En la televisión vemos esas ráfagas de luz sobre el cielo de Yugoslavia, que nos alumbran con un crepúsculo tímido que dura toda la noche. Vaho de luz luminoso, más allá del horizonte y no viéndose si no su refracción en el cielo, diríase que es el alba que quiere romper la noche. Es una ráfaga más viva que crece y mengua como si el viento soplara sobre ella y es un incendio.
No una, muchas noches, arde en Yugoslavia la guerra y al día siguiente queda una mancha negra. Tras la pantalla nos llega el aroma cargado de olor acre y empieza a asomar al otro lado una nube de humo. Arde Yugoslavia y el viento trae las llamas hacia nosotros. ¿Cómo ha podido el fuego ir tan de prisa? Con su cadena de humo y tímidas lenguas rojas. Y es imposible, sin haberlo visto, comprender el amarillo espectral que proyectan sobre el suelo al atravesar la costura humeante.
No puede compararse a nada, sino a la luz siniestra de los eclipses, esa luz sombra, sin crepúsculo. El fuego es extenso. Arde Yugoslavia a lo largo y ancho y las llamas extensas y cobardes llegan al resto del mundo. Exhalan las natas en humo claro; diríase que sobre ellas ha pasado, no el incendio, sino el ``fin del mundo catastrófico''. La guerra que se polariza y parece extenderse.
¿Pero cómo transmutar en lenguaje esa compulsión a repetir la guerra, el fin del mundo catastrófico si no llega a la conciencia? ¿La mágica sutileza estudiada por el psicoanálisis no reclama de nosotros otra realidad que vivirla transportándola a otro campo que se nos va de las manos? ¿Cómo transmutarla en lenguaje, negociación, si es el instinto de muerte un reactivo al revés, una inopinada visión retrospectiva de lo que es y no es? Si el mundo se nos revela con ínfulas de urbanidad electrónica suprema, pero desmentida, por las disonancias de la agitación estruendosa de la guerra, el hambre, la desintegración familiar y la desigualdad que prevalecen en Yugoslavia, y lo invade todo, y se diría ser una etapa masiva de cientificidad que hace del hombre en trance de transformación y de traslado, una partícula perfectamente hábil y anodina para el cumplimiento de unos fines que rebasan la razón y cuya finalidad nadie penetra.
El instinto de muerte freudiano es anterior a este desmando crítico, perpetuamente tornadizo apresado en garras de eternidad. Tratar de detener lo que se nos escapa, se nos va de las manos, es cosa vana. ¿Es la materia la que queda o la que se va, la que se transforma, la que se traspone? ¿Y, si las formas se pierden o, más bien, se repiten, se eternizan como anunciaba Freud en Más allá del principio del placer? ¿Qué da movimiento al instinto de muerte?
La pulsión de muerte como fuerza cósmica irresistible se propone reducir, en forma regresiva, lo más organizado a lo menos organizado, las diferencias de nivel a la uniformidad, y lo vital a lo inanimado. Pareciera tratar de extraer lo más pulsional de la pulsión, el nirvana como abolición de toda pulsión, la muerte como fin último. Ante lo universal de la muerte, Eros tiende a mantener y elevar el nivel energético de aquellas configuraciones de las que forma la íntima ligazón. Como Tánatos, Eros es una fuerza interna inherente al individuo. Lucha encarnizada de dos fuerzas primordiales. Así, secundariamente, una parte de la destructividad originaria se vuelca hacia el mundo exterior, aquella reconocida como agresividad.
Espejo de doble faz, donde la otra cara del instinto de muerte intentaría el juego a la manera del Fort-Da -presencia y ausencia- la dominación de lo negativo, de la ausencia y de la pérdida. Negación como concesión, en un intento para contender con el mal radical. Hoy la guerra en Yugoslavia, que parece extenderse a Rusia y China, es el ``fin del mundo catastrófico''.