La Jornada Semanal, 16 de mayo de 1999



Arnoldo Kraus

Melancolía: entre la pasión y el dolor

``Es factible que la melancolía haya sido uno de los ejes fundamentales de la cultura renacentista'', nos dice Arnoldo Kraus al comentar algunas de las ideas expuestas por Roger Bartra en su libro El siglo de oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma. Los humores negros de peninsulares, judíos y novohispanos, son estudiados por los médicos que Bartra comenta. Todos ellos intentaron dispersar ``las tinieblas del espíritu''.

Primero abrí mis libros de medicina general. Luego hurgué en los de psiquiatría, y, finalmente, en los larguísimos índices de las revistas biomédicas. Tuve incluso la fortuna de escarbar en algunas publicaciones de este aún fresco 1999. Por supuesto, no omití preguntar a ``los conocedores'': psicoanalistas, sacerdotes, geriatras o filósofos fueron sometidos a mis dudas. Pronto concluí: la palabra melancolía ha dejado no sólo de ser vocablo médico, sino que su uso, su presencia, como rostro, sentimiento o definición del propio ser, ha menguado y casi desaparecido.

Si bien es cierto que en los grandes textos de psiquiatría existen algunos rincones en donde se menciona el término melancolía, es muy infrecuente que los psiquiatras diagnostiquen ``melancolía''. Incluso sentires afines o situaciones cercanas como sufrimiento, tristeza o desesperanza han dejado de ser, para los médicos, resquebrajaduras o fracturas en el alma de sus pacientes. La melancolía se ha perdido: anda en busca de ánimas.

Hace no mucho tiempo, desde el universo de las letras, Salvador Elizondo recordó que ya no somos los mismos. En su ensayo El ocaso de la tristeza afirma que ``es un hecho que la tristeza está condenada a desaparecer''. Y renglones adelante, anota que ``cada día los tristes se vuelven más raros''. No hay duda: la tristeza o la melancolía pertenecen al pasado, a los diccionarios, a la memoria. El tiempo acelerado, la dificultad ascendente para confrontar la cotidianidad, la despersonalización como herencia de la globalización y de la modernidad, así como la cada vez mayor ausencia de escucha, han hecho del alma retazos y espacio lejano.

Advertido lo anterior, considero que el diagnóstico inicial de Bartra es parcialmente equivocado. Escribe el autor: ``No es un accidente azaroso de la historia intelectual el hecho de que, al finalizar el segundo milenio, la melancolía se extienda como tema de reflexión y motivo de preocupación.'' Descanso mi discrepancia en tres posibles explicaciones: o su estetoscopio estaba desafinado, o sus interconsultantes saben menos de medicina que él, o finalmente, como suele suceder, es probable que la parafernalia radiológica o de laboratorio fue inadecuada. Los tiempos aciagos, los alter ego amputados y los diálogos ajenos, han desplazado hacia las letras el encuentro con la melancolía. Ni amigos ni doctores y quizá ni amantes, parecen ya palparla.

El incremento despiadado, avasallador y en ocasiones ilimitado de la tecnología, ha sustituido sentimientos y personas por definiciones demasiado precisas y por números micromolares ajenos al ser. Aun cuando algunos textos de psiquiatría consideran que la melancolía es un subtipo de depresión, la realidad es otra; en la cotidianidad la depresión engloba la totalidad de los tropiezos del alma, incluyendo a la melancolía. A la vez, todo indica que en la medicina moderna la invención de conceptos cuya función permite simplificar el lenguaje médico y, por supuesto, las dolencias de los enfermos, es bienvenida. En cambio, el universo de sentimientos no asibles, no palpables, como la melancolía o los desarreglos de la conciencia cuando se es siempre enfermo, tienden a desaparecer, a ser sepultados.

Cierto es también que los males del espíritu, los sentires de los pacientes y las percepciones que tienen de sus dolores emocionales, no son diagnósticos simples. Si bien nuestro siglo no podría finalizar sin la invención de la depresión, para muchos enfermos o lectores de padecimientos, no basta la pluma del galeno cuando asevera que después de haber penetrado vísceras, cerebro y células, el mal se llama depresión.

Ni el pago de la consulta, ni el cúmulo de cajas vacías de Prozac, ni la nueva farmacopea, ni la normalidad de incontables análisis de laboratorio o sofisticados estudios radiológicos son suficientes. La realidad es que no basta ni saberse deprimido ni recorrer las páginas del Siglo de oro de la melancolía para sanar o para seguir escribiendo.

Tristeza, sufrimiento, melancolía, dolor del alma son vivencias que saben los enfermos pero no los médicos de las últimas décadas. Por eso, el afán del autor por rescatar la melancolía es encomiable. Por lo mismo, concuerdo con la preocupación de Bartra médico cuando dice que la melancolía, ``en su versión actual, la depresión, es una enfermedad que cada día cobra más víctimas y que nos acecha desde todos los rincones''.

