La Jornada Semanal, 16 de mayo de 1999
Carlos Fuentes,
Los años con Laura
Díaz,
Alfaguara,
México, 1999.
El verdadero protagonista de la literatura de Carlos Fuentes es el tiempo, en el mismo sentido en que lo son el cruce de espacios narrativos en la de Julio Cortázar y los juegos del lenguaje en la música verbal de Cabrera Infante. El tiempo en todas sus manifestaciones y en su propia dimensión de espacio cuidadosamente distribuido en un organismo vasto y totalizante (la narrativa completa del autor) que ha sido planeado a partir de un criterio lógico antes que cronológico, y por ello más fiel a la edad de su propio tiempo. En este sentido, una nueva novela de Fuentes ocupa ya de antemano un lugar específico en la propia geometría de su obra, que a su vez constituye un órgano vital en el generoso cuerpo de la novela mundial contemporánea.
Se trata, en este caso, de un libro nutrido de la amplísima gama de recursos líricos y estructurales que caracterizan el estilo del autor, resultando evidente que, en su concepción y elaboración, Fuentes invirtió la concentrada energía que se advierte en La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel, Terra Nostra, Cristóbal Nonato y alguna otra de sus novelas mayores, aunque la primera de las obras citadas es con la que Los años con Laura Díaz dialoga más fecundamente.
En primer lugar, se trata de una inversión de enfoques: lo que en la novela de 1962 eran los últimos instantes de una larga agonía (regulada, a manera de contrapunto, por el anagramático recurso del flash back), es ahora una cuidadosa radiografía a través del tiempo; si allá el personaje masculino es el retrato execrable de un líder empresarial a la mexicana, cuyo cinismo y ampulosidad son los andamios de su escalada al poder, ahora predomina el dibujo de una sensibilidad femenina diametralmente opuesta a la rudeza de su siglo; si en La muerte de Artemio Cruz hay un hombre con país como telón de fondo, treinta y siete años más tarde nos asomamos a lo que es, sin duda, una de las versiones literarias más acabadas del siglo XX mexicano, precisamente porque la protagonista no lo secuestra sino que sabe inyectarle vida a lo largo de setenta y cuatro años, es decir, dos veces el tiempo que media entre ambas novelas.
Otra diferencia que separa a las historias de Artemio y Laura es que ésta, como la segunda parte del Quijote con respecto a la primera, es de más largo aliento. Su naturaleza inclusiva faculta no sólo la referencia al advenedizo agonizante (hay un eco de su meteórico arribismo en Dantón, el hijo de Laura) sino que además lo hace aparecer en el texto acompañado por su amante, Laura Rivire -amiga lejana de la propia Laura-, mujer cuya elegancia termina de trazarse en esta novela, como si Fuentes no hubiera quedado satisfecho con el halo de frivolidad que la envuelve en el primer libro. Por otra parte, Los años con Laura Díaz es geográficamente más generosa que La muerte..., pues no reduce su incidencia a la atropellada revolución mexicana y sus harto lamentables consecuencias (un partido repartido entre unos cuantos), sino que articula al vasto mural de nuestra historia reciente un fugaz, fulminante retrato en close up del Tlatelolco preolímpico y algunos relatos paralelos acerca del holocausto judío, la España de la Guerra Civil y la persecución macartista de mediados de siglo, historias cervantinamente interpoladas con parejas protagónicas (Raquel y Jorge, Pilar y Basilio, nuevas Marcelas de viejos Crisóstomos), destacando entre ellas, como al pasar, algunas imágenes de la pareja formada por Diego y Frida, llena de curiosas impertinencias.
