``Lo siento mucho, señor, pero sigo pensando que su país es uno de los más corruptos y crueles de este mundo'', le dijo Graham Greene, el enorme novelista inglés, a este perplejo y herido bazarista, hace ya muchos años en una pintoresca cena de apoyo al General Torrijos y a sus proyectos liberadores del canal panameño. Estábamos sentados a la mesa, frente a un poco interesante trozo de carne semicruda, rodeado de puré de papas y de empedernidas coles de Bruselas, en uno de los salones de Porchester Hall. El bazarista, un poco titubeante (cosa rara, pues es más bien del género charlatán), intentó argüir que no era justo generalizar, que era preciso separar a lo que Gramsci llama ``aparato de coherencia interna'' de los ciudadanos de la pequeña burguesía, los proletarios y campesinos y, de manera muy especial, de los indígenas humillados y ofendidos desde hacía un buen número de siglos. Fue entonces cuando el autor de El fin de la aventura reconoció que había conocido a nuestro país en un momento sociopolítico particularmente desdichado y en unas circunstancias personales muy especiales, pues acababa de convertirse al catolicismo. Venir al México de Cedillo y Garrido con los ardores de una fe recién inaugurada no era la mejor manera de acercarse a una realidad llena de contradicciones y de matices que exigían un conocimiento profundo de sus antecedentes históricos. Como lo cuenta en Caminos sin ley, lo primero que vio fueron las no tan ``chulas fronteras'' y, a los pocos días, se enfrentó al Generalazo Saturnino Cedillo en su rancho potosino. El energúmeno le presentó a sus complacientes y casi catatónicas concubinas y, con lujo de helado machismo, le contó sus proezas guerreras y la forma en que derrotó, amnistió (con fusilamiento o venadeada disfrazada de ley fuga) y pacificó a los cristeros de los altos de Jalisco. En su camino a Tabasco leyó la ley de cultos de Garrido y le contaron la historia del cura ebrio que nunca acató las disposiciones que intentaban combatir al fundamentalismo de una iglesia acostumbrada a los privilegios con otra forma de fundamentalismo basado en la austeridad y el nacionalismo sin fisuras de un sistema entre republicano y corporativista. El cura de su novela emblemática, El poder y la gloria, confió Greene al alelado bazarista, no murió en el paredón de fusilamiento para dar testimonio de su fe a través del dolor del martirio. En la realidad, lo encontraron en el retrete de un burdel de Tenosique, abatido por una congestión alcohólica. De esta horrible manera, su testimonio adquirió un valor trágico y su conciencia se abismó, como la del ``Scobie'' de El revés de la trama, hasta tocar lo insondable. Todo esto lo hemos comentado el bazarista y Rubén Moheno, el principal especialista en la obra de Greene, y hemos llegado a la conclusión de que, en su visión de México, el inglés era todo menos maniqueo, pues nunca condenó al teniente luchador en contra del oscurantismo que había hundido a su pueblo en la miseria y en la ignorancia, y reconoció los aspectos de justicia implícitos en sus ideales. En varias reuniones, Greene quiso escuchar otras cosas de México y el bazarista le leyó algunos textos. López Velarde, Guzmán, Rulfo, Arreola, Gorostiza y Paz despertaron su admiración, y en las siguientes sesiones (el novelista se bebía una botella de ginebra y apenas se le enrojecía la nariz, mientras que el bazarista se aproximaba a la apoplejía) se recordó a Huxley, Lawrence, Lowry y otros británicos fascinados por el infierno-paraíso mexicano. Nunca se supo si Greene modificó algunos aspectos de su desagrado por nuestro país, pero unos años más tarde confió a Chuchú Martínez, el talentoso y arbitrario consejero de Torrijos, que la mezcla de corrupción, cinismo y demagogia del sistema mexicano le producía terror, compasión y repugnancia. A pesar de eso, el bazarista piensa que, en el fondo, el cura ebrio y el militar jacobino le entregaron la sensación de haber tocado un fondo en el que latía algo ``humano, demasiado humano''. Caminando con Greene por la playa francesa, el bazarista pensó en la esposa del teniente leyendo hagiografías a su hijo, mientras su marido soñaba con un país laico habitado por seres ilustrados, demócratas y creyentes en los principios de la disciplina laboral y la libertad de conciencia. De repente, viendo las domesticadas palmeras del paisaje europeo tan ajeno a la sorpresa, recordó las imprevisibles costas de Frontera y al dentista inglés esperando un barco, al cura confesando, dando la comunión y muriendo con el vaso en la mano, y al teniente soñando con escuelas llenas de niños limpios, bien alimentados y dispuestos a jugarse la aventura de la libertad. Hugo Gutiérrez Vega