No dudo que el autor piensa igual que el licenciado Rui García, editor del texto novohispano. Cito: ``Vi este Libro de melancolía, compuesto por el doctor Velásquez, de la ciudad Arcos de la Frontera, el cual muestra mucha lección, doctrina y erudición y es digno de ser impreso.'' Cuatro siglos después, en 1987, Bartra escribió La Jaula de la melancolía en donde, más que penetrar en el individuo y en las moléculas portadoras del spleen de Baudelaire, diseca la tristeza del ser mexicano, y analiza el probable naufragio de ``un país azotado por las inclemencias de la crisis y sumido en el despotismo político''. A veinte años de la jaula bartriana, sus tesis sobre la melancolía social, lamentablemente, se han hecho realidad: los barrotes y cerraduras gubernamentales ahogan al país. De la nación enferma, del país desalmado y de la tristeza política, en El siglo de oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma, Bartra horada ese misterio denominado condición humana. Durante la lectura se pasea por la zozobra, la decadencia, los humores adustos, la tristeza judía, los diablos, la noche oscura de la melancolía y otras innumerables quiebras del espíritu. El autor empeña su pluma para emitir diagnósticos bartrianos de las vivencias velasquianas.

Conforman el texto presunciones literarias, sociales y médicas cuyo riesgo fundamental es el tiempo. Interpretar la melancolía del siglo XVI vestido con otras batas y otras plumas es riesgoso. ¿Es lícito, sumidos en los tiempos de la mujer arroba, la sociedad faxeada y el hombre celular, considerar que nuestra melancolía es similar a la de Velásquez o a la de Pedro de Mercado? ¿Es nuestra depresión comparable con la novohispana? Pienso que no.

Aunque desconozco las causas, estoy seguro de que las vidas de hoy y sus tristezas en nada corresponden a las de hace cinco siglos. ¿Difiere la forma en que se ve la vida o difiere la forma en que la vida nos ve? ¿Somos hoy ``muy'' distintos? ¿Causan otros dolores las realidades diferentes? Arriesgo la afirmación anterior a pesar de que, al hablar de melancolía y depresión, la ciencia del siglo XX no parece haber caminado demasiado en relación a la del XVI. Mientras que Avicena y Averroes consideraban que ``...la tristeza y el miedo, propios de la melancolía, pueden ser producidos por una destemplanza fría y seca del cerebro sin presencia de humor negro'', Velásquez, apegándose a Galeno, afirmaba que ``...la tristeza melancólica es provocada por el color negro de un humor que oscurece y sume en tinieblas al espíritu''.

La realidad es que la depresión de hoy no es mucho más científica que la melancolía de Velásquez. A pesar de que se han descrito incontables alteraciones en diversos neurotransmisores, el diagnóstico final sigue siendo una exclusión de otras enfermedades, por mutuo acuerdo entre paciente y doctor. En medicina, exclusión puede ser una forma elegante de decir no saber. No en balde, recientemente, en Estados Unidos han cerrado algunos consultorios de psiquiatras y han sido reemplazados por filósofos, cuyos recetarios contienen la sabiduría de Levinas, Kant, Schopenhauer u otros nombres afines en vez del Prozac.

Al citar al gran médico de Bagdad Isahq ibn Imrán, Bartra nos dice que ``la melancolía puede atacar a los que son excesivamente religiosos, a los que trabajan excesivamente con el pensamiento, a los estudiosos que súbitamente han perdido sus libros y a quienes se han quedado sin su bienamado''. Es indudable que tanto el autor como los aquí congregados, hemos sido no víctimas, sino seres afortunados al permitir que, por lo menos en ocasiones, la melancolía nos abrace.

Si al concepto anterior agregamos la idea de otro de los grandes médicos del Islam, Rhazes, todos concordarán conmigo: la ausencia de melancolía equivale a ausencia de vida a pesar de decirse vivo. Rhazes definió la melancolía en la forma tradicional galénica; en esta enfermedad incluía al amor, el cual era considerado como un terrible desorden mental, por lo que recomendaba varias curas, entre ellas el ayuno, caminar mucho, beber vino y coitos frecuentes. Lo que sin embargo no explica el médico del Islam es la utilidad o trascendencia de la melancolía. Creo que Roger diría que sin la melancolía el hedonismo no existe.

Es muy probable que los entuertos novohispanos entre enfermos y galenos, entre médicos y teólogos y entre todos con los demonios -dibuk es mejor palabra- no se hayan solucionado ni en la época de Velásquez ni en las letras bartrianas, ni en la actualidad, por desoír a Platón. En La República, Platón explica que los filósofos deberían ser los gobernadores, ya que poseían el conocimiento más completo. La sabiduría la obtenían por medio de una especie de internado que duraba 15 años, lo cual recuerda el entrenamiento al cual se someten los médicos en la actualidad. Platón consideraba también que los galenos eran una especie de mandatarios, ya que tenían una autoridad similar sobre los enfermos. Si entiendo bien al pensador griego, es muy probable que el médico dotado de conceptos filosóficos ejerza mejor su oficio.

