La Jornada Semanal, 16 de mayo de 1999



Lelia Driben

Las artes sin musa

En el lager
la vida es negra, principessa

¡Buon giorno, principessa!, grita el niño de la película La vida es bella, repitiendo una muletilla harto empleada por su padre cuando, desde el tanque norteamericano que penetra en el campo de concentración, protegido por los brazos del sonriente conductor, reencuentra a su madre quien, como él, estuvo hasta pocas horas antes prisionera en el lager. Inmediatamente después, la última escena muestra a ambos -mujer e hijo-retozando sobre un colina con un idílico fondo de árboles. Descontextualizada, esa última escena coincide con cualquier otra análoga de esos filmes melosamente románticos, producidos a granel por la industria cinematográfica hollywoodense, que se adecuan muy bien a las programaciones televisivas. Pero si devolvemos la escena a su marco real -léase la trama de una película cuya segunda parte está situada en un campo de concentración nazi- su inserción resulta, dicho en términos suaves, insólita en el sentido más craso. Dicho con palabras más concretas, resulta inescrupulosamente especulativa. En ese contexto, la forma en que Roberto Benigni -director y protagonista de la película-introduce el tanque con la estrella estadunidense al frente, posee similares connotaciones. Y la secuencia anterior, en la que no se muestra el fusilamiento del progenitor, avala una búsqueda de atenuantes que atraviesa toda la película.

Si nos atenemos a la estructura interna de lo narrado, el trazo del protagonista central como una especie de bufón alegre otorga a esa búsqueda de atenuantes un tono que conduce a otra aún más insólita -y grave mezcla de ingenuidad, ignorancia y omisión. Ahora bien, atendiendo al recorte histórico sobre el que se apoya La vida es bella y algunas ``reconsideraciones'' actuales en torno a tal momento, la gama de significaciones implícitas en esta producción adquiere mayor severidad. Montar una comedia tomando como ámbito el sitio del genocidio nazi desdice a la ética más elemental: la radicalidad del mal y de la muerte condensadas por dicha realidad no lo admiten ni admiten mensajes extensibles a otros espacios. A partir de esa realidad, ciertos mecanismos estéticos -el juego del absurdo, del humor, el juego mismo como resorte ocultativo y negador- huelen a agua sucia y degradada. Sencillamente (¡y qué ironía hablar de sencillez en este caso!) porque en el lager no hubo juego sino una siniestra consumación de la crueldad bajo métodos seudocientíficos que conllevaron la matanza de siete u ocho millones de seres humanos. No hubo, reitero, juego, ni real ni ficticio, ni concreto ni figurado. Pudo haber, como escribió hace algunas semanas José Steinsleger en su columna de La Jornada, ciertas apariciones del humor ligadas al dolor y a la desesperación de las víctimas. Los rasgos de paródico humor que Benigni intercala en La vida es bella son eso, parodia, una inadecuada y sobreactuada explicitación actoral del humor que lo convierte en antihumor, en torpeza. Por otra parte, el uso de la matanza se vincula a la muerte animal. En los campos de exterminio nazis no existió la natural, y de por sí cruenta polarización, que es también inevitable, consustancial, continuidad de vida y muerte. Por lo tanto, hasta el título de la película desvirtúa algo probablemente irreductible: la vida de los sobrevivientes tarda mucho en volver a ser bella, si es que éstos llegan a alcanzarla.

Pero lo más controvertido del multigalardonado filme es el contexto de su realización. Suavizar los hechos ocurridos -sea consciente de ello o no ese excelente comediante que es su autor- encuentra cierta coherencia con una vertiente que crece de manera inquietante en Europa: los intelectuales neofascistas revisitan la actuación de los alemanes en los años cuarenta con formulaciones que van desde aludir al genocidio como un problema menor de la segunda guerra mundial, hasta afirmar que Auschwitz es una invención de los judíos. Vaya paradoja: si algo inventó el hitlerismo fueron los crematorios tal como estuvieron organizados, los utensilios de hueso y el jabón.

Finalmente: ¿resulta acaso inoportuna la sospecha de que Benigni realizó La vida es bella pensando en el Oscar? ¿Hay o no una relación entre la tibia disculpa -tipo saludo a la bandera, diría una persona entrañable- de la Iglesia por su posición durante la segunda guerra mundial, y el abordaje que el director italiano hace del problema? El hecho es que ciertos guiños a la Academia que otorga la estatuilla resultan revulsivos e inaceptables, cuando se filma un campo de concentración.