Mientras siglo y milenio se acercan a su conclusión, hay dos cosas que deben angustiar a cualquiera que pretenda vivir el presente con un mínimo de lucidez. La primera es la mezcla abrumadora de problemas mundiales de nuevo tipo que se aproxima, sin que dispongamos aún ni de las ideas ni, mucho menos, de los instrumentos para hacerle frente. La segunda es la inquietante persistencia de ideologías envejecidas que permiten a sus portadores conservar una segura autoestimación, no obstante sus fracasos en el pasado, sus impotencias en el presente y la indecente masa de prejuicios, más o menos bienintencionados, que dejan sembrados en el planeta para el futuro.
Estoy lejos de suponer que la verdad esté escondida e impoluta en algún lado. Pero el ideólogo es precisamente eso: el individuo que la verdad la encontró, que ya no tiene nada que aprender del mundo, que convierte a la realidad en una arquitectura justificadora de sus certezas, que tiene más capacidad para execrar que para entender y que se pasea por la vida distribuyendo absoluciones y condenas. Debatir, entender, cuestionarse, ya no es necesario; es suficiente denunciar desde lo alto de una moralidad que no necesita renovarse habiendo encontrado la armonía eterna de la justa causa. Un poeta italiano, Franco Fortini, hablaba hace años de aquellos que convierten una luz de verdad en la más preciosa justificación de las propias sombras. Cuando eso ocurre, la realidad deja de doler y ya sólo alimenta ritos cansados de reprobación del mundo, que persiste en no entender la belleza de alguna utopía redentora. Ya queda poco ųsi es que algo quedaų de dolor genuino por la injusticia y la estupidez que siguen cosechando víctimas.
En la actitud de varios sectores de izquierda hacia los acontecimientos de Kosovo, parecerían prevalecer reflejos antiguos que muestran la incapacidad de entender las dramáticas disyuntivas del mundo ante una locura nacionalista serbia productora de una carnicería humana, frente a la cual Europa asistió impotente por casi una década. La guerra no es nunca una solución que pueda saludarse con regocijo, pero la izquierda más cultural y políticamente envejecida de la actualidad parece guardar el secreto de una forma mejor para detener la barbarie, de la cual, por desgracia, no informa al resto de los mortales. Frente a los retos inéditos de la historia, se prefiere volar con el piloto automático de antiguas, inoxidables, certezas.
Hablo desde América Latina, desde una tierra de violencias inauditas, a veces subterráneas y a veces a la luz del sol, golpes de Estado, asesinatos de opositores políticos y de periodistas, de ignorancias ingenuas e ignorancias artilladas, cinismo del poder rodeado de ramplonería patriotera y exclusiones de masa que son lentas condenas a muerte. Estoy hablando desde una región del mundo que requiere una profunda renovación de la izquierda para abandonar los delirios caudillescos de partidos únicos al estilo cubano, las mitologías redentoras del guerrillero heroico y los populismos que venden milagros y sólo alientan una eterna secuencia de miseria, enriquecimientos fabulosos y Padres de la Patria. Pero los mitos ųcuyo cultivo alienta una historia de cien años de derrotas (más que de soledad)ų se resisten y son muchas las plumas ''progresistas'' que nos absuelven de nuestros retrasos, bendicen paternalmente nuestras inercias y perezas intelectuales, embellecen las derrotas del pasado y del presente y, de paso, nos impiden entender sus razones, en nombre de verdades eternas que, obviamente, no necesitan renovarse.
Estamos en una parte del mundo donde la incapacidad de renovarse de parte de la izquierda significa entregar enteros países a nuevas generaciones de neoconservadores educados en universidades privadas que, en la mayoría de los casos, transmiten una cultura de desprecio a la democracia y a la gente común y corriente y una visión del mundo en la que los técnicos son los únicos autorizados a tomar las decisiones determinantes. En esta parte del mundo está naciendo una nueva derecha que ya no es clerical ni está encerrada en la defensa de antiguos privilegios, sino que es una extendida, heterogénea, área de opinión y de intereses, cuyas creencias fundamentales son el desprecio para las masas, el esnobismo y el cinismo convertidos en supremos valores morales y estéticos, la arrogancia asociada a una sobrevaloración de la propia (inexistente) independencia de juicio, la plena confianza en la competencia técnica, un individualismo arribista que desconoce los vínculos sociales, para no hablar de la recurrente tentación de considerarse a sí mismos como la única clave de modernización de sociedades, vistas con una mezcla de desprecio humano y condescendencia antropológica.
De esta nueva derecha laica y cosmopolita, que casi siempre deja a su paso muchas más ruinas (materiales y culturales) de las que encontró, sólo es posible defenderse a través de una profunda renovación cultural de la izquierda que, por desgracia, no llega aún. Demasiada retórica, demasiados reflejos condicionados y demasiados grillos parlantes que ofician misas reconfortantes de impotencia colectiva.