Laura Díaz será quizá, junto a òrsula Iguarán, una de las mujeres más entrañables de la literatura hispanoamericana de este siglo. Comparte con la longeva esposa de José Arcadio Buendía el trazo enérgico de una voz que sabe repartirse en innumerables modulaciones, ecos, significativos silencios cuando la vida así lo exige, y cuya intensidad es menos fulguración excepcional de una personalidad irrepetible que necesaria luz en la tenebrosa penumbra de su vida y de su entorno, de sus amantes y sus Santiagos, médula y pulso esencial de una sociedad a la que le hace falta, a cada tanto, la generosa incandescencia de espíritus como el suyo. Además, se trata de una mujer con sentido del humor, lujo que la distingue del marido, López Green, tan híbrido y verde como su apellido, y de toda la caterva conocida de solemnes políticos e insomnes idealistas, que entre sus planes y traiciones no se dan tiempo para abandonarse al hedonismo y el donaire. Laura, por el contrario, conserva durante toda su vida los arrestos de una juventud ardiente (pero sin proselitismos delirantes) que en algo la dibujan como heroína de Djuna Barnes (independiente, irónica, sagaz, culta, terminante, indescifrable) pero que nunca la llevan a frotes hermafroditas o sesgos lésbicos, a pesar de haber sido secretaria de Frida -o tal vez por ello mismo.
Cuatro generaciones de Santiagos acompasan las diversas pasiones de Laura Díaz. El primero es su hermanastro, muerto cuando apenas estalla la revolución de 1910, movimiento en el que creyó utópicamente, como sin duda lo prescribían su edad y su clarividencia. El segundo es el hijo mayor, alma sensible en un cuerpo que a los veintisiete años no aguanta más la ruta de su cansancio: ``flotando en el lamento silencioso'' de su pintura espinada, deja el mundo en un jadeo. El hijo de su otro hijo es el tercer Santiago, que a los veintitrés años se agrega a la fosa común de la noche en que Díaz Ordaz ensordeció a balazos la Plaza de las Tres Culturas. Su vástago (el cuarto de la serie) deviene fotógrafo en Los Angeles, ciudad a la que se marcha desde niño con su madre viuda. Es evidente que a Fuentes le ocurre lo que a todos los mexicanos, según lo dice Laura en la novela: ``No puede evitar cierto amor por la epopeya.'' Ni tampoco, podría añadirse, por cierta vocación emblemática: una mujer crucificada por sus cuatro Santiagos (``hijos de las tormentas'', ``descendientes del primer discípulo'') que, a diferencia del Apóstol, sobrevive al Herodes de su desgracia: un hombre -Jorge Maura- que se autoexilia en Lanzarote, roto como la República española por la espada del franquismo, dividido entre una ética inaplicable y un misticismo misterioso.
El círculo familiar de Laura Díaz es otro tetraedro, ahora femenino: su madre, Mutti Leticia, especialista en cocina veracruzana, y sus tres hermanas mayores, Hilda, Virginia y María de la O, dedicadas respectivamente al piano, a la poesía y a la compasión. Más allá de ellas, los abuelos alemanes, inmigrantes como los del propio Carlos Fuentes, según el autor lo subraya en una nota final de garciamarquesiano agradecimiento a ``las mejores novelistas del mundo'', las abuelas. Este entrecruzamiento de orden biográfico se vuelve significativo, literariamente hablando, cuando se aprecia que la columna vertebral de la novela está conformada por elementos reales de los personajes ficticios (una mujer que pierde cuatro dedos de un hachazo que la hechiza; otra que es acogida por la familia con la cordialidad debida a una Rebeca Buendía) entrelazados a la naturaleza ficcional de hombres y mujeres reales del siglo XX mexicano: escritores, pintores, políticos, estrellas del vodevil, histrionizados asimismo por el marco de un país trazado con tan delicada exactitud por Carlos Fuentes, que cualquier parecido con el nuestro es mera tautología.
El quirúrgico manejo de los instrumentos estilísticos que demuestra Carlos Fuentes, una vez más, es impecable, como precisa es también la pericia con que genera cada una de las imágenes de este largometraje de mujer que -todo a través de los ojos- no inventa un México de sus recuerdos sino recupera, funda en el país su propio espejo: ``El hombre (...) caminó hacia ella con un paso inseguro y una sonrisa móvil, como si su boca fuese un cuadrante de radio buscando la estación correcta.'' La felicidad de ejecución, la limpieza analógica de Fuentes ya no es un rasgo a destacar en su obra, pues le es tan inherente que más bien sorprende, al contrario, que tratándose precisamente de una novela que puede leerse como una lección de la mirada, se haya colado, hacia la mitad del libro, un descuido que sería preferible atribuir a alguno de los cinco correctores que presume la edición en su última página: ``Los tres se miraron entre sí con pudor, compasión y también con compasión''. Una infamante mosca en el flamante vaso de leche de nuestro más nobelizable novelista.
