n ...de cómo los náufragos, como los atunes, vuelven a la vida bajo la luz de agosto en el Mediterráneo... n
n Manuel Vicent n
El cuerpo de Ulises Adsuara apareció flotando en la bahía un domingo de agosto a las dos de la tarde cuando la playa estaba llena de gente. Las olas, que en ese momento eran suaves, lo fueron sacando a tierra boca arriba desde alta mar y al principio sólo era un punto oscuro que se divisaba más allá del rompiente del segundo espigón, por eso muchos bañistas lo confundían con un palangre o un madero, pero después su forma se fue concretando y finalmente comenzó a flotar con los brazos abiertos entre la multitud que chapoteaba en la orilla.
Nadie habría reparado en aquel cuerpo si hubiera ido en traje de baño ya que la suavidad de su vaivén era parecida a la de esos nadadores que se hacen el muerto, pero en este caso se trataba de alguien que nadaba vestido con esmoquin, pantalón gris a rayas, fajín, camisa blanca, corbata de lazo y zapatos de charol. También llevaba una flor silvestre en el ojal que el oleaje no había logrado arrancar. Hubo un momento en que su mano crispada rozó el costado de una chica cuando ya el ahogado venía flotando entre los bañistas más alejados de la orilla y el reproche que la chica le lanzó de repente se convirtió en un grito el pánico que alertó a cuantos estaban alrededor y que enseguida se multiplicó en unas voces de auxilio o de terror cuando finalmente la gente se dio cuenta de que estaba nadando junto a un muerto.
Acudió muy pronto la zodiac del equipo de socorristas alertado por los gritos que se iban sucediendo hasta la playa. Ulises Adsuara fue cargado, en la lancha y aunque parecía evidente que se trataba de un ahogado con muchas horas de navegación, el equipo de socorro hizo por él todo lo establecido en las normas de salvamento. Primero se intentó reanimarlo con la respiración artificial, con un masaje cardíaco, con todos los ejercicios que vienen en el manual de la resurrección; un salvador muy bragado le dio varios besos de tornillo con que trató de devolverle el alma; después en la playa se le puso cabeza abajo para que arrojara el agua que llevaba dentro y finalmente fue depositado en la arena ardiente vestido como un novio y mientras llegaba la ambulancia el náufrago quedó a pleno sol con las pupilas dilatadas a disposición del turismo, que no siempre halla un suceso de esta índole para matar el tedio del verano.
Aunque se trataba de un vecino de Circea, pequeña ciudad de 20,000 habitantes donde todo el mundo se conocía, en el primer momento nadie pensó en aquel Ulises Adsuara, que fue famoso en los bares del puerto. El naufragio apenas le había alterado el rostro, aunque sí el cuerpo, pero en este caso había un elemento realmente insólito: resulta que Ulises Adsuara ya había muerto ahogado otro verano, hacía diez años. Entre los curiosos que ahora rodeaban su cadáver el guardia civil jubilado Diego Molledo, también vecino de esta población marinera, fue el primero en advertir que aquel náufrago no era desconocido. Cuando la ambulancia se llevó el fiambre hacia la ciudad el guardia civil volvió a sentarse en el chiringuito y no paró de darle vueltas a la cabeza mientras se tomaba unas cañas. No lograba dar con el nombre del ahogado hasta que su señora le pidió al camarero otra ración de patatas fritas y una mojama de atún. Eso le abrió de golpe la memoria. ƑPatatas fritas, has dicho? ƑMojama de atún? Aquel náufrago se parecía muchísimo a Ulises Adsuara, cayó de pronto en la cuenta Diego Molledo, guardia civil jubilado, pero enseguida desechó esa posibilidad. El era comandante del puesto cuando hace años, lo recordaba muy bien, a Ulises Adsuara se le dio por ahogado en esta misma playa, un domingo de agosto como éste. Su rostro no había cambiado demasiado. Aunque hubiera jurado que se trataba de la misma persona, en Circea todo el mundo daba por supuesto que Ulises Adsuara había zozobrado en su barca aquel verano, de modo que el guardia aceptó que estaba sufriendo una alucinación. Sólo unos pocos sabían que Ulises le había pedido a su mujer patatas fritas para comer ese día. A cambio él había jurado que le traería el primer atún de la temporada. Mientras Ulises naufragaba Martina estaba friendo aquel domingo aciago esas patatas que tanto gustaban a su marido, redondas, crujientes, ahogadas en el aceite de oliva que había comprado durante la excursión por el alto valle de la Alcudiana. Ese dato fue objeto de comentario en la investigación, por eso ahora había abierto la memoria del guardia civil jubilado.
Cuando llegó la ambulancia al puesto de la Cruz Roja del Mar también allí se produjo el natural revuelo de curiosos. Todos los veranos se ahoga algún bañista en esta playa pero la gente no acaba de acostumbrarse a este tributo que el Mediterráneo se cobra en especie a cambio de tanta felicidad como proporciona. Los socorristas sacaron la camilla y antes de que fuera introducido en el ambulatorio el cadáver pasó descubierto por delante de la parada de taxis que había en la puerta. Uno de los taxistas, Vicente Lambert, viéndolo sólo de refilón, dijo que aquel muerto era Ulises Adsuara, marido que fue de su prima Martina. Es más, lo afirmó de forma rotunda. Pero enseguida otro taxista le rebatió:
ųƑEl profesor Ulises? šCómo dices eso! Ulises ya murió una vez.
ųNo importa.
ųMurió también ahogado.
ųSe lo tragaría el mar o quien tuviera más hambre, pero su cuerpo no ha aparecido todavía.
ųƑY crees que un náufrago va a llegar a tierra después de diez años o más?
ųNo importa. Ese ahogado es Ulises. Yo tengo buen ojo para los muertos ųaseguró su pariente lejano, Vicente Lambert.
El cadáver quedó tumbado en una mesa apropiada, cubierto con un paño, en aquel puesto de socorro a la espera de que llegara el juez, quien, como es lógico, siendo un domingo de agosto, había hecho todo lo posible para que no lo molestara nadie. Allí se personó un policía municipal, nuevo en la plaza, que primero husmeó el fiambre, luego le registró el traje y del bolsillo interior del esmoquin le sacó un pasaporte empapado, hasta el punto que la tinta corrida hacía difícil leer el nombre del propietario y su filiación. En cambio la fotografía plastificada estaba en perfecto estado y correspondía a los rasgos del muerto que en ese momento aún tenía los ojos azules muy abiertos y usaba la misma barba recortada que no era de aventurero. Después de descifrar con paciencia cada una de las letras, el policía concluyó que la documentación pertenecía a Andreas Mistakis, natural de Corfú; de edad incierta, puesto que la fecha de nacimiento no se leía bien, aunque por la calidad de su dentadura parecía tener cuarenta años bien cumplidos.