En la cuarta semana de la huelga universitaria, el panorama del conflicto se ha oscurecido. De nada o poco han servido los llamados del rector al diálogo y la formación de comisiones de diálogo, y de nula utilidad han sido los discursos destinados a dotar de racionalidad a un movimiento que se niega a tenerla, que ve en su ausencia no una falla sino una virtud.
Nadie ha pretendido, como lo han dicho en estas páginas varios simpatizantes de la huelga, "quitarles" la universidad a los estudiantes. Tampoco se olvida la situación siempre difícil e incómoda en que viven muchos de los jóvenes pobres, de familias empobrecidas, que forman una parte importante del contingente estudiantil. Quizás la mayor parte.
Insistir en ello, sin tomar en cuenta la circunstancia general de penuria de la vida social mexicana, de la del Estado y consecuentemente de la propia Universidad Nacional, es contribuir a una ofuscación colectiva contraria a los intereses y las visiones progresistas que tendrán que proponerse al calor de la campaña presidencial. Más bien, se reforzará la veta autoritaria que reapareció donde nunca ha dejado de estar, a través de una necia campaña de medios que en poco ayudó a la UNAM y sus autoridades y en mucho a ampliar la sensación pública de que nuestra máxima de casa de estudios superiores simplemente no tiene remedio.
En este horizonte de una universidad incorregible e ingobernable, todos pierden, pero más que nadie los estudiantes de hoy y los del inmediato mañana. Sea cual sea el desenlace del problema, la Universidad se habrá fracturado y será más vulnerable que ayer. Se habrá reforzado en los investigadores el sentimiento de lejanía respecto de las aulas, así como la convicción de que lo mejor que les puede pasar a ellos y sus institutos es que ese alejamiento se consolide y, de ser posible, se institucionalice.
Los jóvenes, huelguistas y no huelguistas, terminarán en medio de una mayor confusión y desolados, divididos, esta vez no sólo por las eventuales preferencias políticas e ideológicas que dan vigor y riqueza a la vida universitaria, sino por groseras y poco asimiladas fronteras de clase e ingreso. Y sus profesores volverán a las clases con la poco estimulante sensación de que en el presupuesto de egresos para el 2000 se le ajustarán las cuentas a la institución, con el beneplácito del público y de no pocas universidades públicas del país.
No hay pues qué celebrar ni masas que arengar. La ilusoria y dañina "recuperación" de ciudadanía que lograron las "montoneras" de 1986-1987, quedará ahora confirmada como eso, como una ilusión nefasta, que le impidió al país y a la propia UNAM plantearse en serio la dificultad ya entonces evidente de su sobrevivencia y desarrollo, en las nuevas y duras realidades del mundo que cambia vertiginosamente. A cambio de ello, algunos audaces lograron trato especial de la autoridad de dentro y de fuera, y hasta gloria y poder burocrático, siempre efímeros. La conquista del campus no trajo mayores frutos.
Triste como es, la perspectiva actual de la Universidad no debería ser la cancelación de una de las grandes ambiciones del México moderno: contar con una fuente continua de talento y capacidad, sustentada en los abrevaderos más amplios y profundos desde el punto de vista social e histórico. Sin embargo, es claro que para concretar esa ambición se va a necesitar de ciencia y paciencia enormes, pero sobre todo de valor de los grupos reformistas e institucionales.
Toca a estos en primer lugar, asumir la gravedad de la situación, la debilidad de las actuales estructuras de deliberación y gobierno, el peso casi muerto del tamaño inmanejable de la institución, así como tomar nota de la enorme distancia que media entre el universitario profesional, investigador o autoridad, y los contingentes sociales acosados o de plano deprimidos por las crisis económicas.
En especial, habrá que admitir que estos contingentes y sus familias, todavía son impulsados por otra gran ambición del siglo de la revolución: la de acceder al bienestar y la justicia por la educación y el conocimiento, más que por la violencia o la confiscación revolucionarias.
Todo esto está en juego hoy al calor de un conflicto "sin sustancia". El problema no es, como suele decirse, exclusivo de los universitarios sino de la sociedad y del Estado. Toca a ellos hacerse cargo del remolino abierto en estas lamentables jornadas. Esperemos que se haga en consonancia con aquellas grandes ambiciones y no con el autoritarismo ramplón que sigue vivo y colea.