El libro de Bartra redescubre una verdad maravillosa y romántica: es factible que la melancolía haya sido uno de los ejes fundamentales de la cultura renacentista. De hecho, ``durante el Siglo de Oro, la melancolía fue una idea fundamental que rebasó con creces los límites de la medicina y permeó tanto la cultura como la política''. No en balde, explica Roger, la melancolía era un mal de la frontera, lo cual, quizá, serendipia aparte, se relacione con el hecho de que Andrés Velásquez nació en Arcos de la Frontera. Amén de haber sido ``una enfermedad de la frontera era una enfermedad de pueblos desplazados, de migrantes, asociada a la vida frágil de gente que ha sufrido conversiones forzadas y que también ha enfrentado la amenaza de grandes reformas y mutaciones de los principios religiosos y morales que los orientaban''.

Concatena Bartra el probable origen judío del doctor español con estos hechos y apuntala sus ideas al citar a Johannes Reuchlin, quien dijo que el judío se caracteriza por la tristeza de su temperamento y que vive bajo el signo de Saturno. Asimismo, rescata las ideas de Isaac Cardoso, quien creía que si alguna enfermedad puede ser llamada específicamente judía es la melancolía, debido a la tristeza y el miedo contraídos por las heridas y las opresiones del exilio. No sobra resaltar que en esa época muchos médicos eran judíos o conversos.

De interés es el caso narrado por Amatus Lusitanus, quien hizo el siguiente diagnóstico en un judío que además de ser judío era paciente, y además de ser enfermo era médico: ``Casi todos los hebreos son por naturaleza de bilis negra, lo que creo proviene principalmente de diversas causas: primero, porque están en cautiverio y por consiguiente viven sumidos en el miedo y la tristeza y por lo tanto tienen humor negro. Además, son todos muy estudiosos y al mantener con rigidez sus leyes religiosas, los hebreos están acostumbrados a comer alimentos que contienen humor negro.''

Esos humores novohispanos recuerdan la anécdota que en su magistral Intoxicated by my illness narra Anatole Boyard. En su libro desmenuza sus vivencias, buenas y malas, relacionadas con su cáncer de próstata. Después de aclarar que su padre era antisemita, explica que éste insistió, una vez que se le diagnosticó cáncer vesical, su deseo de ponerse en manos de un galeno judío. Broyard hijo le preguntó sorprendido por qué esa incongruencia en su pensar. El padre respondió que los doctores judíos habían sido creados para la medicina: ``Un doctor judío sabía que la supervivencia valía la pena ya que durante mucho tiempo había tenido que pelear por la suya.''

Bartra tiene ahora la obligación de postular una teoría literario-genética que amalgame humores, destierros y miedos con los genes que regulan la melancolía. Habría también que conjeturar, en relación con Velásquez: si fue judío como sugiere Bartra, fue médico y escribió sobre melancolía, ¿habrá padecido melancolía? Aun cuando desearía construir más hipótesis dejo en el aire tres preguntas: ¿cuál es la relación de un galeno melancólico con un paciente triste?, ¿cuántos médicos depresivos curan al sanar a sus enfermos melancólicos? y, finalmente, ¿cuántos textos y escritores dependen de sus humores melancólicos?

Los encuentros y desencuentros entre pacientes y médicos son milenarios. Se sabe que la sociedad española veía a los médicos con desconfianza, por lo que Iglesia y Estado ejercían sobre ellos una estrecha vigilancia. Y con esto regreso al principio y concluyo.

Al igual que en la época de Velásquez, la medicina contemporánea se encuentra en entredicho. Su esqueleto, la relación médico-paciente, ha sufrido fracturas y ha sido desplazada en este mundo apretado. Las paredes de los consultorios han dejado de escuchar historias melancólicas. Han dejado de prestar sus oídos a aquellos dolientes que saben que su herida supura melancolía y tristeza y no artritis o colesterol.

Leer a Bartra, imaginar lo que no escribió, servirá a médicos y pacientes para reinventar diagnósticos que incluyan sufrimiento, tristeza y melancolía en vez de moléculas. Hace 70 años, Francis Peabody escribió: ``El tratamiento de una enfermedad debe ser totalmente impersonal; el cuidado de un paciente debe ser completamente personal.''

La tristeza, el espíritu de la melancolía, son la piel más transparente y pura no sólo de enfermos o historiadores, sino de sociedades cuyos vaivenes pueden depender de esa misteriosa herida llamada melancolía, que a pesar del dolor que produce, sigue siendo condición deseable.