En otras ocasiones hemos hablado de los barrios que se encuentran en el rumbo oriental del Centro Histórico de la ciudad de México, de añeja tradición. Siempre se han caracterizado por ser barrios bravos: La Merced, San Lázaro, La Soledad, Manzanares y La Palma. De este último vamos a hablar hoy. Los antiguos cronistas como don Lauro Rossell nos platican que en este lugar habitaban los curtidores, empedradores de calles, albañiles, tocineros, cargadores, piperos (los que manejaban las pipas que sacaban las aguas negras de las casas), los matanceros del rastro, los veleros (hacían y vendían velas, oficio importantísimo, pues no había luz eléctrica) y los temibles y afamados ''valentones'' de la Palma, que sembraban el terror entre los habitantes de la capital.
Don Manuel Rivera Cambas platica: ''Nadie se atrevía a pasar por ese barrio al anochecer, so pena de ser asesinado o simplemente despojado de cuanto llevaba, llegando la audacia de estos individuos hasta hacer de las suyas en plena luz del día, por la falta absoluta de policías...'' El tipo característico de ese barrio y sus alrededores era ''el lépero'', a quien Rivera Cambas define como ''bizarro, valiente y perezoso, sufrido a veces y en otras violento y fanático, deseoso de divertirse, pendenciero por carácter, sabe acomodarse a todas las circunstancias y en su desidia goza tanto de la pobreza como de la fortuna''. El cronista lo distingue de los ''leperillos'', que eran los rateros de segunda, que robaban carteras, bolsos y relojes.
Buena parte de todo lo descrito sigue vigente en esa populosa barriada que ahora alberga al inmenso mercado de La Merced, edificado en 1890, que antes de la construcción de la Central de Abasto era el estómago de la ciudad. Sin embargo, continúa siendo uno de los sitios de mayor importancia para la alimentación capitalina. La nave mayor, en sus 400 metros, alberga 3 mil 205 puestos de frutas y legumbres, que constituyen un auténtico festín de sabores, olores y colores. Como pequeña muestra: la sección donde se venden las hojas para cubrir los tamales tanto de maíz como de plátano es un espectáculo: artísticamente colocadas, forman rollos y montañas que, además del placer estético, nos hacen ver en vivo lo tamaleros que somos, al imaginar cuántos miles de ese exquisito manjar de origen prehispánico se hacen cosas esos cientos de toneladas de tiernas hojas.
Esta gran nave, como madre protectora, abriga a sus alrededores la nave menor, con aves y carnes y su anexo de comida, en el que se puede disfrutar un sabroso almuerzo, con la garantía de que todos los productos estarán fresquísimos. Otros vástagos son el pabellón de juguetería popular y artículos típicos; no faltan el de ropa y, desde luego, el de flores, naturales y de papel, y el mexicanísimo de dulces. También se consideran sus parientes, quizás hijos putativos, los mercados de Sonora, con sus decenas de yerberos --que tienen la cura para todo--, animales y el más grande surtido de piñatas y artículos para las fiestas de los infantes, y el de Jamaica, inmenso jardín que ofrece a los mejores precios flores de todo el mundo.
Como todo barrio de prosapia, La Palma tiene su templo que lo bautiza: Santo Tomas la Palma, linda construcción con orígenes en el siglo XVI, en el que surgió como parroquia auxiliar de La Soledad. En el XVIII, como la mayoría de las iglesias, fue remodelada, conservando su estructura original con una sola torre; mantiene el amplio atrio bardeado y en la fachada el primoroso retablo esculpido en piedra, con una hermosa imagen de Cristo crucificado y adosados en las jambas dos nichos con esculturas de santos.
El interior perdió sus altares barrocos de hoja de oro, adornados con ricos estofados, pero subsisten la puerta a la sacristía, bella y finamente labrada en cantera, y un encantador patiecillo rodeado de construcciones dieciochescas, engalanadas con macetas de flores. El cura y sus feligreses muestran su cariño teniéndolo limpio, pintadito y bien cuidado, en marcado contraste con el basurero que lo rodea.