Si le fuera posible, la clase media mexicana reconstruiría el mundo entero a imagen y semejanza de sus fantasías. Como esa reforma planetaria no está, por lo pronto, a su alcance, se ha conformado con el más modesto destino de hacer y deshacer a la UNAM al gusto y capricho de sucesivas modas burocráticas y políticas. Hoy se trata de cobrar cuotas. Las cúspides y las disidencias se preparan para la nueva madre de todas las batallas. Veamos los puntos de vista.
Para el rector de la UNAM, y para quienes han ocupado cargos en la universidad en las últimas dos décadas, cobrar cuotas tiene la mayor importancia. Desde luego que les interesa el aumento al presupuesto universitario: es que ellos ejercen; pero el argumento de fondo es otro. Los estudiantes, afirman, serán mejores y más responsables cuando paguen. Es un argumento muy débil. Pagar impuestos no hace mejores ciudadanos. No son los honorarios médicos, sino los medicamentos, los que hacen sanar a los enfermos. El alza en las tarifas telefónicas puede provocar que se use menos el teléfono, pero no garantiza que las conversaciones sean inteligentes. El alza en las tarifas de la UNAM volverá más difícil la inscripción de numerosos estudiantes, pero no los hará mejores estudiantes. Eso se debe a que el dinero es un símbolo, y no la materialización milagrosa del valor. También se debe a que la educación no puede convertirse en mercancía mas que cuantificando sus resultados, y eso difícilmente aumenta su valor intelectual. Los colegas que hoy están a favor de las cuotas lo pagarán en el futuro respondiendo nuevos y más complejos cuestionarios para el SIN, el PRIDE y demás agencias certificadoras.
Los estudiantes afirman que no debe haber cuotas. Sus motivos son de la misma especie que los del rector. Son de principio, y sus principios son solamente uno, el mismo desde hace años: que la educación debe ser gratuita. Pero, ¿se tratará realmente de un principio? La educación superior debe estar al alcance de todos los mexicanos que aspiren a ella. La gratuidad de la UNAM ayuda a esa equidad, pero poco. Que ésta cobre veinte centavos al año la hace más accesible que la Anáhuac; pero eso no disminuye el porcentaje de deserciones (son los más pobres quienes desertan), no resuelve las diferencias de formación entre los estudiantes, no impide que los profesores prefieran a los de su propia clase social: no garantiza la equidad.
La izquierda universitaria va a pagar un precio muy alto por su incapacidad para imaginar un proyecto académico de masas. En los doce años que corren desde el CEU, sucesivas generaciones de estudiantes hemos luchado para que todo mexicano tenga derecho a una boleta de inscripción en la UNAM. Pero el derecho a realizar un trámite es un logro modesto. De poco sirve que los desheredados estén inscritos en la UNAM, hace falta que ésta les ofrezca algo más que esa existencia administrativa. Una izquierda que sólo propone el derecho universal a los trámites no es radical, no es revolucionaria, y sí está cerca del peor populismo demagógico.
Esos son los dos puntos de vista que hoy se enfrentan con poca imaginación, poca responsabilidad y pocos deseos de diálogo. Los que quisiéramos que este problema desangelado se resolviera de alguna manera razonable tenemos pocas esperanzas. Todo parece indicar que los estudiantes más radicales van a encaminarse mansamente hacia la emboscada de la huelga.
También parece que los funcionarios están demasiado entusiasmados liberándose de los jóvenes que, ellos aseguran, tienen oprimidos y sojuzgados a los adultos en la universidad.
Muchos académicos preferiríamos que intentaran algo mejor que esa lucha generacional hacia abajo. Después de todo, si la huelga va a costar tantos millones al día como aseguran, ¿cuántos años de cuotas se van a necesitar para recuperar lo perdido?
* Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras