La Jornada Semanal, 2 de mayo de 1999



Juan Villoro

DOMINGO BREVE

Miedo escénico

En su Dramaturgia de Hamburgo, Lessing discute las posibilidades de poner en escena a los fantasmas. ¿Puede un espectro recitar impecables pentámetros desde el más allá y al mismo tiempo infundir el espanto que exige su condición de ánima errabunda? Está ahí para asustar y decir mensajes significativos: el pánico debe pactar con la elocuencia.

Esta situación es conocida por los actores, aunque no encarnen al padre de Hamlet. El miedo puede convertir al parlamento más simple en un tartamudo horror. Bajo las ardientes luces de las diablas, se espera que cada gesto surja con la natural deliberación del azar, y que las vacilaciones, los carraspeos, la mano exasperada que rasca la barbilla contribuyan en forma calculada a provocar una ilusión de verdad. En esta zona de alto control, quien tiene nervios auténticos debe buscar la salida de emergencia.

Sin embargo, no basta superar el miedo para actuar bien; la presencia de ánimo templa el carácter, pero también fomenta la vil desvergüenza: cuando Cata Sánchez desempeñó el papel de Libertad de Expresión en una pieza tan simbólica como olvidada, y se convulsionó al grito de ``tengo sed de mí'', no sólo sus familiares sintieron que le habría venido bien un poco de pánico escénico. Extrovertirse en público puede ser una licencia para variados panchos actorales o para abusos de los directores que no deben ser sancionados por la crítica sino por Amnistía Internacional.

En el teatro, el temor es el más eficaz recurso inhibitorio, una amenaza que proviene de ``afuera'', de las miradas voraces que juzgan la obra. Como los fantasmas que tanto interesaron la imaginación de Lessing, los actores regulan sus emociones para devolverle al público su propio miedo. ¿Qué ocurre cuando termina la obra y la gente es liberada rumbo a la Ciudad de México? Ante todo, hay una inversión del pavor; al contrario de lo que ocurre en un recinto deliberadamente teatral, en las calles el miedo es un prolífico generador de escenas.

En el DF, capital del despojo y la ignominia, no hay trámite que no pase por la desconfianza, malentendido que no devenga afrenta. El temor nos articula en una dramaturgia que suponemos protectora. Hace poco, supe de una persona que sufrió un secuestro y se negó a recibir terapia con este argumento: ``no quiero perder el miedo porque el miedo me protege''. Sobrevivir significa estar atento a posibles representaciones de la violencia, al tipo de gabán azul que lleva demasiado tiempo afuera de tu casa, al taxi sospechosamente detenido, a punto de arrancar rumbo a una ruta criminal, al hombre de peluquín, oloroso a loción, que entra al cajero automático y se queda inmóvil, como si esperara que el aire acondicionado succionara su fragancia, al peatón que se aproxima con un pretexto absurdo en una ciudad de rezagados: pedir la hora a todos los que solicitan algo, transpiran, desvían los ojos, tienen tics. En un sitio donde cada ademán parece embaucador, la paranoia es la forma elemental de entendimiento. ``¡No se raje a que le diga su horrenda fortuna!'', grita un tahúr furibundo en la plaza de Coyoacán. No hace falta detenerse ante su negra sombrilla: la ciudad entera es un oráculo del espanto.

Las estadísticas son un renovado Apocalipsis de San Juan, las evidencias con que el mayor cronista de la ciudad, Carlos Monsiváis, imagina profecías: ``Y en aquel día postrero, a todos los habitantes de la Ciudad de México los asaltaron al mismo tiempo, y los propios facinerosos fueron víctimas de atracos, y los hampones no se llevaban restos del naufragio porque otros delincuentes se les habían adelantado, y antes de ellos acudieron los primeros ladrones que de cualquier manera llegaron tarde.''

Si toda urbe tiene una forma de representarse a sí misma, México DF es un vasto escenario dramatizado por el miedo. La mejor forma de sobrellevar esta tensión consiste en fingir que no sucede en serio, en vivificar la agonía como una variante del relajo. Según conviene a la lógica del carnaval, el montaje urbano genera fiestas donde la muerte se sublima en una exaltación del instante. Las risotadas, los chistes, los disfraces conviven con las balaceras. El drama auténtico (el virtuosismo manual para desbaratar autos, los cuerpos pecho tierra bajo una lluvia de cristales, la gente que camina de prisa para no lucir asaltable por falta de destino) alterna con la actuación como forma apenas superior de la mendicidad (los escupefuego, los niños con máscaras de Carlos Salinas, las pirámides humanas, los mimos que imitan a los limpiavidrios, los recitadores, los músicos del Metro). En este teatro accidental, la protesta es una acabada variante del performance: los enfermos se sacan sangre afuera de sus hospitales, las prostitutas se visten como calaveras de Posada, los barrenderos practican el full-monty en el Congreso, Superbarrio arrastra por el Zócalo una bolsa inconmensurable con el aguinaldo del último regente.

Al abigarrado festival del DF lo que le sobran son escenas. Después de recorrer la ciudad y sus acosos, ¿tiene sentido ir al teatro-teatro? Por supuesto que sí, porque la gestualidad dispersa en las calles no cristaliza en símbolos que la trasciendan -esa segunda realidad que perdura como teatro más allá de su modelo original-, pero las energías de los ciudadanos y su reserva dramática se encuentran agotadas. En el repleto Distrito Federal, los foros están vacíos.

La tragedia nació con la ciudad y creció con ella hasta llegar a una improbable encrucijada: la urbe como representación pánica, en el doble sentido del término. Cercado por una poderosa dramaturgia, el teatro sobrevive como exigua catacumba; es el espacio rebelde, enemigo de la época, donde el miedo no debe sentirse.