La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999



Samuel Beckett

cuento

Una tarde

Por alguna extraña circunstancia, este texto de Beckett ha quedado fuera de las recopilaciones que en español se han hecho de sus relatos. En el texto una voz, como siempre en el autor, corrige y alienta la narración y, algo muy curioso, no obstante los terribles hechos que refiere, esa voz piensa, en ciertos momentos, como un pintor que teoriza sobre los colores del cuadro que pinta.

Se le encontró tumbado en el suelo. Nadie lo había echado de menos. Nadie lo andaba buscando. Una vieja lo halló. Por decirlo vagamente. Esto sucedió hace mucho tiempo. Ella erraba a la búsqueda de flores salvajes. Sólo amarillas. Sin ojos para otra cosa tropezó con él que yacía ahí. Estaba bocabajo y con los brazos extendidos. Llevaba un abrigo a pesar de la estación del año. Escondida por el cuerpo una larga hilera de botones todos abrochados. Botones de todas las formas y tamaños. Los faldones levantados habían barrido el suelo. Eso parece funcionar. Cerca de la cabeza descansaba en el suelo un sombrero torcido. Sobre el ala y la copa a la vez. El yacía indiscernible enfundado en el abrigo verdoso. Echando un ojo desde lejos ahí sólo había la cabeza blanca. ¿Lo había visto ella antes en algún lugar? ¿En algún lugar y de pie? No tan de prisa. Ella iba toda de negro. El dobladillo de su larga falda negra se arrastró en el pasto. El día estaba por terminar. Si ella ahora se moviera hacia el este su sombra iría por delante. Una larga y negra sombra. Era época de borregadas. Pero no había borregos. Ella no podía ver ninguno. De modo que si por casualidad un tercero pasara por ahí ellos serían los únicos cuerpos que vería. Primero el de la vieja de pie. Luego arrastrándose más cerca eso tendido en el suelo. Eso parece funcionar. Los campos desiertos. La vieja inmóvil toda de negro. El cuerpo inmóvil en el suelo. Amarillo en el extremo del brazo negro. El pelo blanco en el pasto. El este hundiéndose en la noche. No tan de prisa. El clima. El cielo nublado todo el día hasta la noche. Al oeste-nor-oeste cerca del límite el sol ya se había puesto al fin. ¿Lluvia? Unas cuantas gotas si se quiere. Unas cuantas gotas en la mañana si se quiere. En presente para concluir. Esto sucedió hace mucho tiempo. Encerrada todo el día en casa ella sale con el sol. Lo hace de prisa para alcanzar los campos. Sorprendida de no haber visto a nadie en el camino vagabundea febrilmente a la búsqueda de flores salvajes. Febrilmente viendo la inminencia de la noche. Observa con sorpresa la ausencia de rebaños de borregos aquí en esta época del año. Viste el negro que tomó al enviudar de joven. Para cambiarlas en la tumba es que vagabundea a la búsqueda de las flores que él amaba. Si no fuera por la necesidad de amarillo en el extremo del brazo negro no habría ninguna. Hay algunas sin embargo tan pocas como sea posible. Esta es su tercera sorpresa desde que salió de casa. Porque esas flores crecen en abundancia aquí en esta época del año. Su sombra vieja amiga la fastidia. La molesta tanto que se vuelve hacia el sol. Alcanza alguna flor en los caminos aledaños a su amplio recorrido. Anhela que el ocaso termine para vagar libremente otra vez en el largo atardecer. Más lejano a su pena el familiar susurro de su larga y negra falda en el pasto. Se mueve con los ojos medio cerrados como si fuera arrastrada hacia el resplandor. Podría decirse a sí misma que hay demasiada extrañeza para una sola tarde de marzo o abril. Nadie por ninguna parte. Ni un solo borrego. Escasamente una flor. La sombra y el molesto susurro. Y para coronarlo todo el sobresalto al chocar su pie contra un cuerpo. Azar. Nadie lo había echado de menos. Nadie lo andaba buscando. Ahora tocándose el negro y el verde de las ropas. Cerca de la cabeza blanca el amarillo de las pocas flores arrancadas. El viejo rostro iluminado por el sol. Tableau vivant si se quiere. A su manera. Todo queda en silencio de ahora en adelante. Tanto que ella no puede moverse. Finalmente el sol desaparece y con él toda sombra. Toda sombra aquí. Lento desvanecimiento del crepúsculo. Noche sin luna ni estrellas. Todo eso parecer funcionar. Pero no más de este asunto.

Traducción: Humberto Rivas

Ilustración: Mauricio Gómez-Morín