No se puede pasar en silencio, en efecto, aunque sólo sea para cerrar apresuradamente esta nota, la explicitación de algunos de los elementos que conforman la ascendencia visual de la novela, que desde la misma portada muestra un fragmento del Arsenal de Diego, mural cuya referencia ocupa algunas páginas de la propia historia. El narrador y reconstructor de los años con (y no de) Laura Díaz (el matiz de la preposición revela una conveniente renuncia a todo improcedente protagonismo) es Santiago Pliego, fotógrafo que -lo sabemos al final- es bisnieto de Laura, fotógrafa ella misma, amiga de los Rivera y madre de un espléndido pintor que muere joven. Si la fotografía es la eternización del instante, nada resulta mejor que concebir esta novela como tiempo esculpido -la más precisa definición del cine, según Tarkovski. Estamos, pues, frente a la minuciosa sintaxis de un artista de la imagen que procede por excavación: mina y discrimina su objeto, sus personajes, el paisaje después de la batalla del lenguaje, menos como Goytisolo que como un Goitia solitario, sonámbulo, ensombrecido por la claridad de la historia con Laura Díaz, mujer capaz de ser muchas y siempre una misma: adolescentemente engañada por Orlando, desengañada de Juan Francisco, enamorada de Maura, agradecida y exigente compañera de Harry Jaffe: Laura, que termina sus años, como la tiíta María de la O, en Veracruz, su lugar de origen, rejuvenecida por el hierático erotismo de un danzón.
Si el Ulises criollo es un libro que hay que leer de pie, según el mismo Fuentes, los de Anas Nin con una sola mano (como las cartas de Nora Barnacle a Joyce), Los años con Laura Díaz merece la pena de leerse al revés, como el regreso al futuro de un autor por el que no pasan los años.
Fernando Savater,
Las preguntas de la
vida,
Ariel,
España, 1999.
Hace algunos años (y digo algunos para que presentado y presentador se olviden de hacer cuentas. En materia de tiempo pasado la precisión es un lujo secundario) nos sentamos siete miembros del género masculino y una representante del sexo fuerte y útil, ante una mesa situada en el Salón de Actos del Instituto de Cultura Hispánica, aparato ideológico de la ``vocación imperial'' franquista (``montañas nevadas, banderas al viento'') y, en ese momento, ya convertido en Instituto de Cooperación Iberoamericana para mejor servir a la democracia nacida de los pactos de la Moncloa y ganada a pulso y a fuerza de votos por el inteligente pueblo español. êbamos a hablar sobre la adolescencia, sus búsquedas y soledades, y se nos había pedido que fuéramos explícitos y sinceros. Recuerdo a los ex adolescentes que revivíamos perplejidades, asombros, sentimientos de culpa y, sobre todo, prodigiosas y culpígenas masturbaciones (ese ejercicio que, según Woody Allen, es especialmente deleitoso, pues nos permite hacer el amor con la persona que más queremos). Ahí estábamos el poeta granadino Luis Rosales, el ahora cervanteado Pepe Hierro, Félix Grande, el maestro Aranguren, Savater, unos maestros argentinos, la psicóloga, que era la realmente sabia es esas cuestiones, y este presentador, dispuesto a vengar con su elocuencia desatada todas las humillaciones y vejámenes de la Conquista. Después de escuchar tantos testimonios sobre lo que la iglesia llama el ``vicio solitario'' o ``tocamientos impuros'', el filósofo, provocador intelectual infatigable y defensor constante de los valores de la tolerancia y el diálogo, Fernando Savater, encontró un título perfecto para ese aquelarre memorioso: ``Blanca Nieves y los siete onanitos''. Este recuerdo tiene su miga, pues demuestra el enorme talento que Savater tiene para nombrar las cosas y analizar las situaciones (no olvidemos que en el libro que hoy presentamos, Las preguntas de la vida, Savater llama en su apoyo a Ortega y Gasset, a Paz, Guillén, Borges y Pessoa. Bien hace en convocar a los poetas, pues son ellos los hacedores de las palabras). Además, como es su sana y discreta costumbre, recurre a los griegos, a Pascal, Spinoza, Unamuno y ese maestro de desengaños y, tal vez, de resignaciones profundas, Emile M. Cioran. Por supuesto que la sonrisa de Voltaire, tan denostadoÊpor la casuística jesuita, enseña los tolerantes dientes detrás de muchas frases acertadas y de tantas y tan lúcidas hipótesis... Este talento, decía, está hecho no sólo de erudiciones y de noticias acumuladas sino del ejercicio constante del pensamiento, que se resuelve en dudas mayores o en un asomo milagroso de pequeñas certezas, afortunadamente revisables en el juego infatigable de la dialéctica (aquí el Tractatus de Wittgenstein brilla con la intensa luz de la Viena de principios de este siglo que ya se nos va y que merecerá ser recordado tanto por sus prodigios como por sus horrores) que es y no es un buen método de aprensión de la realidad.
