La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999
La incoherencia de Prístina y última piedra, antología de poesía hispanoamericana presente (Aldus, México, 1999, 572 pp.) de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras reside en los siguientes aspectos: 1) La relación entre el prólogo y la lista de autores es, en el mejor de los casos, confusa y, en el peor, malintencionada. La lectura cuidadosa de dicho prólogo y la comparación de éste con aquélla revela que el criterio de la antología considera ``centrales'' a los autores que utilizan como forma de escritura al fragmento y ``marginales'' a los que no la usan. Al respecto, Milán sostiene: ``Simplificando: la narratividad en poesía ocuparía un costado marginal ante la posición canónica del fragmento, considerado como piedra de toque del repertorio formal de la vanguardia.'' En el embrollado lenguaje de Milán, esta antología parece estar diciéndonos: miren a los poetas que sí entendieron cuál es el meollo de la poesía contemporánea y miren, de este otro lado, a los que no entendieron.
2) En lo que toca al primer capítulo de la selección, ``Vestíbulo gradual'', el índice de los poetas ``viejos'' incluidos (Carlos Martínez Rivas, Juan Gelman, Rafael Cadenas, Héctor Viel Temperley, Hugo Gola, Gerardo Deniz y José Carlos Becerra) es incomprensible. No hay manera de entender por qué están ellos y por qué faltan Blanca Varela, Jaime Sabines, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn, Roberto Juarroz, Alvaro Mutis, Eduardo Lizalde, Heberto Padilla, Oscar Hahn, Gabriel Zaid, Alejandra Pizarnik, Ulalume González de León, Severo Sarduy, Eugenio Montejo, Hugo Gutiérrez Vega, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. Para excluirlos, de un modo crítico, habría que dar una razón. Por ejemplo decir: los autores seleccionados practican el fragmento; pero el problema es que en la antología hay varios autores que no usan esta forma. En una selección de los autores de esa promoción podría estar Martínez Rivas y, con mayor razón, Juan Gelman, pero no es posible sostener, por contraste, la presencia de Hugo Gola y la ausencia, por ejemplo, de Pizarnik, Zaid o Montejo. La composición de esta primera parte no tiene nada de gradual. Hubiera sido más exacto, y más claro para el lector, llamarla ``Vestíbulo arbitrario''.
3) La ausencia de Severo Sarduy no sólo es injustificada sino absurda. Desde la perspectiva de esta antología incluirlo debería haber sido la oportunidad de colocar las cosas en su sitio. Sarduy no sólo es un teórico del neobarroco y el poeta de composiciones muy originales que geometrizan el espacio, sino que además es, precisamente, el autor de Big Bang (1974), un libro clave para entender la idea de fragmentación en la poesía latinoamericana.
4) La organización de la antología en los capítulos ``Prístina piedra'' y ``Ultima piedra'' no tiene pies ni cabeza, tanto desde el punto de vista estético como desde el punto de vista cronológico. ¿Cómo pueden convivir en el capítulo dos, ``Prístina piedra'', un poeta como Perlongher y otro como Francisco Hernández? El primero es un autor demoledor y paródico en donde el yo se disemina: el segundo, en cambio, es constructivo, hondo, casi solemne en donde el yo con minúsculas, menudo, convive con el yo enorme de los héroes de la música y de la poesía romántica. Lo mismo podemos decir si comparamos a José Luis Rivas y a Eduardo Espina. La semejanza entre uno y otro es casi imposible. Rivas es un poeta narrativo que utiliza de una manera positiva y limitada el simultaneísmo; por el contrario, Espina lleva este recurso a la composición caótica y a una irracionalidad difícil de seguir, a veces inalcanzable. Por otro lado, que el segundo capítulo termine con un joven y el tercero comience con otro joven no crea un orden; más bien enreda las cosas.
5) Uno podría pensar que el segundo capítulo trata de mostrarnos a los poetas más significativos y, por tanto, aquellos que están más cercanos a la estética del fragmento. Pero no es así. Cuando cotejamos los capítulos dos y tres, descubrimos que Mirko Lauer, Roberto Echaverren, Marosa de Giorgio y Gloria Gervitz, que deberían estar en la segunda parte, ``Prístina piedra'', están en la tercera, ``òltima piedra'', conviviendo junto con Antonio Cisneros, Elsa Cross, Vicente Quirarte o Juan Gustavo Cobo Borda. Estos últimos manejan registros muy distintos con respecto a los primeros, desde las formas de ``fachada'' clásica hasta el coloquialismo realista, pasando por un místico lirismo abstracto.
6) La inclusión de los poetas que nacieron después de 1960 es muy discutible. Ninguno de ellos ha escrito un poema con un lenguaje propio como ``Contranatura'' (1970), ``Tierra nativa'' (1982), o ``Malambres'' (1989). A propósito del esfuerzo que representó escribir Libertad bajo palabra (1949), José Emilio Pacheco señaló hace poco: ``Pedro Henríquez Ureña pensaba que no hay Mozarts en poesía. Se requiere de una larguísima práctica para empezar a escribir de verdad poemas.'' Por otra parte, la antología deja de lado, en lo que toca a México, a Luis Ignacio Helguera, a Josué Ramírez, y a Samuel Noyola.
7) Ante el hecho inexplicable de la presencia de un buen número de autores ``nuevos'' y ``jóvenes'' con obras inconsistentes, el lector no puede dejar de preguntarse por qué no están incluidos, en primer lugar, Tamara Kamenszain, Antonio Deltoro, José Watanabe, Daniel Friedemberg, Miguel Angel Zapata o Manuel Ulacia (sobre este último Milán escribió notas muy elogiosas); y en segundo lugar, en una perspectiva más abierta, Enrique Verástegui, Blanca Strepponi o Marco Antonio Campos.
8) Por último, el texto que aparece como epílogo, ``Oráculo y tensión'', es una perla: le gana en oscuridad y en lenguaje pretensioso al prólogo. Lumbreras logra frases de campeonato como la que sigue: ``Desenterrando una atribulada virtualidad de porvenir, estos y otros libros exponen una trayectoria discursiva de extrarradio, dominadora de una focalidad periférica.''
Hace varios años, Eduardo Milán despertó una expectativa: la posibilidad de escuchar una voz distinta con la fuerza para desarrollar un discurso crítico radical y, al mismo tiempo, omnicomprensivo. Milán no ha cumplido con esta esperanza. Las intuiciones crípticas, pero prometedoras de sus primeros textos, han sido sustituidas por una seudofilosofía literaria, una cháchara ``teórica'', obsesionada con repetirnos hasta la exasperación que los hermanos Campos y Decio Pignatari han realizado una gran aportación y que de ninguna manera podemos olvidar el acontecimiento representado por la vanguardia.
Dilucidar los caminos de la poesía actual implica apoyarse en las clarificaciones del pasado más o menos inmediato, la vanguardia, pero también buscar en otras dimensiones a veces más lejanas -por ejemplo, en la poesía de los trovadores- y a veces menos prestigiosas -por qué no las versiones marginales del romanticismo (por ejemplo el griego). Sería bueno para Milán comprender que nadie, con un mínimo de inteligencia, intenta considerar a la poesía del siglo XX ``al margen de los repertorios del vanguardismo histórico''. Si se percata de este hecho, quizá pueda razonar de manera más clara y entender aventuras estéticas de poetas tan originales y vanguardistas como Severo Sarduy o Gabriel Zaid.