n El cuerpo aludido, muestra en el Museo Nacional de las Artes
Identidades y diferencias de la anatomía expuestas en imágenes
n Cien mil personas, con edad promedio de 30 años, han admirado las 200 obras y objetos de arte
Renato Ravelo n El cuerpo, ese territorio minado de identidades y diferencias, flota y cae en el Museo Nacional de Arte, en la exposición El cuerpo aludido. Anatomías y construcciones. México, siglos XVI-XX. Cien mil personas han asistido a esta propuesta que reúne alrededor de 200 obras de arte y objetos culturales, a fin de ponerlos a dialogar atemporales, temáticos, caprichosamente intensos.
El capricho es, en realidad, una apuesta conceptual, producto de la reflexión que durante dos años realizó un equipo de investigadores del arte, encabezado por Karen Cordero Reiman, quien estuvo a cargo de la curaduría.
Cuando se llega al Museo Nacional de Arte, cuatro maniquíes de madera sugieren dos cuerpos femeninos y dos masculinos. En los sitios del cerebro, ojos, corazón, pechos, nalgas, espalda y ombligo hay puertitas de madera con mensajes alusivos: "A veces me dan ganas de llorar, pero las suple el mar", dicen unos ojos. Se trata del gancho que acerca al visitante al imponente edificio que fuera de Telégrafos, una forma humorosa de romper el hielo que rodea el imaginario del arte.
Cierto brillo en la mirada es común: la curiosidad. El dato es clave. Aparentemente abundan los estudiantes, que se aferran a las fichas técnicas para ordenar eso que escapa a sus miradas educadas en la simplicidad de cuerpo es igual a belleza y juventud. Sin embargo, el promedio de edades de uno de los controles indica que los 30 años es la media.
La exposición, tal y como lo propone la curaduría ųaunque las primeras categorías se mezclan espacialmenteų, tiene ocho partes: De la levedad del ser, En busca del cuerpo perfecto, El cuerpo de carne y hueso, El cuerpo y sus semejantes, El cuerpo erótico, El cuerpo doliente, El cuerpo fragmentado y Del espejo.
Al pasar por la primera sala, un primer espejo en el piso, que da el vértigo de la elevación, apura también el paso de las visitantes con falda. Karen Cordero atina a explicar que justamente una de las primeras nociones corporales es la gravedad. El niño que nace, agrega, renuncia justamente a flotar en el líquido maternal y adquiere un peso.
El recuerdo del vacío pleno es ilustrado, por ejemplo, con el autorretrato de Miguel Morales volando; con la pintura de Rebora sobre un gimnasta; con la de Emilio Baz de la suicida que se lanza de un edificio, pero sobre todo con esa idea de que el cuerpo sin piso adquiere una gracia, como en la obra de Alonso López de Herrera, de la Resurrección, o la de Carmen Mariscal. Fácilmente entendible resulta el hecho de la levedad como equivalente a la divinidad, que humanidad es condena a pesar, y a penar.
Una mujer otoño, con arrugas en el cuello, mira atenta el cuadro de Soriano, del desnudo que titula San Jerónimo. Al pasar por las fotos de Marco A. Pacheco, de un enano desnudo, frunció el ceño, pero ahora está molesta por el ruido de las risas adolescentes que han descubierto el lugar de la sala donde flota, peligrosa, la musicalidad obscena de la palabra verga.
Es la sala del cuerpo erótico. Los muchachos de entrada son sorprendidos por un video de la serie Antigua, de Gerardo Suter, en el que dos cuerpos evolucionan ensayos de abrazos. Al darse la vuelta, la imagen de la mujer que recibe, con los brazos detrás de la cabeza, la penetración de su hombre, mientras éste detiene lo que parece ser un mundo que los aplasta, abruma a los uniformados. Es la pintura de Daniel Lezama Brown La conquista de la ciencia, y es una especie de catapulta para avanzar por esa sala.
Los estudiantes entran con naturalidad, aunque poco a poco se sonrojan, luego salen y regresan acompañados como quien se mete a una lluvia fría por juego, con temor y cierto placer: son las obras del desnudo masculino que pintó Roberto Montenegro, la de La Domadora, de Julio Ruelas, la imagen comprometida del Taller de Documentación Visual, en la cual un Cristo con sida se abraza frágil al diablo.
María Félix aparece en fragmentos de su película La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947), en la que un escultor la copia, en mármol. El adolescente de brazos flacos, pero tatuados, la admira en ese triunfo generacional que ciertas bellezas logran. Su compañera trae, haciendo juego con su pelo rosa, una chamarra negra y opta por la escena de amor entre Gonzalo Vega y Roberto Cobos en El lugar sin límites.
La muestra estalla en opciones, el orden sugerido por la curaduría no es deductivo ni consecuente. Las imágenes de los obreros desnudos de la minera en Pachuca, que captó Pedro Valtierra, compiten con las de una mujer que trastoca el concepto del anuncio de Wonderbra, de Moy Volcovich, en el plano de la imagen de interés inmediato; El lagarto y la tortuga, de Toledo, consistente en la toma de una foto de sus genitales con caparazones, compiten a su vez con los desnudos captados por Weston, Alvarez Bravo y Lourdes Almeida. Competencia, eso sí, en el sentido de interés. Se competen entre sí, pues.
Por tercera vez un hombre del promedio de edad de los visitantes observa María Rojo llega de visita a la cárcel. La celadora le indica que debe quitarse la ropa. Se pone un guante y con el dedo empieza una revisión que termina en masturbación. La tensión erótica se alcanza en la cámara con el rostro de María que se desencaja y con la imagen del vientre de su amante mientras se mueve, aplicado, y el tatuaje de una mujer que tiene pintado sobre el miembro completa un triángulo. También se proyectan fragmentos de Santa Sangre, de Jodorowsky, que sería en sí motivo de un ensayo sobre la mutilación corporal, pero el joven adulto contemporáneo prefiere la escena de El apando.
A unos metros de él se oye un lamento. Forma parte de la muestra esa grabación. La gente que pasa por ahí acerca el oído y se estremece un poco, es el cuerpo doliente, previo al cuerpo mutilado que en la obra de Silvia Gruner en lo general, y en la instalación con base en una cola de cabello en particular, generan un radio intenso y dramático.
De ahí se supone que uno sale a la última propuesta, la más dura de librar: verse uno multiplicado en muchos espejos. Pero invariablemente esa curiosidad, dato básico inicial, regresa en forma de llama trémula.
Alguno de los objetos: ƑSerá la instalación de Yolanda Paulsen, que remite al asunto del hombre como sustancia terrenal? ƑO acaso la imagen de Santo Tomás introduciendo la mano en una herida, sólo por comprobar que el cuerpo es la coartada de la fe? Se ha quedado con la tranquilidad del espíritu, y hay que regresar por ella.