MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
El maestro Julio
La lluvia cesó tan pronto como había aparecido. En el microbús el aire se volvió irrespirable. Un pasajero repudió los cambios climáticos provocados, según él, por "las bombas y la inconciencia". Lo que prometía ser principio de sermón se ahogó en la música tropical que sintonizó el chofer. El frustrado predicador cayó en la somnolencia. Era inquietante ver aquel cuerpo, sin voluntad y sin mando, agitarse al ritmo de las maniobras con que el conductor pretendía ganarle pasaje a otros choferes de la ruta.
Conforme avanzábamos por el Eje Central la sinfonía de bocinas y motores se volvió ensordecedora. Un sol triste bañó los edificios subdivididos en consultorios donde se curan acné, gingibitis, obesidad, impotencia, esterilidad, hemorroides y pie plano, entre otras miserias. Traté de imaginarme el ambiente de esos locales. El solo intento me hizo sentir privilegiado porque al menos yo no estaba allá, en aquellos cubículos, respondiendo preguntas incómodas.
II
Absorto en esas reflexiones apenas noté que en el microbús quedábamos pocos viajeros. Ocupaban el asiento de atrás dos mujeres. La que iba junto a la ventanilla comentó nostálgica: "Mira: el cine Teresa. Te acuerdas qué bonito, lástima que ya no podamos venir porque sólo dan películas de sexo. Oye nada más..." En tono más bajo, leyó en la marquesina los títulos de las cintas en exhibición: Perras ardientes, Mimí la insaciable, Los placeres de Calígula.
La acompañante se mostró muy escandalizada: "Uno se explica que los jóvenes, por curiosidad natural, entren a ver esas porquerías; pero la verdad, no entiendo que hombres grandes, hechos y derechos, lo hagan". Su amiga intervino de inmediato: "Yo sí. ƑSabes por qué lo hacen? Porque todos son unos viciosos y degenerados. Te aseguro que los carcamanes entran a estos cines nada más a pervertir muchachitos".
Los comentarios de las desconocidas me irritaron ųen ese momento no entendí el motivoų y me volví a mirarlas con severidad. Mi gesto las cohibió y durante un buen rato permanecieron en silencio. Sin las voces de las mujeres dentro del microbús se escuchaban mucho más claros fragmentos del vocerío callejero formado de saludos, insultos, pregones. Uno me atrapó: "Italianas y de moda: a dos por cuarenta y cinco. Aproveche". Sentí curiosidad por ver las corbatas en oferta, pero sólo alcancé a mirar la espalda de su vendedor que, enfundado en unos pantalones excesivamente estrechos, corría entre las filas de automóviles repitiendo su pregón: "Italianas y de moda..." Me pregunté si ese hombre asistiría a las funciones matutinas del Teresa.
No llegué a darme una respuesta porque me lo impidió la voz de la mujer que iba junto a la ventanilla: "Dicen que van a convertir en salas de arte todos los cines para adultos". Su amiga lo celebró: "šQué bueno! Así tendremos una juventud menos viciosa y los viejos desviados ya no podrán hacer sus porquerías". En ese momento comprendí que las generalizaciones de las dos mujeres acerca de los asiduos al cine Teresa me habían molestado porque, sin ellas saberlo, involucraban a uno de los mejores hombres que he conocido en mi vida: el maestro Julio.
III
Cerré los ojos y recordé el último encuentro con mi profesor. Había ocurrido años atrás. Una mañana que salí de compras crucé frente al cine Teresa y sentí curiosidad por mirar las imágenes exhibidas en las vitrinas. Me detuve frente a una justo cuando salía de la función un grupo de espectadores, entre los que se encontraba mi maestro Julio. Imposible no reconocerlo, con su sombrero de fieltro y su abrigo palmeado, en pleno mayo.
No supe qué hacer y permanecí inmóvil con la esperanza de pasar inadvertido para mi profesor que, en efecto, pasó de largo hasta la parada de los trolebuses. Verlo de lejos me recordó la antigua promesa de visitarlo y me pareció que era el momento de cumplirla fingiendo un encuentro callejero.
