La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999



John Reed

crónica

Belgrado bajo los cañones

El ruido de nuestro carruaje resonaba en el silencioso Belgrado. La hierba crecía en la calle, abandonada desde hacía seis meses. Los cañones habían enmudecido totalmente. Los rayos del sol, cálido y resplandeciente, se reflejaban en los blancos muros de las casas y un suave viento levantaba torbellinos de polvo blanco en la calzada sin pavimentar; era difícil imaginar que la artillería pesada austriaca nos dominaba y que, en cualquier momento, podía bombardear la ciudad, como lo había hecho docenas de veces. Los efectos de sus disparos eran visibles por todas partes. En medio de la calle, se abrían profundos agujeros de cinco metros de diámetro. Un obús había destrozado el tejado del Colegio Militar y, explotando en el interior, había hecho añicos los cristales de todas las ventanas; bajo el tiro concentrado de los gruesos cañones, se había hundido la pared oeste del Ministerio de Guerra; la legación de Italia había sido despanzurrada, convertida en un coladero por los estallidos de shrapnels y su despedazada bandera colgaba de un asta roto. Casas sin puertas, con techos que habían caído sobre la acera, dejaban ver marcos de ventana, sin ningún vidrio, que colgaban inútilmente fuera de su sitio. A lo largo del sinuoso paseo, que es la arteria principal de Belgrado y la única pavimentada, los daños eran todavía peores. Unos obuses habían atravesado el techo del Palacio Real y devastado el interior. En el momento en que pasábamos por delante, un pavo real, sucio de barro, que anteriormente formaba parte del ornamento del jardín real, emitía agudos chillidos, desde una ventana, mientras que, abajo en la acera, un grupo de risueños soldados se divertían imitándolo. Nada o casi nada había escapado a ese martilleo intensivo -casas, almacenes, cuadras, hoteles, restaurantes, tiendas y edificios públicos- y también se veían las ruinas, aún recientes, del último bombardeo de hacía apenas diez días. Un inmueble de oficinas de cinco plantas, cuyas dos superiores habían sido barridas por un obús de 30.5 cm, exhibía una habitación cortada en dos, con una cama de hierro suspendida peligrosamente en el aire y una pared, con papel pintado de flores y decorada con cuadros, que la deflagración había dejado milagrosamente intacta. La Universidad de Belgrado no era ya más que una absoluta masa de ruinas. Los austriacos habían hecho de ella su blanco preferido, puesto que había sido el foco de la propaganda panserbia: fue entre sus estudiantes que se formó la sociedad secreta cuyos miembros mataron al archiduque Francisco Fernando.

Encontramos a un oficial que había pertenecido a esa sociedad, un compañero de curso del homicida. -Sí -nos dijo-, el Gobierno estaba al corriente. Intentaba desanimarnos, pero no pudo hacer nada. Evidentemente, el Gobierno no aprobaba nuestra propaganda -Sonrió guiñando el ojo-. Pero, ¿cómo podía impedirla? Nuestra Constitución garantiza la libertad de reunión y de asociación... ¡Somos un país libre!

Johnson permanecía impávido ante el desastre.

-Durante años, nos hemos ahogado y fastidiado en aquel viejo edificio -explicó-. Pero la Universidad era demasiado pobre para construir uno nuevo. En el tratado de paz, exigiremos que se nos entregue una universidad alemana, con bibliotecas, laboratorios y todo el resto. Ellos tienen muchas, nosotros no tenemos más que una. No hemos decidido aún si pediremos Heidelberg o Bonn...

Los habitantes comenzaban a volver ya a la ciudad que habían abandonado seis meses antes, cuando los primeros bombardeos. Cada tarde, al anochecer, las calles estaban más frecuentadas. Algunas tiendas abrían tímidamente y restaurantes y cafés en los que el verdadero belgradés pasa todo su tiempo bebiendo cerveza y viendo pasar a las gentes elegantes. Johnson lanzó un raudal de comentarios sobre las personas que estaban sentadas en las mesas o que mataban el tiempo en la calle.

