Jorge Camil
El fin del consenso político

El consenso político que prevaleció hasta la muerte de Luis Donaldo Colosio (un sistema basado en un partido de Estado) se formó en 1929 para poner fin a la era de los caciques, cerrar el proceso de la Revolución Mexicana y establecer las reglas de la sucesión presidencial. Ese fue el compromiso mexicano con una democracia imperfecta que, con el paso del tiempo, habría de ser calificada por Mario Vargas Llosa como la ``dictadura perfecta''. En forma sumamente inteligente, el partido en el poder garantizó el consenso político mediante un espejismo de pluralidad. Acogió en su seno a obreros, campesinos y las llamadas ``organizaciones populares'' (un concepto ambiguo que incluye a todos los demás) y promovió activamente los valores sociales de la Constitución de 1917. El ejido, los derechos obreros, la reivindicación de los recursos naturales, la defensa de la soberanía y las bondades de la economía mixta permitieron una estabilidad política que sobrevivió a la Noche de Tlatelolco, pero sucumbió fatalmente en Lomas Taurinas porque el partido, que era la piedra de toque del sistema, se había convertido en una anquilosada maquinaria electoral al servicio del presidencialismo. A partir de 1970 los presidentes de la República, separados del partido y del pueblo, descenderían a la residencia oficial desde las alturas del poder, en lugar de ascender por el escarpado camino de la política electoral. El partido dejó de ser el único freno y contrapeso del poder presidencial.

Es cierto que la brutal represión de 1968 impidió el rompimiento del consenso político, pero, al mismo tiempo, sentó las bases para la eventual desaparición del modelo posrevolucionario. Después de Tlatelolco, el poder presidencial sería el único sustento del sistema y el ``estilo personal de gobernar'' el programa oficial de gobierno. En esa forma, el consenso político basado en la filosofía social de 1917 y la participación de las organizaciones partidistas (en suma, el Estado corporativista del cardenismo) abrió paso a un nuevo sistema político en donde el presidente es el árbitro supremo de la política nacional. Ganar el oído y el favor presidencial se volvió entonces un pasatiempo nacional. (Así nació lo que Carlos Tello y Rolando Cordera han definido acertadamente como La disputa por la nación.)

Con la rapidez desmañada de una película del cine mudo el presidencialismo desbocado llevó al país del inflacionario desarrollo industrial de la Segunda Guerra Mundial a la rígida disciplina fiscal del desarrollo estabilizador; del fracasado desarrollo compartido de Luis Echeverría a la tímida apertura al exterior, y del mesianismo al populismo. Aún faltaba la huella de Carlos Salinas de Gortari. Con él, emprendimos la engañosa aventura de la globalización montados en un sistema político de principios de siglo. El partido que no pudo ganar las elecciones presidenciales en 1988 había dejado de ser un elemento clave del sistema político nacional y Salinas, amenazado por las claras señales de ruptura, adoptó un New Deal a la mexicana: promovió en el extranjero una falsa apariencia de modernidad, pero llevó más allá del límite tolerable el autoritarismo presidencial.

Los acontecimientos violentos de los últimos años borraron el último vestigio del precario consenso nacional. Demostraron que la clase política ha perdido la capacidad de resolver pacíficamente la sucesión presidencial. Hoy, en vísperas de la elección en el 2000, se cumple en la UNAM el ominoso vaticinio que Luis Echeverría ``consideró un deber'' expresar a Jorge Castañeda a propósito del 68 en La herencia: ``con el resentimiento de la población (y) la abundancia de jóvenes sin porvenir, estos problemas se pueden repetir en México''. A un siglo de la Revolución, los grupos renovadores del antiguo partido oficial afirman estar perdiendo la batalla, y es obvio que el Presidente va a intervenir directamente en la elección del candidato tricolor (la única forma de detener una apertura que pudiese terminar en manos de los auténticos ``emisarios del pasado''). En la oposición, el PRD sufre fracturas provocadas por la ambición personal de algunos dirigentes, y muchos líderes del PAN se resisten a elegir un candidato autodestapado, impredecible y populachero. ¿Cuál será el nuevo consenso político nacional?