Ecocidio añejo
Jalil Saab H.
Tendemos a considerar el problema de la contaminación y deterioro ambiental de la ciudad de México como algo novedoso: un fenómeno que surge hace 30 o 40 años. Pero no es así. Desde hace siglos se han oído, no escuchado, voces al respecto.
A 40 años de la caída de la Gran Tenochtitlán, el conquistador Bernal Díaz del Castillo recordaba con tristeza cómo se había acabado, sin dejar huella, la flora y la fauna de las riberas del lago. Otros empezaron a hablar de la creciente aridez y de que varios islotes, como el Peñón de los Baños, estaban ya unidos a tierra firme. Para la edificación de la nueva ciudad europea se cegaron afanosamente los canales y acequias. El suelo de la isla, evidentemente, no era el más adecuado para la construcción de grandes edificios, y así tenemos que los conventos de Santo Domingo y San Agustín se hundían inexorablemente desde su construcción inicial, dado que su cimentación estaba hecha en terreno pantanoso rellenado de cascajo. Las grandes construcciones coloniales necesitaron de abundantes pilotes. Solamente para la casa de Cortés se utilizaron 7 mil vigas de cedro. Alejandro von Humboldt (1808) se sorprendió de la curiosa manía que tenían los españoles de derribar cuanto árbol diera sombra en la ciudad, aparentemente con el fin de asemejar en lo posible las nuevas ciudades de la colonia a las de su semiárida Castilla. Por algún atavismo consideraban "malsana" la proximidad con grandes árboles. La marquesa Calderón de la Barca, décadas después, en sus cartas sobre México, confirma esta extraña costumbre hispano-mexicana de derribar los árboles más frondosos. Sólo en las costas se apreciaba adecuadamente la refrescante sombra de los árboles centenarios.
El alemán castellanizado Enrico Martínez, primer ingeniero responsable del drenaje de la ciudad, advertía alarmado que la constante deforestación y el pastoreo desmedido desgastaba el aluvión de las laderas. La erosión era implacable y las tolvaneras se hicieron recurrentes. Arrastrados por las lluvias, los lodos azolvaban los lagos, reduciendo su capacidad y trastornando el sistema hidráulico de la cuenca. Al perderse la cubierta vegetal que absorbía y retenía el agua pluvial, los abundantes manantiales existentes de la cuenca de México empezaron a secarse. Paradójicamente, las inundaciones se hicieron más frecuentes. Para solucionar el problema se recurrió al desagüe y al relleno para elevar el nivel del suelo. En 1604 y 1607 hubo graves inundaciones que obligaron a reparar calzadas y, con especial atención, el dique prehispánico construido por Nezahualcóyotl que separaba el lago de Texcoco, de agua salobre, del de Chalco, que contenía agua dulce de suprema calidad (1.0009 Kg/l de densidad, según Humboldt). En busca de una solución definitiva al problema de las inundaciones se iniciaron los trabajos para construir el canal de Huehuetoca, o corte de Nochistongo, que drenara al norteño lago de Zumpango, interceptando las aguas con el río de Cuautitlán y virtiendo las mismas en el río Tula, para terminar su recorrido en el Golfo de México. No obstante, la catástrofe se presentó en 1629. Las lluvias, de una intensidad y duración sin precedentes, provocaron la peor inundación en la historia de la ciudad, cobrando millares de muertos y heridos. Sólo un pequeño montículo cerca de La Catedral quedó libre de las aguas y fue el refugio de innumerables perros aterrorizados. Este lugar recibió, lógicamente, el nombre de "la isla de los perros", y se encontraba justamente donde, en nuestros días, se hicieron las excavaciones arqueológicas para descubrir la Coyolxauhqui y el Templo Mayor. šLa Gran Inundación duró nueve años! Usando terminología moderna y oficial, éste fue el más grande "encharcamiento" sufrido por la ciudad de México. Se requirieron 100 años para que la ciudad pudiera recuperarse.
Llaman la atención, por su actualidad, los debates y propuestas presentados por la Sociedad de Historia Natural para la solución de un grave problema que, en 1882, consideraban impostergable: la biorremediación del deterioro ecológico de la cuenca de México, cuyo objetivo central era "obtener una vegetación permanente, y en tal abundancia, que contribuya al saneamiento del Valle", para lo cual se obtuvieron, como resultado de su estudio, datos sobre la cantidad de partículas suspendidas en el aire, el nivel de contaminación por heces fecales del lago de Texcoco, los daños provocados por la fábrica de gas aledaña al lago y la necesidad de una política global de protección y conservación de la amplia biodiversidad del Valle de México. La sociedad languideció después de un breve impulso gubernamental porfirista y, para 1903, sus actividades se redujeron al mínimo, ante el abandono oficial.
Finalmente, tras 46 años de esfuerzos, y dadas las circunstancias de sorprendente fecunda actividad, esta ejemplar institución cerró sus puertas en 1914. El espíritu de la Sociedad Mexicana de Historia Natural nos es sintetizado en palabras de José María Velasco: "Es grato encontrarse entre personas que, con toda buena fe, se agrupan para estudiar y comunicarse mutuamente los avances de las ciencias naturales, y sin esperar recompensa alguna a tan difíciles estudios".
Ochenta y cinco años después el deterioro ambiental se incrementa y el estudio de la ciencias naturales en México recibe migajas presupuestales.
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