Guillermo Almeyra
El gris y sucio caldo racista

En la guerra contra Yugoslavia (y, más indirectamente, contra Rusia y sus competidores capitalistas europeos), Washington y su muñeco parlante y actuante, la OTAN, justifican sus acciones prostituyendo los conceptos de humanitarismo y de democracia. ƑCuál humanitarismo, en efecto, puede haber en el bombardeo contra civiles inermes, que mueren por millares, en las destrucciones que costarán esfuerzos y lágrimas a dos generaciones de yugoslavos (y no a Milosevic), en la barbarie que lleva a destruir puentes, la energía eléctrica, el Museo de Arte Moderno o lo que sea? Herman Goering, un aristócrata alemán decadente y drogado, al menos reconocía el arte, pues lo robaba para disfrutarlo: Clinton es peor, pues une a todo un país --personas, cosas, cultura, historia-- en su ignorancia y su desprecio racista. ƑY qué democracia puede existir cuando se esgrime la idea de la responsabilidad colectiva de todo un pueblo por los actos de sus gobernantes y se pretende convertir al país en un protectorado, ocupándolo con tropas extranjeras agresoras? La idea de Madeleine Albright sobre el hecho de que la única nación "indispensable" es Estados Unidos (o sea, de que todas las demás son dispensables y pueden ser borradas del mapa sin mayor remordimiento) es una idea racista, que corresponde a la de la raza elegida, de Adolfo Hitler.

El resultado es el desprecio total por la ONU, la arrogancia y la prepotencia, los bombardeos y los bloqueos cuándo y cómo cree conveniente la Casa Blanca, como pretexto para los fines imperiales (el caso de los satanes gemelos (Milosevic y Saddam Hussein). Hay que ser voluntariamente ciegos y sordos, como lo son algunos de la ex izquierda renegada, para encontrar que los bombardeos imperialistas son la espada flamígera y regeneradora del Arcángel Gabriel, ese killer del Paraíso.

Por el lado de Slobodan Milosevic y su prensa y televisión la cosa es similar e igualmente repudiable, aunque uno pueda comprender que la desesperación y la impotencia conspiran contra la mesura. La idea de que el gobierno italiano agresor representa al pueblo italiano ya ha llevado a desnudar y golpear, por ejemplo, a la periodista de izquierda Lucia Annunziata y la protesta contra la OTAN ha llevado a calificar a los ciudadanos de esos países de maricones (como si eso fuera un delito racial) y drogadictos. Pero eso es peccata minuta. Lo verdaderamente grave, en cambio, es que el gobierno yugoslavo hace la guerra en nombre de la identidad nacional, e identifica nación y Estado y etnia y nación. Ese racismo excluye en realidad de la nación a las minorías húngara, croata, albanesa, gitana, judía, rumana y tantas otras (en Yugoslavia las minorías representan 40 por ciento de la población), pues la nación sería sólo serbia. Además, excluye el criterio estatal o fronterizo y la ciudadanía para definir a un Estado moderno y lo sustituye por el vago concepto étnico y por la identidad, aceptando así todas las conclusiones de la mundialización capitalista. Esta, en efecto, desdibuja las fronteras nacionales aunque preserve los Estados, crea regionalismos basados en mitos étnico-racistas y macrorregiones que buscan nuevos centralismos con los centros de poder financiero internacionales a costa de los viejos centralismos estatales.

Al mismo tiempo, busca una imposible convergencia y globalización cultural aplastando las identidades. Estas deben ser preservadas, pero esa defensa no puede hacerse excluyendo sino incluyendo otras identidades, para formar identidades multiétnicas y multiculturales, más ricas, más democráticas y, por lo tanto, más resistentes. Dejemos para otro momento definir qué es una nación Pero digamos que es criminal desempolvar los viejos mitos y los viejos odios medioevales como rasgos de identidad en vez recuperar otros mitos y otras bases culturales (la guerra nacional antinazi, la autogestión, la convivencia en tiempos de Tito de todas las Repúblicas en una Federación, la idea misma del federalismo como construcción de un Estado yugoslavo o una Federación balcánica de Estados libres e iguales). Los mismos yugoslavos deben arrojar hoy a la basura esa política y sus propagandistas, pues ella debilita internamente la resistencia de Yugoslavia (muchos no quieren ser ciudadanos de segunda frente a los serbios) y la debilita exteriormente ante los intentos de comprar la complicidad de los vecinos, con dinero y blandiendo el temor a la absurda idea de la amenaza de Belgrado.

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