La Jornada Semanal, 16 de mayo de 1999
Un día, platicando con Oliviero Toscani sobre la relación entre arte y publicidad, me dijo que no entendía ese esnobismo de los artistas que se alejan de la publicidad como si fuera la peste. Al fin y al cabo, decía, Miguel çngel fue uno de los más grandes publicistas de la Iglesia cuando pintó la Cappella Sistina. Y, añadí yo, la Iglesia se identifica con uno de los logos más exitosos de la historia: la cruz. En otras palabras, se hable del teatro jesuita, del realismo socialista o de Hollywood, el poder siempre ha necesitado la propaganda: Hitler dijo que ``sin bocinas nunca hubiéramos conquistado Alemania'', y cuando a Lenin le preguntaron qué era el comunismo, contestó: ``el soviet más la electricidad''.
A menudo, la publicidad levanta polémicas por su amoralidad que sacrifica la ética de los medios en aras de la primacía de los fines. La discusión tiene sentido, pero usa a la publicidad como el chivo expiatorio que el capital ofrece para evitar que la polémica llegue a él mismo. ¿Por qué la publicidad debería tener una moralidad si es sólo una criada del capital, que no tiene moralidad alguna y al cual no se le pide la misma ``elegancia''? Me parece más importante e inherente a la publicidad el hecho de que abstraiga la mercancía del proceso de producción, le quite la ``parte maldita'' (Bataille), esconda su historia. La enajenación del obrero, que Marx veía en el proceso de producción industrial, es hoy también la enajenación del consumidor que nunca verá en un comercial de MacDonalds la imagen de los mataderos y la jifería de la carne. Según Marx, ``la producción no produce sólo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto'', aunque no podía imaginar que el instrumento principal de esta operación sería la publicidad, que es la verdadera creadora del nuevo ``fetichismo de la mercancía''. El término ``fetichismo'' fue introducido en el siglo XVIII por misioneros y etnólogos que veían a las poblaciones ``primitivas'' cargar los objetos de una fuerza mágica -el mana-, por lo cual era necesario adueñarse de ellos. Esta modalidad primitiva de cargar las cosas de un plus-valor simbólico no es nada diferente a la operación publicitaria, y es lo que ha hecho decir a Jean Baudrillard que la sociedad estadunidense, la más avanzada, es también ``la única sociedad primitiva actual''. El mana publicitario construye una hiperrealidad del mundo de los signos donde las mercancías son sólo vehículos. No es una exageración decir que Benetton no vende suéteres sino publicidad. Benetton es sólo el primero en comprender que la mercancía más requerida en la sociedad posmoderna son los signos de pertenencia, y que entonces la producción es menos importante que la comunicación en la época de la generalizada ``estética de la desaparición'' (Paul Virilio).
Caídos dioses y utopías, paraísos y revoluciones, sólo queda aspirar a una utopía privada e individualista, accesible por medio de objetos que nos dan una imagen ideal de nosotros mismos. La publicidad, entonces, no ha creado nada nuevo: siempre ha existido el paraíso utópico en la cultura occidental, pero mientras en el curso de la historia esa Jauja era un lugar lejano y colectivo, hoy está aquí, accesible, en la tienda de la esquina. De eso no se puede culpar a la publicidad, que es sóloÊun indicador del sentir contemporáneo y que pone en circulación aspiraciones y deseos que ya están presentes en la sociedad. En este sentido la publicidad es un transmisor de normas y valores sociales, actúa a favor de una homologación del gusto -hacia abajo- que elimina las diferencias. Aquella aspiración a la igualdad que el socialismo confiaba a la socialización de los medios de producción, se realiza hoy, paradójicamente, en el campo del gusto a través de la publicidad: ¿no podría ser una contribución a la convivencia humana globalizada?
Además, la publicidad no hace más que participar de una manera general de entender la realidad como función de la comunicación. Es claro para todos que, muy a menudo, el evento es la propia noticia, y con eso no quiero decir que la información manipule a la realidad, sino que no nos manifestaríamos en las calles, no bombardearíamos a Irak, no celebraríamos misas en estadios de fútbol, no buscaríamos la identidad de un guerrillero enmascarado si todo eso no se viera en las noticias. Porque las noticias, ¿no son acaso un gran comercial sobre las maravillas de la técnica militar, que es la verdadera ganadora de cualquier guerra? ¿No son acaso un gran comercial sobre nuestras conciencias sucias, que son las únicas beneficiadas de los circos televisivos sobre la recaudación de fondos para algunas víctimas del desarrollo, que empezaron hace años con los conciertos de rock de Live-Aid? ¿No son acaso un gran comercial sobre los programas gubernamentales de asistencia, que ayudan principalmente a los gobernantes? En fin, la publicidad no atañe estrictamente a la mercancía, dadoÊque ``la manera publicitaria'' ha invadido todo: política, religión, arte, sociedad, transformados en productos de comunicación. Y eso ha ocurrido no tanto por una agresividad de la publicidad como por una debilidad de la identidad de los sujetos que la utilizan. El poder, hoy, ``es publicitario en su esencia, porque no tiene más finalidades políticas, ni proyectos u utopías escondidas'' (J. Baudrillard, ``Totalement obscne et totalement sduisante'', entrevista de Sonia Younan en Autrement, no. 53, octubre 1983). Hoy, el poder es publicidad de sí mismo, es seductor, consensual, simplificado, y es una marca y una mercancía que se encarga de autolegitimarse tautológicamente con las técnicas de la propaganda porque ya no tiene horizontes de sentido que lo justifiquen.
