Como lo señalé en uno de mis textos anteriores, al terminar la Segunda Guerra Mundial los escritores europeos se habían hecho una pregunta capital: ¿cómo escribir después de los campos de concentración? o, más precisamente, ¿cómo escribir después de Auschwitz?, Auschwitz, ``el paradigma biopolítico de la modernidad'', según la definición del filósofo italiano Giorgio Agamben en un extraordinario libro Homo Sacer, publicado en 1995.
La pregunta sigue siendo válida y fue replanteada hace unas semanas en una conferencia de Tabucchi en la ciudad universitaria, y es válida no sólo por el cúmulo de sucesos que nos agobian, de los cuales Auschwitz es el paradigma más extremo y cuyo ejemplo más reciente serían los sistemáticos procesos de depuración étnica en la ex Yugoslavia, junto con esa producción sistemática de éxodos que transformaron nuestra historia, a pesar de que pensábamos que nunca más resurgirían los campos de concentración ni habría nuevas guerras. Mientras tanto Serbia es bombardeada, los ``errores técnicos se repiten sospechosamente'', los kosovares son expulsados y se convierten en refugiados, una figura política que Hanna Arendt definió en su libro Los orígenes del totalitarismo y cuya aparición marca para ella el inicio de la decadencia de la nación-Estado y la abolición de los derechos humanos.
``El concepto de derechos humanos fincado en la supuesta existencia de un ser humano en tanto que tal, perdió sentido en el momento mismo en que aquellos que profesaban creer en él se enfrentaron a quienes siendo sólo humanos habían perdido todas las otras cualidades y relaciones específicas con la realidad''. Aseveración que sobra decirlo estamos con creces comprobando.
En su libro Lo que resta de Auschwitz (1998), Agamben considera que la palabra holocausto acuñada para designar la destrucción de los judíos en Europa es derogatoria, remite etimológica e históricamente a un antijudaísmo cristiano, usado como arma polémica contra los judíos, el de los primeros padres de la Iglesia, entre ellos San Agustín.
``Los mismos judíos utilizan para designar al holocausto un vocablo que es un eufemismo. Se trata del término shoa que significa devastación, catástrofe, y que está ligado comúnmente a la idea de un castigo divino. Es más, ese término acabó significando al cabo de los años sacrificio supremo. No sólo el término supone una ecuación insoportable entre hornos crematorios y altares, sino que recoge una herencia semántica que desde su origen tiene una coloración antisemita. Por eso no lo utilizaré'', subraya y continúa: ``Un lector que leyó un artículo mío sobre los campos de concentración, publicado en un periódico francés, envió una carta al director donde me acusaba de pretender `arruinar -con mi análisis- el carácter único e indecible de Auschwitz'. Y me pregunto qué quería decir el autor de la carta con esa frase, quizá sea probable que Auschwitz haya sido un fenómeno único (al menos relativamente en el pasado; para el futuro hay que esperarlo)... pero, ¿por qué `indecible o inefable'? ¿Por qué conferirle al exterminio el prestigio de la mística?''
La muerte adquirió otro sentido después de los campos de concentración, ``después de Auschwitz ya no pueden escribirse poemas'', dijo el filósofo judío-alemán Theodor W. Adorno. Auschwitz tecnificó la muerte, pues como dijo el filósofo alemán pro nazi Martin Heidegger y lo repitió la filósofa judía Arendt, con los campos se hizo posible la fabricación en masa de cadáveres y se acuñó un vocabulario burocrático para referirse a la exterminación. ¿No decía Eichmann que no era culpable, que sólo había obedecido al proporcionar el transporte y propiciar la evacuación del material biológico que se le había encomendado? La ambigüedad que se tenía en Europa -o la que se pretende tener en los países desarrollados- alcanzó su paroxismo después de Auschwitz, ese parteaguas terrible de la historia. Vuelvo a citar a Agamben, quien lo explica mejor que yo.
``Auschwitz constituye en esta perspectiva el momento de una debacle histórica de esos procedimientos, la experiencia traumática donde la imposibilidad se introduce a la fuerza en lo real. Es la existencia de lo imposible, la negación más radical de la contingencia y por tanto la necesidad más absoluta. La definición de la política por Goebbels -`el arte de hacer posible lo imposible' cobra aquí todo su sentido. Define una experimentación biopolítica sobre los mecanismos del ser que transforma y desarticula al sujeto hasta llevarlo a su punto límite, es más, lo despoja en tal forma que lo conduce de la subjetivación a la desubjetivación.''
Pero quizá la verificación más extrema consista en advertir que lo que ahora sucede en la ex Yugoslavia, desde hace ya diez años, no es algo excepcional sino la continuación de un sistema perfeccionado en Auschwitz que permitió hacer del estado de excepción un estado de normalidad o, para repetir lo que decía Goebbels -uno de los más encarnizados ideólogos del nazismo-, el campo de concentración fue un lugar de experimentación donde el más extremo crimen es concebido como arte, ``el arte de hacer posible lo imposible''.