Caminé en dirección a mi profesor y me detuve sonriendo frente a él. Primero me miró con desconfianza, como si temiera que fuese a hacerle daño; pero después de un breve parpadeo me devolvió la sonrisa y pronunció mi nombre como si nos encontráramos en el salón de clase:. "Rojas Martínez, Pablo: Ƒqué andas haciendo?" Le dije la verdad y él enseguida desvió la conversación: "Mi casa no está lejos: creo que me iré a pie". No tuve que ofrecerme para acompañarlo: el maestro me tomó del brazo y se echó a caminar.
Mientras avanzábamos abriéndonos paso entre los comerciantes, el maestro Julio se apresuró a decirme que si lo había encontrado allí era porque llevaba horas esperando el trolebús. "Qué bueno, porque así tuve el gusto de encontrármelo", dije. El me reprochó que nunca hubiera cumplido la antigua promesa de visitarlo. Me justifiqué con vaguedades que mi maestro no escuchó porque enseguida comenzó a hablarme de su novela.
No me sorprendió. Todos los que en tercero de secundaria fuimos alumnos del maestro Julio conocíamos su proyecto de escribirla y estábamos familiarizados con ambientes, personajes y aun con los problemas estilísticos y éticos que el profesor estaba decidido a enfrentar en el momento en que diera comienzo a su trabajo.
El día de nuestro encuentro supuse que, a esas alturas, tendría avanzada su obra y le pregunté a don Julio en qué capítulo de su novela se ocupaba. El hombre se detuvo y me agarró de la solapa a fin de tenerme bien cerca: "Todos, absolutamente todos están terminados aquí dentro", respondió, mientras se golpeaba la sien con tal vigor que estuvo a punto de arrancarse el sombrero.
Al dar vuelta en la esquina vi una cafetería. "ƑEntramos?" Mi maestro se resistió: "El servicio es pésimo. Mi casa está muy cerca y hago buen café: espumoso y caliente". No sé por qué, la frase me resultó incómoda.
IV
Nunca olvidaré mi impresión cuando entré en la casa del maestro Julio. Ahíta de libros y revistas, en el aire se mezclaban olores a papel, tabaco y orines de gato. Desde la cocina, mi anfitrión gritó: "Con todo y que esto es muy reducido, a veces me siento solo. Nunca me resignaré a la muerte de mi señora, y menos desde que también murió Quirino. Era un gato precioso: me lo envenenaron los vecinos". Sentí pena por tanta soledad y sugerí la compañía de un perro. "Aquí no hay lugar dónde meterlo y, además, esos animales son muy exigentes: por lo menos hay que sacarlos una vez al día para que hagan sus cosas. Sé que me quedan pocos años de vida y no voy a gastarlos cumplimentando canes".
Cuando el profesor me entregó la taza de café me disculpé por quitarle el tiempo. Creo que tuvo miedo de que me fuera porque se puso de espaldas contra la puerta: "Tú no me quitas nada, al contrario, me das. Imagínate que podrías estar en cualquier parte y no aquí, oyendo a un viejo loco obsesionado con su novela. ƑTe dije que la tengo toda aquí?", insistió, golpeándose la frente otra vez.
Hice la pregunta lógica: "ƑPor qué no la escribe?" Según la forma en que el maestro Julio me miró comprendí que había calado en un punto vulnerable: "Porque aún no soluciono el dilema de los epígrafes". No oculté mi desconcierto y mi antiguo profesor se aprestó a desvanecerlo: "El Quijote, para irse por el mundo, necesitó que lo armaran caballero. Lo mismo sucede con una novela: tiene que acompañarla en su salida un epígrafe que concentre la sabiduría de otro grande de la literatura. Elegir ese texto no es nada fácil". Para demostrármelo, el maestro Julio me llevó al cuartito contiguo. Del techo al piso estaba repleto de legajos. Mi anfitrión eligió uno al azar: "Aquí están todos los epígrafes que abordan el tema de la amistad... Los demás se refieren al amor, los celos, la muerte, el deseo... Llevo años leyendo, investigando y nada me satisface..."
El reloj de la parroquia cercana sonó dos campanadas. Aproveché para despedirme: "Me disculpa, debo irme. Ojalá que la próxima vez que nos veamos..." Mientras iba escaleras abajo le juré a mi profesor que pronto iba a volver a visitarlo. No sólo traicioné mi promesa: no había vuelto a pensar en el maestro Julio hasta hoy, cuando pasé frente al cine Teresa. Si lo demuelen, si lo transforman, Ƒdónde naufragará con su soledad mi viejo y queridísimo profesor?