Miguel Barbachano Ponce
Tres cintas péplum

La caída de Troya, Quo Vadis? y Cabiria estructuraron en la Cineteca Nacional, durante los últimos días de abril, el ciclo Los primeros cien años: El género histórico en el cine silente italiano. Género que vino a reconstruir en los fotogramas el imperio romano y la Grecia clásica. De aquellos tres, enfrenté con inaplazable curiosidad La cadutta di Troia (1910), de Giovanni Pastrone (nació en Asti, 1882, murió en Turín, 1959) para saciar mi curiosidad acerca de las maneras cinematográficas con las cuales Giovanni, también conocido como Piero Fosco, había recreado en el celuloide varias presencias que desde tiempo atrás circulan en mi imaginación cuando evoco La Ilíada.

Me refiero a Homero, el poeta creador de aquella famosa obra, que por cierto aparece, lira en mano, en la primera toma de la cinta en cuestión. También deseaba contemplar más allá de Helena, París y Menelao, los memorables protagonistas de la inmortal tragedia, al caballo de Troya, en cuyo voluminoso vientre de madera se ocultaron los intrépidos guerreros helénicos que finalmente ocuparon los fortificados espacios de aquella aparentamente invulnerable ciudad. El transvase a la pantalla de la inolvidable estratagema fue no sólo conmovedor, sino también ejemplar (recuérdese a Griffith y De Mille, entre otros cineastas que se han ocupado en reproducir hechos sobresalientes de la historia universal).

Enfrenté con idéntica o tal vez mayor curiosidad Cabiria (1914) realizada con semejante vocación épico-espectacular por Pastrone. Espectacularidad magistralmente encuadrada por Segundo, de Chomón (1871-1929), el célebre discípulo de Lumiere.

Mi interés por aquel filme venía a centrarse ųespacio y tiempoų en Cabiria, aquel personaje femenino cuyo nombre usaría años después (1957) Federico Fellini para otorgar simbólico título a uno de sus más importantes trabajos cinemáticos. ƑQuién fue realmente Cabiria..., me pregunté inumerables ocasiones, antes de ver aquella cinta péplum? La Cabiria de ayer, fue, acorde a Pastrone, hija del noble siciliano Battos, y una vez salvada por Maciste de la hoguera donde iba a ser sacrificada a la mayor gloria, el dios Baal; confidente de la reina de Cartago; años más tarde cuando ésta muere después de la victoria de Escipión, cónyuge de un patricio romano.

La creada por Fellini y encarnada por Giulietta Massina fue, recuerdo ahora, una solidaria trotacalles al servicio de la doliente humanidad. Pero no terminó con la ubicación de la personalidad de Cabiria mi interés por aquel interminable filme (243 minutos de duración, mismos que fueron notablemente reducidos en los años treinta) porque aún me rondaban preocupaciones de índole visual, entre ellas, la desnudez de Maciste encarnado por Bartolomeo Pagano, sobre la cual Henri Langlois ųcrítico fundador de la cinemateca francesaų afirmó que era la clave de la película. A mi entender, aquella ''clave visual" de eróticos suspiros, propuesta por el observador francés, debería ampliarse con la indescriptible belleza de Italia, almirante Manzini, la inmortal ''diva" que otorgó aliento a Sophonisbe, la reina de Cartago, con el incendio de la flota romana a cargo de los espejos cóncavos de Arquímides, y con la estrepitosa erupción del volcán Etna cuyas ardientes cenizas sepultan la casa del noble siciliano Battos y su hija Cabiria.

Pasemos de inmediato a señalar que fue D. W. Griffith quien inició el género epico-espectacular en Estados Unidos con Judith of Bethulia (1913). Años más tarde nos da la significativa The birth of a nation que dentro del cine espectacular viene a ocupar un destacado sitio junto con Intolerancia. Fue Cecil B. de Mille quien continuó la tradición con producciones grandilocuentes y vacías: The sing of the cross (1932). Clausura aquellos inicios Lo que el viento se llevó (1939), de George Cukor (el iniciador), Victor Fleming (el continuador) San Wood (su ayudante) y David O'Selznick (el verdadero creador) que obtendría diez Oscares, es decir, el total de las recompensas ofrecidas por la Academia ese año.