Es la nuestra la época prevista por
Musil, en la cual el ser
no es más que ``un delirio de muchos''
y la relación entre los hombres
está constituida por la ``disociación''.
Claudio Magris: Itaca y más allá.
Során nació en las marismas y pasó la infancia con los pies metidos en el agua salada, como flamingo, primero siguiendo en la faena a sus padres, después, desde muy pronto, ejecutando la faena él mismo. Cuando había nubes, la marisma las acaparaba todas y llovía, pero cuando no, que era lo frecuente, el sol era lo único en aquella inmensidad sin sombra de aguas estancadas y saurios lentos.
En La Maza, pueblucho de pescadores y larveros la ropa se reducía al mínimo por necesidad del clima. Las mujeres resolvían el asunto con fosforescencia y creatividad, pero los hombres lo reducían al short o al calzón. Eso crea un desapego al vestuario y los uniformes.
Las circunstancias de su origen determinaron dos cosas de Során: el color intenso de su piel y esa calma de agua espesa con que enfrenta las urgencias.
Siempre les ha parecido demasiado prieto y corriente a los patrones y jefes, y peor aún a los capataces, que suelen sublimar las náuseas y prejuicios del amo.
Al principio no le interesaba ir a la ciudad para estudiar. Fue su padre, analfabeta recolector de larvas, quien insistió. Során aceptó a la fuerza.
La primaria se le hizo fácil. Iba cerca. Era metódico, no conocía la pereza, para él hacer algo era cosa de ponerse a hacerlo. Pero tardó en entender el sentido del estudio. Vio que todos estudiaban porque había que hacerlo, como ir a misa, pagar los precios, frenar en rojo, algún día casarse y trabajar el resto.
La discriminación por ser pobre y prieto le había parecido dentro del orden natural del mundo, hasta que conoció el desprecio.
Iba a terminar tercero. Un suplente de la secundaria oficial, con fama de pederasta, y una pandilla de hijos de los políticos locales en esa parte del estado, y que también tenían fama, pero de desgraciados, y trataban al suplente como su payaso, arrinconaron a Során a la salida, en el baño.
Során nunca fue dejado con ellos, ni con nadie, pero las dejaba pasar, y tenía mejores notas sin corromper a la institución. Los Carlitos (así les decían en la escuela) la traían con él. Hasta el momento no habían podido con el larverito, que hasta en el básquet se los bailaba.
Se defendió como gato hasta que lo amarraron. Le quitaron la ropa, le untaron grasa de carro y lo cubrieron con periódicos y papel cagado. El suplente quiso meterle mano y hasta otra cosa, pero Során, amarrado, se le prendió de dientes en las corvas. El suplente aulló, lo pateó y le escupió. El sabor a sangre del otro le dio tal asco a Során que vomitó los zapatos y los pantalones del agresor.
La pandilla de caciques (esos también se forman en las escuelas) humilló al suplente en vez de auxiliarlo, riendo y picándole las nalgas con una escoba.
El otro corrió, cojeando, ensuciándose el pañuelo de sangre. Lloraba.
Olvidando al empapelado, los caciquitos se fueron. Során quedó aovillado en el piso. Esperó, inmóvil, toda la tarde. Anochecía cuando por fin intentó desatarse, y lo consiguió en cinco minutos. Se quitó lo que pudo del pegote, no encontró su ropa pero sí un overol del intendente y una llave de agua, de la cual bebió en grandes cantidades.
Trepó los muros del patio de recreo y oculto en la penumbra caminó hasta casa del tío Arcadio, con quien vivía. Y no le contó a nadie. Ya parece.