La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999
Desde que los teléfonos dejaron de ser negros, la vida de Maribel se volvió un desastre. Qué confiables eran los antiguos aparatos, de honesta estridencia y peso granítico. Sólo las divas de Hollywood usaban teléfonos blancos, con un cable de veinte metros, no para platicar mientras recorrían su mansión (aquellas diosas no salían de su cama redonda) sino para enrollarlo morosamente entre los dedos.
Maribel tiene amigos que oyen su voz en la grabadora y no contestan, aunque estén ahí, entregados al vicio de filtrar llamadas como a una nueva droga. Su aparato es una baratija extraliviana, color jamón de Virginia, muy a tono con su perpetua crisis de telecomunicaciones. Hace unos días despertó con la noticia de que México tenía un satélite averiado. El Solidaridad I orbitaba la Tierra, en el silencio del espacio exterior, incapaz de transmitir señales a las computadoras y las terminales telefónicas. ``Sólo faltaba eso, que me perjudicara un satélite.'' Pensó en los recados urgentes que aguardaba. No dio con ninguno y esto confirmó sus preocupaciones: las sorpresas no se anuncian. ¿Funcionaría su bíper? Hizo diez llamadas al respecto y diez voces perfectamente adiestradas en la indiferencia le dijeron que no se preocupara. ``¿Le falta algún mensaje?'', preguntó la última secretaria con cierta sorna, como si la considerara una vil solitaria. ``No'', dijo Maribel, y se sintió una tonta, y volvió a fumar. ¿Cómo quejarse de las frases que se ignoran y sin embargo deberían estar ahí?
Su bíper le comunicó una cita de limpieza facial, un escueto reproche de su madre y una narcótica junta de trabajo. Tal vez lo mejor se había perdido por culpa del Solidaridad I. ¿Cuántas palabras sueltas atravesarían el cielo? Seguramente los satélites mexicanos funcionaban como el resto del país; imaginó celdas fotoeléctricas atadas por esos alambritos forrados de plástico que cierran las bolsas de pan. Sólo faltaba que aquella cápsula de las llamadas pendientes explotara en la estratosfera y cayera sobre la Colonia del Valle en una lluvia de metales fundidos.
Esa tarde, la radio vino en ayuda de sus obsesiones: su locutora favorita contó una alegoría del bíper. Entusiasmada por ver a Kiss en primera fila, la locutora se despojó de una prenda digna de pasar al Salón de la Fama del Rock: su brasier de la suerte. Acto seguido, lo lanzó al estrado. Sólo entonces recordó que en el brasier iba su bíper. Este rapto fue una iluminación para Maribel, un perfecto satori. Nada más lógico que llevar un bíper sujeto en el brasier, nada más emblemático que esa prenda íntima rendida con todo y la esperanza de recibir mensajes.
Al día siguiente supo que los teléfonos celulares iniciaban el programa ``el que llama paga''. ¿Serían capaces sus amigos, de por sí faltos de iniciativa, de valorarla en más de dos pesos el minuto? Obviamente hubiera llevado una vida más tranquila sin las plurales expectativas del correo electrónico, el teléfono inalámbrico, el celular y el bíper. Pero si así se sentía aislada, ¿qué sería de ella en un mundo donde muy de tanto en tanto escuchara el silbato del cartero y acaso una vez en la vida las batientes alas de una paloma mensajera?
Hay que aceptar los hechos: hasta las monjas de clausura tienen celular. El problema no es de tecnología sino de oralidad. Maribel tuvo el mal tino de divorciarse durante la guerra santa de Telmex, AT&T y Avantel. En una etapa en la que nadie se acordaba de ella tan seguido como merecía, las únicas personas verdaderamente ansiosas de llegar a sus oídos eran los propagandistas de las compañías en discordia:
-¿Está usted satisfecha con su servicio telefónico?
-No: detesto la calidad de las personas que me hablan. ¿No pueden reparar a la gente al otro lado de la línea?
En una de esas revistas que cada abril reinventan la vinagreta o la ubicación del punto G, Maribel leyó que una persona que recibe de veinte a treinta llamadas al día califica como ``muy sociable''. Para mantener una buena balanza entre el interés y el afecto, la revista recomendaba que 65% de las llamadas fueran de trabajo y 35% personales. Ella hizo su estadística y no quedó tan mal: 28 llamadas en un día, que redujo a 26 cuando una amiga le habló horrores del fraude electoral en Guerrero (eliminó de la lista al hombre que preguntó si ahí era Don Queso y a la mujer que produjo un jadeo inclasificable). Maribel era ``muy sociable'' pero el tipo de la tintorería le hablaba con más afecto que Carlos, capaz de telefonearle mientras consultaba Internet por su otra línea. ¿Era posible seguir con un novio que la compartía con la red? Los protocolos sentimentales de fin de milenio pasaban por el teléfono: David la decepcionó por sus llamadas de aeropuerto (le decía que la adoraba y le encantaría estar con ella, ¡lástima que ya tenía pase de abordar!); Güicho la estafó con una llamada desde la cárcel (le pareció un detallazo que él la escogiera para su único mensaje hasta que le tuvo que pagar el abogado); tronó con Manfred cuando él compró un aparato que le permitía tener llamadas en lista de espera: ``te voy a poner on hold'', le dijo a media conversación. ¿Había humillación superior a aguardar ante una voz prioritaria?
En la noche, una mujer se asoma al cielo sin estrellas de la ciudad y observa un repentino resplandor: el satélite vuelve a funcionar o avisa que caerá a la Tierra. Maribel cierra los ojos, respira hondo y cruza los dedos.