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``Como tras de sí misma va esta línea...'' Este verso, extraído de ``Cuatro chopos'', de Octavio Paz, es una especie de epígrafe que cierra el texto de Ena Lastra sobre la exposición Gilda Castillo. Pintura y dibujo 1990-1998. Si usted, pictórico(a) lector(a), quiere darse una idea de lo que contemplará (más allá del apotegma de El Heraldo, ``una imagen habla más que mil etcéteras'') citaré un fragmento de la introducción que hace la poeta, editora y amiga nuestra Ena Lastra a las 30 obras de Gilda Castillo que son un recorrido por las sutiles metamorfosis que la pintora ha sufrido (y gozado) en esta última década: ``Lo que va de la figuración a la casi abstracción más fascinante. Lo que va del papel blanco, apenas tocado por el carboncillo, la tinta y el pastel, al óleo y la encáustica. Lo que va del vasto espacio exterior a la habitación, al interior del cuerpo. La figuración se pierde, casi desaparece y las texturas se enriquecen conforme se acerca a la abstracción. Como los mapas de México, que poco a poco se convierten en remolinos, en torbellinos, en nudos, en ojos, en espirales, en mancha oscura e insondable. Como los árboles que se vuelven ramas, vivos enroscamientos, y troncos retorcidos que se continúan en raíces todavía más intrincadas.'' La muestra se inaugura este martes 18, a las 19:30 hrs., en la Casa del Tiempo-UAM (Pedro Antonio de los Santos 84, esq. Gobernador Tornell -a un lado de la Embajada rusa-, Col. San Miguel Chapultepec). Asista usted este día o cualquier otro, ``es una oportunidad extraordinaria -nos dice Lastra- poder observar el ritmo al que marcha la pintora''. Encuentro Monarca / Puntos de intersección. Si usted, ecólogo(a) lector(a), cree que se trata de la migración de la famosa mariposa Monarca, bueno, le diremos que sí y no: sí, porque en un patrón similar a la ruta migratoria de las mariposas Monarca todos los años, este podría ser el primer encuentro en México (entre tres escritore(a)s mexicano(a)s y tres ídem canadienses, los días 2 y 3 de junio) seguido por otro en Canadá, y con miras a crear intercambios literarios cada vez más intensos y extensos entre los escritores y el público de ambos países; no, porque las mariposas Monarca no saben (todavía) escribir, ni los escritores volar (en cuerpo, que no en espíritu). Pero en lo que unas y otros aprenden, les diremos que del lado canadiense participan escritores anglófonos y francófonos; de este lado, Rosa Beltrán estaba tomando un curso ultrarrápido de náhuatl, pero como se va a Buenos Aires a hablar sobre BorgesÉ y bueno, seguramente todos usarán el español. Por Canadá participan Barry Callaghan, Louise Halfe y Carole Frechette; por México, Héctor Carreto, Mónica Lavín y un(a) tercer(a) invitado(a) sorpresa. Las dos sesiones de que constará este encuentro tendrán lugar en el Centro Nacional de las Artes. Ya les informaremos oportunamente las horas y la ruta dentro del Cenart para que asistan, cual mariposas, al punto de intersección. Para recordar a Simone de Beauvoir. Debate Feminista, la Embajada de Francia en México y el IFAL lo invitan a usted, feminista lector(a), a la mesa redonda El segundo sexo: 50 años ¿y después?, con los siguientes invitados en estricto orden alfabético: Margo Glantz, Hugo Gutiérrez Vega, Hugo Hiriart, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Como moderadoras: Marta Lamas y Hortensia Moreno. En el marco de este evento se inaugurará la exposición fotográfica La mujer vista por la mujer, con fotos de Mónica Cejudo, Aline Signoret, Marcela Velarde y Gina Saldaña. Todas estas actividades se realizarán en la Casa de Francia (Havre 15, Zona Rosa), el martes 25 de este mes, a las 19:30 hrs. Le avisamos con tiempo para que lo anote en su apretada agenda y no vaya a faltar. Ojo, fans de Luis Zapata. Ya está en librerías el más reciente libro del escritor, ex editor de este suplemento y gran amigo Luis Zapata, Siete noches junto al mar, del cual ya le hemos presentado aquí un par de avances. Aparece bajo el sello de Editorial Colibrí, cuyo director es Sandro Cohen. Corra, pues, a la librería porque los ejemplares se están agotando.