Trataré, empresa difícil, de poner en orden las ideas, para presentar este libro cuya lectura gocé y encontré de gran utilidad para niños de 12 a 98 años.
a) Este es un libro de divulgación de las ideas filosóficas y, por lo tanto, deben alejarse de él los Herr Professor que disfrazan sus confusiones y sus inseguridades con la máscara de la supuesta profundidad que llama a gritos a una hermenéutica que venga a descifrar sus hermenéuticas. A la postre, todas estas ineptitudes se convierten en un nada gozoso nonsense carrolliano que no nos ayudará a pasar del otro lado del espejo. Este libro quiere-y, en buena medida, logra- plantear de nuevo las grandes preguntas de la filosofía que son las cuestiones esenciales de la vida, los dilemas que el hombre enfrentaÊen todos los momentos de su paso por la tierra.
b) En él, los temas fundamentales de la tradición intelectual de occidente son tratados de manera novedosa, amena y antisolemne. Su talante me recordó la preocupación del gran poeta inglés, Wordsworth, por dedicar la educación al propósito esencial de crear una mente filosófica que sirva de base a una actitud tolerante y respetuosa, a una cosmovisión basada en el diálogo humano, eje principal de una cultura verdaderamente libre, solidaria, democrática.
c) El temprano descubrimiento de su condición mortal lo llevó al terreno del filosofar, pues, como Platón enseña en el Fedón: ``filosofar es prepararse para morir''. Esta aceptación es lo que da a la vidaÊtoda su importancia, al mundo toda su constante novedad y al hombre una capacidad de asombro y de deslumbramiento necesaria para acercarse y gozar, por unos pocos momentos dorados, aquello que André Gide llamaba ``los alimentos terrenales''. Lo que vendrá después será, en la voz del Príncipe Hamlet: ``dormir... morir... tal vez soñar''.
En su Carta a Meneceo, Epicuro nos enseña que la muerte no puede ser temible para quien reflexione sobre ella, y recordamos a Epicteto diciendo a sus consoladores: ``no soy el primer hombre que va a morir''. Sobre estos temas, como sobre todos los de la filosofía, Savater no nos entrega conclusiones sino un repertorio de preguntas que deben mantenerse abiertas por toda la vida, pues las pequeñas respuestas son para los pusilánimes, para los que no quieren jugarse la aventura central de la libertad.
e) Savater nos propone otra aventura: la de la búsqueda de la verdad. Es claro que pertenecemos a una cultura y estamos dentro de sus emblemas y de sus esquemas, pero sería gruesamente determinista asegurar que esas pautas culturales nos impiden desarrollar libremente el pensamiento y afirmar los rasgos esenciales de nuestra individualidad. La búsqueda de la verdad y los diálogos con nuestro o nuestros dioses son proezas individuales y, por lo mismo, intransferibles. Gracias a ellas podemos relacionarnos con la otredad y no temerle como les sucede a los puritanos y a los fundamentalistas. En el ejercicio del pensamiento libre subyacen los mejores valores de la democracia que es, sin la menor duda, la más razonable forma de convivencia que el hombre ha creado. Razonable, racional, en fin, la propia del grupo zoológico humano en el que nos ubicaba el siempre inquietante Theilard de Chardin.
