La vida puede ser horrible, pero mientras haya una esperanza de cambio, será siempre hermosa; será siempre un reto que bien vale la pena afrontar. En estos momentos, la vida en México no es precisamente una delicia, salvo para los fumadores del opio neoliberal. Para la mayoría, es más bien un calvario cada vez menos soportable. Ya casi sólo falta la crucifixión: la pérdida de la esperanza misma.
Viene a cuento este breviario filosófico-mamila, porque la UNAM está cerca de ser crucificada, pese (o debido) a que todavía es la mayor fábrica de esperanzas en México. Todos los días, y generación tras generación, ahí se fabrica la esperanza de millones de personas, en mil cosas. Entre otras: la esperanza en una vida profesional, más o menos trascendente; la esperanza en dejar de ser hombres-vegetales o mujeres-objeto; la esperanza en salir de la pobreza y el subdesarrollo; y, en fin, la esperanza en ser arquitectos y partícipes de un México mejor.
También viene a cuento, porque al parejo está por extinguirse la mayor escuela de esperanzas a lo largo de nuestra historia: la escuela de la resistencia indígena. Y como dirían los gobernantes modernos, ahí está el know-how, el saber profundo para que funcione la fábrica de esperanzas. Cada vez que se desmantela un municipio autónomo, lo que se destruye es una fuente de enseñanzas inigualables acerca de cómo resistir para mantener la esperanza. Cada vez que es asesinado un indígena, se merma esa valiosísima plantilla de profesores, de por sí mermada por los estragos del racismo.
Lo único bueno de todo ello, es que por fin sale a la luz la perversidad toda del neoliberalismo o, por lo menos, del neoliberalismo a la mexicana. Iluminado por la diosa Eficiencia y cansado de tantas (?) negociaciones, el staff gobernante en México ahora parece volcarse a la demolición de las dos últimas líneas de resistencia profunda y concreta: los universitarios tipo UNAM (fabricantes por excelencia de la esperanza) y los indígenas de bravura zapatista (sostén histórico de la fábrica).
Si el staff gobernante triunfa en esa aventura, logrará la muerte de la esperanza en un cambio que corrija la ruta neoliberal. Logrará la deflación al menos de las macro-luchas, como dirían ellos en aprovechamiento de su educación tecnocrática. Logrará la plena mercantilización del país, incluyendo un ``estado de derecho'' regido por la ley de la venta-al-mejor-postor. Y, por supuesto, logrará nuevos apapachos (desde financiamientos interminables hasta una eficaz protección personal, tipo Salinas) de quien siempre resulta ser el mejor postor, y cuyos headquarters se localizan en Estados Unidos (por algo en las universidades distintas a la UNAM predomina el enfoque matriz-filial, muy junto al de costo-beneficio).
Sin embargo, como lo enseñamos y aprendemos en la UNAM, el conocimiento de las cosas no tiene mayor sentido si no se aplica a la solución de los problemas. Hoy, el mayor problema de México es la guerra. Una guerra todavía no muy sangrienta, pero tan letal como expansiva. Una guerra que se orienta hacia algo peor que el exterminio de la población indígena y la cancelación de derechos elementales de toda la ciudadanía. Es una guerra contra la esperanza. Y está ya tan avanzada, que ahora centra sus baterías contra las fuentes últimas de esa esperanza: la UNAM, cuna del pensamiento crítico y a la vez utópico; y el zapatismo, movimiento que más revive hoy los mejores sueños de México.
Conocido el fondo de la guerra neoliberal contra las últimas resistencias, lo que sigue es volcarse a su solución. Porque muerta la esperanza de cambio, ya sólo restaría hacer un inventario de penas y arrepentimientos. Obviamente, la solución de esa guerra no avanzará con nuevas embestidas como la que hoy sufre la UNAM so pretexto de las cuotas estudiantiles, ni con nuevas escaladas militaristas como la que se registra en Chiapas tras la consulta zapatista del pasado 21 de marzo.
Cualquier principio de solución más bien pasa por el sendero del diálogo. Tan es así que todas las autoridades, federales y universitarias, dicen querer el diálogo. Ya sólo falta lo principal: que tanto en Chiapas como en la UNAM se desarrolle un diálogo verdadero. No un diálogo estéril y tramposo como el de San Andrés, sino un diálogo honesto y fructífero. Necesariamente, entonces, un diálogo de cara a la nación y con el futuro de México en el centro.