos del oficialismo, Carpizo parecía estar entrampado entre las posturas más extremas de la derecha universitaria -``ni un paso atrás'', decían hace trece años como también se dice ahora-, y la convicción de que su proyecto conduciría a la universidad a la excelencia académica y la insertaría en la modernidad. Una vez confesó a un grupo de reporteros que amaba tanto a la universidad, que si para salvarla era necesario que él se arrojara por la ventana de su oficina, ubicada en el sexto piso de la torre de la Rectoría, ``¡gustoso lo haría!''.
Sin embargo, a esas alturas, a Carpizo le resultaba especialmente difícil echarse para atrás luego de mantener durante meses una campaña de desprestigio del movimiento y sus dirigentes, de quienes se llegaron a filtrar, incluso, sus expedientes académicos, en un episodio que nunca fue aclarado del todo.
Y también entonces, la Rectoría recurrió con insistencia a la descalificación por la vía de la identificación de los ``intereses ajenos'' a la comunidad que estaban confluyendo en el movimiento. Primero, habló de ``Convergencia Comunista 7 de enero'', como la ``secta que manipulaba'' a los muchachos. Más tarde, agregó al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y al grupo que editaba la revista Punto Crítico, surgido en el 68. Hacia adentro del movimiento, dichos señalamientos operaban en sentido contrario.
En febrero -la huelga llevaba un par de semanas- y no obstante la resistencia de los sectores duros, aunque terminaron por plegarse, el Consejo Universitario tuvo que suspender las reformas y aceptar la realización de un Congreso General Resolutivo, en el que se daría el debate sobre el proyecto de universidad. En esa ocasión, Antonio Peña le restregó al pleno: ``Que yo sepa, en Harvard no hay congresos universitarios''.
Luego de su fallida reforma, Carpizo anunció que no buscaría la reelección. Su rectoría se había debilitado. Aun así, su amigo Carlos Salinas de Gortari -ya candidato- no lo abandonó, interesado como estaba en que el movimiento no volviera a salírsele a las calles. En 1988, la universidad recibió un jugoso incremento en los recursos que le daba el gobierno federal. Ese año, el subsidio para la UNAM fue de 748 mil 15 millones de pesos.
En el país, los candidatos de los distintos partidos hacían ya su campaña. Un nuevo ingrediente se presentaba en la vida política del país: un grupo de destacados cuadros del PRI había decidido salir de sus filas luego de la cerrazón interna ante los intentos de democratizar las más importantes decisiones de ese partido.
Con otras fuerzas, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo caminaban en la ruta del Frente Democrático Nacional que apoyaba la candidatura del primero. Pronto, amplios sectores del movimiento simpatizaron con el cardenismo. Esto volvió a meter a las autoridades en la lógica del miedo. La invitación para que el candidato Cárdenas fuera a la explanada de Rectoría y presentara ante la comunidad su proyecto de nación, francamente los descompuso.
Tanto, que echaron a andar -por recursos no paraban- una inusual cruzada en los medios para satanizar la visita. Un día y otro y otro, la Rectoría difundía desplegados y boletines en los que diversos segmentos afines externaban su condena a la anunciada presencia del opositor en el campus. El resultado: Cárdenas encabezó en Ciudad Universitaria uno de los más concurridos actos de masas de los que se tenga memoria. Nuevamente, la estrategia producía efectos exactamente contrarios a los que se buscaban.
La organización del congreso se llevó casi tres años. La discusión sobre los distintos proyectos de universidad era la asignatura pendiente.