f) Las preguntas de Descartes y de Hume sobre el ser integran, para el primero, el repertorio de dudas constantes y, para el segundo, el repertorio de las percepciones. Savater nos propone revisar estos métodos a la luz del mundo contemporáneo y sus grandezas, miserias, adelantos y contradicciones.
g) Por último, Savater nos propone no aceptar las ``verdades'' establecidas y los programas indiscutibles. Debemos, por lo tanto, mantenernos en guardia frente a los sistemas filosóficos. Musil decía que los filósofos, seres autoritarios por naturaleza, al no poder encerrarnos a todos en una prisión, nos encierran en un sistema. Savater cita a Cioran para afirmar esta natural desconfianza: ``Un sistema filosófico es como una religión, pero en más bobo'' (en ``más pendejo'', diríamos por estos rumbos). No aceptemos estas prisiones pero pensemos que sólo la mente filosófica nos puede salvar de ellas. En todo esto consiste la miseria y la grandeza de la filosofía; en todo esto consiste la miseria y la grandeza de lo humano.
Qué bueno que Savater nos recuerde estas cuestiones perdidas en el tráfago, el estruendo de la vida y sus trabajos. Aceptemos su invitación, juguemos la aventura de pensar y repensar. En este libro nos propone una serie de grandes preguntas capaces de avivar el diálogo humano.
Isabel Allende,
Hija de la
fortuna,
Plaza & Janés,
México, 1999.
Por tratarse de quien se trata, la chilena Isabel Allende, cuyo mérito mayor, creemos, es haber logrado abrir un espacio nuevo para las escritoras de estas latitudes, amén de ser la novelista latinoamericana más conocida en el mundo, leímos con sumo interés su último libro, Hija de la fortuna, anunciado por Plaza & Janés como ``su más ambiciosa novela''. Con una estructura que, al decir de los parcos franceses, cumple con el requisito de tener ``un inicio, un desarrollo y un final'', la trama ocurre a mitad del siglo XIX, cuando se descubre oro en California. La protagonista es Eliza Sommers, joven chilena de dudoso origen, criada como niña rica en Valparaíso por padres adoptivos, los hermanos ingleses Rose y Jeremy Sommers. Eliza es educada en los sólidos principios de la fe protestante y el idioma inglés pero el amor, que no entiende de alcurnias o destinos manifiestos, la arrastrará en pos de su amante pobre, Joaquín Andieta, en un viaje infernal hacia el nuevo Dorado del Norte. La recreación del escenario bien podría servir para otro guión hollywoodense, según la tendencia actual de muchos escritores, en especial los españoles, de hacer literatura pensando en la pantalla grande. Al libro no le falta nada (por momentos pareciera que fue hecho por computadora), ni siquiera un chino, Tao Chi`en, quien con su imperturbable sonrisa -¿alguien ha visto a un chino enojado?- será el verdadero timonel en esta saga de pasión, violencia, codicia, hipocresías, secretos familiares bien guardados y... recetas de cocina. Pero no serán las torrejas de nata o las codornices en pétalos de rosa que nana Nacha le enseñó a la niña Tita de la mano de Laura Esquivel en Como agua para chocolate. Tampoco las inflamadas mezclas de la misma Allende en Afrodita para embadurnar de mole a Antonio Banderas y lamerlo toditito (para el caso preferiríamos a Kevin Costner). No: son empanadas chilenas hechas con carne de vaca, de venado, liebre, gansos salvajes, tortuga, salmón y hasta oso. Como la mexicana Tita, también Eliza es diestra en el arte culinario gracias a su propia nana, Mama Fresia, quien, de haber coincidido en el tiempo, de seguro habría hecho buenas migas con Nacha. No pretendemos burlarnos de Esquivel, mucho menos de Allende. De hecho, Hija de la fortuna ofrece varios ángulos de lectura, según el paladar de cada uno. En lo que disentimos es en que después de tanto bregar para que las mujeres seamos algo más que una olla y un trapeador, venga ahora nuestra propia literatura a reproducir el esquema intestinal según el cual ``a los hombres se les conquista (soborna) por el estómago''. Qué triste es, entonces, tener que agradecer a Shakespeare por haber sido hombre; si no, hubiese puesto a Julieta a cocinar en la única noche que el Cielo le concedió junto a su Romeo. En cuanto al chino Tao Chi`en, podría resultarnos un personaje entrañable de no ser porque aún seguimos prendadas de aquel otro chino de 26 años, el inolvidable amante de Marguerite Duras. Decía el filólogo Pedro Henríquez Ureña que ``donde termina la gramática empieza el gran arte''. Nos parece que, esta vez, Allende se quedó en la gramática, a cambio de buscar complacer a todos los públicos cual experto y cotizado chef. Y a propósito de recetarios, sugerimos leer Las mejores recetas de mi tía, de Georgina Cortés, para guisar exquisitos y accesibles platillos pero como quien juega, no como quien escribe.