La publicidad seduce, es el Casanova de este siglo, pero ¿por qué lo hace, en lugar de informarnos sobre los productores? La respuesta la dan los mismos empresarios cuando se dirigen a las agencias de publicidad: ``Nuestro producto es igual a los demás, busquen un motivo para que la gente prefiera el nuestro.'' Y aquí la agencia empieza a construir aquel sex-appeal, aquel mana que pueda distinguir al producto. Pero ¿cómo logran seducirnos? Ante todo, la publicidad nos da seguridad, porque, según Baudrillard, ``el individuo es sensible al tema latente de la protección y la gratificación, a la atención con la cual se le persuade y estimula; es sensible al signo, ilegible para la conciencia (...) en algún lado existe una instancia (social en este caso, pero que en realidad remite a la imagen de la madre) que acepta informar al individuo sobre sus deseos, anticiparlos y racionalizarlos por él''. La publicidad tiene una función maternal y regresiva, transforma una relación comercial en personal y afectiva porque da a la mercancía calor y sentimiento (...siempre contigo, la vida es más fácil con..., el programa ha sido patrocinado por...). La publicidad nombra el producto con experiencias que seducen al consumidor, evoca una situación que nosotros interpretamos, nos vende una idea narcisista de nosotros mismos. Tener un Mercedes no es tener un automóvil sino tener poder, libertad, atractivo. Fumar Marlboro no es fumar un cigarro sino ser independiente y macho como un vaquero y tener enfrente el Gran Cañón. Tener el aliento fresco gracias a las nuevas pastillas significa derrotar a la soledad y tener éxito. Son hipérboles que, fuera de contexto, nos parecen ridículas, absurdas e ineficaces, pero que saben seducirnos acariciándonos el súper ego. Sin embargo, la operación más importante de la publicidad es animar y sensualizar la mercancía, darle un sex-appeal y feminizarla. La seducción, la disponibilidad y la ductilidad son, en el imaginario social no sólo masculino, elementos femeninos. En Ways of Seeing, John Berger afirma que ``el hombre actúa, la mujer aparece. El hombre mira a la mujer, la mujer mira la mirada que la mira''. He aquí explicado el éxito de Wonderbra: las fotos de senos guiñantes capturan, desde un punto de vista publicitario, no tanto a los hombres sino a las mujeres que se identifican a través de un transfer con esos pechos. Eso nos aclara por qué la explotación del cuerpo femenino en publicidad no tiene que ver sólo con productos dirigidos a hombres: el cuerpo femenino dominado por el ojo voyeurístico es, culturalmente, todavía el símbolo bisexual del deseo satisfecho, de la tentación cumplida. Aquí también, la publicidad únicamente refleja mitos y estereotipos presentes en la sociedad y que por eso utiliza.
Otro elemento importante de la publicidad es que confunde deseos y necesidades y crea modelos de imitación. En La violencia y lo sagrado, René Girard demuestra que el deseo es esencialmente mimético, emulador: se nota claramenteÊen los niños, que siempre desean lo que tienen los demás, pero no es diferente en los adultos, que esconden esta identidad del deseo sólo por vergüenza y necesidad de distinción. La publicidad no hace otra cosa más que proponernos modelos aspiracionales, evitándonos la pesada responsabilidad de imaginar y representarnos el mundo, encargándose de pintar, en los muros grises de las ciudades, nuestras esperanzas. Quizá por eso es uno de los elementos más fuertes del sistema social, y desde aquí podemos empezar a entender que si los países socialistas cayeron es porque cometieron el error de no dejar ningún paraíso en el cielo, fuera religioso, consumista o cualquier otro. El comunismo cayó porque se planteó como objetivo satisfacer las necesidades de la gente, mientras el capitalismo se encarga de producir siempre nuevos deseos. Para la psicología occidental la vida es un deseo ininterrumpido y el paraíso debe quedarse en el cielo, visible pero inaccesible, como las sombras de la cueva de Platón: hace tiempo que la publicidad ha entendido eso muy bien.