No es necesaria una enorme documentación, aunque sí hartas reflexiones, para comprender que nuestra historia exhibe desde un punto de vista general dos escenarios con coreografías contradictorias y opuestas. El primero refleja la grandeza de un México que arranca en los años insurgentes con la noble bandera izada por Morelos en el Congreso de Chilpancingo, hacia 1813. Fue entonces cuando se echaron las bases de un proyecto nacional aún no cristalizado en la historia: la insurgencia propuso organizar al país en un Estado que lo guiara por dos vías íntimamente unidas y recíprocamente tonificadas; se trata de la libertad comprometida con la justicia social y de ésta, la justicia social, comprometida con la libertad. El principio insurgente fue desde entonces claramente explicado: sin libertad no hay justicia social, y sin justicia social es inasequible la libertad, asentándose de esta manera la idea de una república popular, respetuosa de los derechos humanos, justa y soberana en sentido absoluto y no relativo; y así fue como aquella bandera prístina ha venido alimentando las grandes luchas del pueblo por hacer de México una colectividad donde no haya explotados ni explotadores ni tampoco la subyugación de los poderosos sobre los débiles. Si la equidad material y moral se difunde entre las familias, y si la autoridad sustancia sus decisiones en la voluntad de las personas, entonces sería posible convertir en realidad concreta y cotidiana los ideales que han florecido entre los mexicanos con las simientes de la insurgencia. Lo pensó de esta forma el Congreso de San Pedro y San Pablo al guardar la integridad nacional con el federalismo, basándose en el consenso logrado por Ramos Arizpe; y siguió las mismas huellas la asamblea de 1846, inspirada por Mariano Otero, al restablecer el constitucionalismo de 1824; y luego de las terribles tragedias que hirieron al país desde la brutal invasión yanqui de 1846 hasta la caída de la dictadura Díaz, los constituyentes de 1917 retomaron los emblemas de libertad y justicia social para encauzar a la nación conforme a sus más profundos sentimientos, perspectiva viable por haberse destruido antes los monopolios de riqueza y pensamiento reciamente mantenidos, en nombre de Dios, con el poder clerical que la Colonia heredó a la Independencia; es decir, los hombres del 17 no olvidaron las lecciones de la generación reformista de 1857.
La otra historia es la historia oculta del país, porque en lugar de ser la historia del pueblo es la historia de las ambiciones, fueros, privilegios y traiciones de las élites, cuya función desde Santa Anna hasta ahora ha sido la de empobrecer a los pobres, enriquecer a los ricos y entregar nuestros recursos a los centros metropolitanos, en mengua de la libertad, la justicia social y la soberanía. Estos son los planes que activan, concluido el desastre de Santa Anna, los movimientos conservadores asociados con Napolén III y Maximiliano de Habsburgo, y también a los financieros tipo Limantour, que rodearon a Porfirio Díaz, y que a partir de la contrarrevolución Obregón-Calles, manejan nuestra economía dentro de las líneas metropolitanas y en el marco de las agencias regionales o mundiales que distribuyen los créditos según la conveniencia del capitalismo neoliberal.
La primera de esas historias es la historia del pueblo; la segunda, es la historia de las élites nacionales y transnacionales que gobiernan a nuestros gobier- nos; y en ese panorama surgen dos universidades distintas: una es la comprometida con formar al talento enlazado a las tareas del crecimiento de nuestra conciencia de libertad, justicia y progreso; la otra es la Universidad productora de profesionales y técnicos que las élites requieren para fortalecer el dominio político de los menos sobre los más y la acumulación del capital y el saber en minorías afluentes. La primera Universidad se legitima por ser la Universidad de la nación; la segunda es ilegítima por connotar un mero instrumento del dominio de los acaudalados; y en el fondo del problema de las cuotas que erróneamente el Consejo Universitario de la UNAM sancionó hace poco tiempo, se replantean esas dos concepciones de la Universidad, porque las cuotas grandes o chicas simbolizan la conversión de la docencia, la investigación científica y la difusión cultural en mercancías que sujetarianse a la corta o a la larga al juego de la oferta y la demanda.