Brianda Domecq (selección, estudio y
notas),
A través de los ojos de ella,
Ediciones
Ariadne, 2 tomos,
Estudios de la Mujer,
México,
1999
Como experiencia individual y colectiva, tanto como disciplina e institución, la Literatura supone comunicación y no soledad, puesto que propicia el reconocimiento y la identificación entre los seres humanos que fueron, son y serán, en diversos tiempos y espacios. La escritura, la publicación y distribución, la lectura, el comentario, la teoría y la crítica, pues todo esto constituye las muy diferentes etapas y consideraciones del quehacer literario, se producen en el ámbito de comunidades literarias en las cuales, sabiéndolo o no, intervienen muchas personas en el curso de ese quehacer de esperanza que configura la historia de las literaturas o, según el enfoque, de la Literatura. Esto resulta muy explícito en el caso de las antologías literarias, tal y como en los dos volúmenes de A través de los ojos de ella, donde la narradora y crítica literaria Brianda Domecq, con base en un trabajo de investigación y recopilación, ha reunido ochenta y nueve cuentos de autoras mexicanas muy conocidas y poco conocidas, pero todos de gran interés y calidad.
Esta obra colma vacíos en el terreno de la enseñanza y de la investigación de la cuentística mexicana contemporánea, en particular de la escrita por mujeres. Es también un aporte a la crítica literaria con perspectiva feminista o de género, debido al principio de selección y análisis elegido por Domecq, que orienta el agrupamiento y estudio de los textos de acuerdo con las etapas y roles del ciclo vital femenino -bastante diferenciado biológica y existencialmente del masculino-, en ocho apartados: Infancia, pubertad y adolescencia; Adultez, Casadas, Amas de casa, Madres y madres solteras, Las amantes, las divorciadas y las prostitutas, La mujer madura y La vejez. A cada uno de estos apartados, a cargo de Brianda Domecq, lo precede un sucinto pero esclarecedor análisis de los textos, junto con sugerentes y originales reflexiones críticas según las recreaciones literarias de la experiencia femenina que hacen escritoras como Aline Pettersson, Silvia Molina, Ethel Krauze, Bárbara Jacobs, Rosa Beltrán, Amparo Dávila, Guadalupe Loaeza, Rosa Eugenia Guzmán y muchas más que dejo de nombrar por consideraciones de espacio.
Por otra parte, quiero destacar el enorme esfuerzo editorial que hay detrás de la existencia de A través de los ojos de ella, y que nace en el seno de otro proyecto significativo: la creación y desarrollo de Ediciones Ariadne. Concebida y dirigida por Brianda Domecq, esta joven y bienvenida editorial tiene como principal objetivo publicar textos inéditos -literarios y críticos- escritos por mujeres, pero también el de reimprimir o reeditar sus muchas obras condenadas al limbo luego de la primera edición, ya que la mercadotecnia actual se rige por el lema de novedad de novedades y sólo novedad, así como por el criterio de que libro que no se vende al ritmo de la respiración debe ser retirado de la faz de la tierra.