No quisiera escribir todavía sobre Ricardo Garibay, es demasiado pronto. Pero si intento escribir otra cosa cualquiera, me entra no sé qué desaliento y abrumación. Hacía mucho que no le veía, le perdí el rastro hace años, cuando se fue a vivir a Cuernavaca. No obstante, como sucede con los viejos amigos, aunque no lo frecuentaba, sabía que estaba ahí, haciendo sus cosas, y ahora sé que ya no está y esa ausencia me hace sentir apesadumbrado y, cosa rara, solo. No puedo escamotearlo y tengo que hilvanar algunos recuerdos a manera de torpe consuelo. La máquina de la memoria se echa a andar: qué chistoso podía ser Garibay, graciosísimo, y con un sentido muy fino y plástico de eso que, de tan grotesco, se hace hilarante. Una noche, en casa de mi tío, compadre y maestro Fausto Vega, me hizo reír tanto una representación suya de un boxeador idiotizado por las palizas, que me caí de la silla al suelo y ahí me seguí riendo inconteniblemente. No era sólo lo que decía, sino la representación entera del personaje, porque Garibay podía ser, cuando quería, un actor muy completo, lleno de intensa expresividad. Podía ser, como Dickens y Proust, mimético, imitaba con gran puntería y había creado la galería de personajes de una especie de Comedia Nueva muy personal, muy mexicana y deliciosa. --Porque, mira, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Esta línea admirable, esta explicación omnicomprensiva, figura en uno de los Diálogos mexicanos de Garibay. Si no recuerdo mal, la profería una muchacha en la playa. El oído de Garibay era el más fino y perceptivo de nuestras letras. Es raro y misterioso que, con ese oído, Garibay haya escrito tan poco teatro, y ese poco como marginal a sus empeños centrales. Pero, eso sí, fue guionista insuperado en el cine nacional (sólo Luis Alcoriza se le empareja). En ese renglón Garibay creó el más memorable personaje, por su profundidad social y acierto dramático, del cine mexicano moderno: me refiero al Milusos, antihéroe y epónimo de esta época de galopante desigualdad y crisis económica perenne que padecemos. El ya proverbial Milusos exhibe en los avatares de su impredecible existencia, una época entera. Es novela picaresca puesta al día y adaptada a la pantalla con brillante claridad. El personaje estaba ahí, y el gran cómico Héctor Suárez, también; lástima grande que no se hiciera con eso una o varias obras maestras. No sólo oído tenía Garibay. Uranga, que lo quería, admiraba su capacidad y acierto como catador de textos literarios. Y sí, Garibay paladeaba con fruición palabras, expresiones y cláusulas. Y era exigente y descontentadizo. Garibay, que era orgulloso, se declaraba con frecuencia humilde frente a las palabras, aun las más banales. En esto, y otras cosas, se adivinaba el desvelo que le causaban sus propios escritos. Esa ansia de sonoridad, de lujo verbal, de poder plástico que caracteriza sus empeños y logros tanto verbales como escritos. Garibay era orgulloso, digo, pero no vanidoso; el vanidoso se aprecia a sí mismo a través de los demás, el orgulloso no, porque desdeña en masa el juicio ajeno. Y qué bien sabía Garibay desdeñar. A Garibay, si no me equivoco, lo obsesionaba la posibilidad de alcanzar la mayor expresividad. He oído decir más de una vez que Garibay era agresivo. A mí no me parece. Era, eso sí, vehemente y claridoso, pero no agresivo, con una vehemencia muy suya, ligada a la vehemencia de la que hablábamos. Me explico: su vehemencia era artística, literaria, poética. Así, cuando se mostraba vociferante y extremoso era porque creía que exagerando se alcanzaba plasticidad estética: ``si quieres entender, exagera; si quieres ser expresivo y claro, vuelve a exagerar''. Y en esto, la elocuencia verbal o capacidad artística de exagerar, era insuperable. La vehemencia debe combinarse con otra característica para dar el parecido: que Garibay era, y le gustaba acentuarlo, muy masculino (a la antigua usanza, hoy en descrédito, de la palabra y la actitud); por eso le gustaba hablar, y escribir, a veces, de matones, de duelos a balazos, de peleas de box. Esta curiosa afición a la violencia la comparte con muchos escritores, Borges entre ellos. Por estas características se ve que la oblicuidad mexicana, esa cortesía que linda con lo hipócrita, esa evasividad y falsa modestia, le eran por completo ajenas. Por eso llamaba la atención. Por eso él, tan mexicano, parecía, a veces, un español en Nueva España. Tenía instinto pedagógico; era, por naturaleza, maestro. De joven participé con entusiasmo en los largos diálogos socráticos que mantenía en su casa. Y ahí estaban, entre otros, Ulises Beltrán y Segundo Portilla, tan llorado. A mí me asombraba la atención con que oía nuestros razonamientos, tan verdes e ingenuos, supongo ahora, porque no me acuerdo de casi nada de lo que decíamos. Y Garibay me ayudaba desde lejos. Fue él quien le habló de mí a Julio Scherer para que me invitaran, joven e inédito, a escribir en el viejo Excélsior. Y fue él quien habló a mi favor para que la editorial Joaquín Mortiz publicara mi primera novela. De manera característica en él, nunca me dijo nada, y yo me vine a enterar de su generosidad después y por terceras personas. Así que nunca hablé de esto con Garibay ni se lo pude agradecer. Tiene razón Leñero cuando dice que la tribu literaria se portó mal con Garibay, que hubo falta de lucidez en la apreciación y ninguneo de sus méritos. Pero qué le vamos a hacer: la muerte de un amigo siempre nos recuerda lo malos, malagradecidos, tontos y torpes que somos. Qué miseria; cuánto me gustaría, Garibay, oírte vociferar sobre esto. Pero ahora es tarde. ¿Por qué no habré vuelto a buscarte cuando todavía era tiempo? Ahora no hay más que silencio, un silencio triste y opresor. Silencio y memoria, pero es tan flaca la memoria y tan pesada la ausencia que, mejor, se queda uno callado, callado y triste.
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