-¿Ven a ese hombre pequeño de gafas que adopta un aire importante? Es el señor R..., es muy ambicioso y se considera un gran hombre. Es el director de un periódico insignificante que se llama La Dépche, y ha seguido publicándose diariamente bajo el bombardeo: ahora, él se toma por un gran héroe. Pero todo Belgrado canta una pequeña canción sobre él: ``Un obús austriaco llegaba volando./ Decía: `Voy a destruir Belgrado, la Ciudad Blanca',/ Pero cuando vio que iba a caer sobre R.../ se pellizcó la nariz gritando: `¡Uf!'/ ¡Y tomó otra dirección!''

En una esquina de la calle, un hombre grueso y mugriento, que tenía el aspecto de un político judío, peroraba en medio de un grupo de personas.

-Es S..., el director del Mail Journal. Son tres hermanos, de los cuales uno se jacta de ser ciclista. Este hombre y el otro hermano fundaron un pequeño periódico que financiaban haciendo chantaje a personas importantes. Eran terriblemente pobres. Nadie pagaba. Así, empezaron a publicar, cada día durante dos semanas, una foto del corredor ciclista con las piernas al descubierto, los brazos desnudos y el pecho cubierto de medallas, ¡esperando que alguna heredera, cargada de millones de dinares, se enamorara de su soberbio físico y quisiera casarse con él!

Visitamos la antigua ciudadela turca que corona el abrupto promontorio que domina la confluencia del Sava y del Danubio. Allí estaban emplazados los cañones serbios y el fuego de los austriacos la había golpeado a fondo: no quedaba ni un solo edificio que no hubiera sido literalmente machacado. Las calles y los espacios al descubierto estaban repletos de cráteres excavados por los gruesos obuses. Todos los árboles habían sido cercenados. Nos arrastramos sobre el vientre, entre dos muros hundidos, hasta el borde del despeñadero que domina el río.

-No se hagan notar -nos recomendó el capitán que nos había tomado a cargo-. En cuanto ven algo que se mueve, los swabo nos envían un obús.

Desde lo alto del acantilado, la vista era magnífica: las aguas del crecido Danubio bajaban fangosas, las islas inundadas no dejaban aparecer más que la cúspide de sus árboles y las grandes llanuras de Hungría estaban sumergidas en un mar amarillo que se extendía hasta el horizonte. A unos tres kilómetros, al otro lado del Sava, la ciudad austriaca de Semlin dormía bajo el radiante sol. Era sobre esa colina baja, al Sudoeste, que estaba instalada la temible e invisible artillería enemiga. Y, más allá, en la misma dirección, siguiendo los meandros del Sava hasta todo lo lejos que la vista podía distinguir, se recortaban sobre el pálido cielo las montañas azules de Bosnia. Casi directamente debajo de nosotros, yacía el puente destruido del ferrocarril internacional que enlazaba Constantinopla con Europa occidental y, de forma impresionante, sus arcadas de acero hundían sus enormes pilares en la turbia y amarillenta agua. Río arriba, se extendía el islote semisumergido de Ciganlija, en el que la vanguardia serbia, enterrada en las trincheras, contenía al enemigo que se encontraba en otra isla, a menos de cuatrocientos metros de distancia. El capitán señaló varios puntos negros sobre el Danubio, algunos kilómetros más allá de Semlin.

-Son los monitores (barcos de guerra fluviales) austriacos -dijo-. Y ese barco bajo y negro, muy cerca de la ribera, hacia el Este, es la cañonera inglesa. La pasada noche remontó, sin ser vista, el río y torpedeó a un monitor austriaco. Desde entonces esperamos, de un momento a otro, que la ciudad sea bombardeada. Habitualmente, los austriacos se vengan sobre Belgrado.

Pero pasó el día y el enemigo no se manifestó, salvo una vez, cuando un avión francés sobrevoló el Sava. Un shrapnel blanco explotó justo por encima de nuestras cabezas y, aunque después el biplano desapareció hacia el Este, a kilómetros de allá, los cañones continuaron disparando.

-Han comprendido la lección -dijo Johnson con un aire de suficiencia-. La última vez que bombardearon Belgrado, los cañones de la Marina inglesa, francesa y rusa, cuya presencia aún no conocían, les replicaron. Bombardeamos Semlin y silenciamos a dos baterías austriacas.