Esto, desde luego, con la consecuente amenaza para un proceso ``humano'' de producción y recepción literarias, tanto como para la vida de una obra y sus posibilidades objetivas de encuentro con sus lectores idóneos. Asimismo, vale subrayar la pertinencia de esta antología y de esta editorial porque, si bien es cierto que muchísimas mujeres -y las escritoras en particular- hemos venido ampliando nuestros espacios de derecho y libertad, no es menos cierto también que estos logros no tienen garantía de permanencia, como lo demuestra la Historia en el caso de las reivindicaciones de otros sujetos y sectores sociales. Por ello es determinante que, como mujeres, nos mantengamos alerta y sigamos ganando y ratificando esos espacios. En este sentido, celebramos la aparición de A través de los ojos de ella y de Ediciones Ariadne.
Antología
Mitos, cuentos y leyendas regionales. Tradición oral de Nuevo León, Homero Adame M., Ediciones Castillo, Nuevo León, México, 1998, 231 pp.
Ensayo
Oaxaca, Manuel Toussaint, Verdehalago, México, 1999, 114 pp.
Ensayo (bibliográfico)
Lorca-Dalí. El amor que no pudo ser. La apasionante y trágica amistad de dos colosos de la España del Siglo XX, Ian Gibson, Col. Así Fue. La Historia Rescatada, Premio Así Fue 1999, Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 1999, 366 pp.
Hombres del extranjero. Walter Benjamin y el Parnaso judeoalemán, Irving Wohlfarth, Col. La huella del otro, trad. de Esther Cohen y Patricia Villaseñor, Ed. Taurus, México, 1999, 173 pp.
Ensayo (erótico)
Erotismo en la historia. Curiosidades y anécdotas, Carlos Fisas, Col. Historia viva, Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 1999, 255 pp.
Ensayo (fotográfico)
Las Soldaderas, Elena Poniatowska, imágenes de la Fototeca Nacional del INAH en Pachuca, Ediciones Era/Conaculta-INAH, México, 1999, 77 pp.
Ensayo (sociológico)
Mediación y resolución de conflictos. Una guía introductoria, Beatriz Martínez de Murguía, Col. Inicios en las Ciencias Sociales/1, Ed. Paidós, México, 1999, 205 pp.
Ensayo (superación personal)
El planeta de los ciegos. Cómo un ciego puede abrir los ojos a los que ven, Stephen Kuusisto, trad. de María Eugenia Ciocchini, Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 1999, 214 pp.
Novela
Napoleón VII, Javier Tomeo, Col. Narrativas hispánicas, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1999, 137 pp.
Los Esforzados, Albert Cohen, Col. Panorama de Narrativas, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1999, 267 pp.
Ventana sin paisaje, Víctor Luis González, Col. Marea Alta, Editorial Lectorum, México, 1999, 218 pp.
Pastoral americana, Philip Roth, Alfaguara, 1999, 511 pp.
El lápiz del carpintero, Manuel Rivas, Alfaguara, México, 1999, 201 pp.
La inclinación, Francisco Prieto, Col. Reino Imaginario, Ediciones Coyoacán, México, 1999, 180 pp.
Siete noches junto al mar, Luis Zapata, Editorial Colibrí, México, 1999, 252 pp.
Ninguna eternidad como la mía, çngeles Mastretta, Editorial Cal y Arena, México, 1999, 65 pp.
Las palabras perdidas, Armando Pereira, Editorial Era, México, 1999, 134 pp.
El gran invento del siglo XX, Juan José Rodríguez, Serie del volador, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1997, 265 pp.
Tokio ya no nos quiere, Ray Loriga, Col. Ave Fénix, Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 1999, 268 pp.
Poesía
Poemas de amor del antiguo Egipto, Versiones de José Luis Rivas, Col. Ficción Breve, Universidad Veracruzana, México, 1999, 87 pp.
Asiento en las ruinas, Antonio José Ponte, Col. Pinos Nuevos, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1997, 57 pp.
Duelo y Germanía, Alejandro Riestra, Col. Literatura, Gobierno del Estado de Chiapas/Conaculta, Chiapas, México, 1998, 59 pp.
Carlos García-Tort