Visionudo no era, y menos visionario, pero en su viaje a la capital, largo como un día sin pan, arrullado en el duermevela del autobús, Során tuvo una visión. ¿O fue espejismo del asfalto? Hendido por un tartamudeo de líneas blancas tragadas por el autobús, el camino era de un gris rápido que al frente se aclaraba hasta parecer espejo humeante, y más lejos ennegrecía hacia un rojo encendido en frontera con el cielo repleto. A los lados la vegetación y una multitud de rocas dispersas, como escupidas desde el cielo, parecían venírsele encima. Como viajaba en asiento de primera fila, cerca del chofer, veía todo a través del amplio parabrisas.
Y entonces, un relámpago, plateado y zerrrucho, apareció despacio y crispó la atmósfera lejísimos. Sintió que el camino, el autobús, y luego él, absorbían el relámpago. Una boca en los pies.
No le encontró ningún sentido, pero supo que debía recordar ese camino recto y ancho y, en el fondo, amarillo de inquietud y fuego.
El que es buena correa donde quiera aprieta, decía su padre, y Során tenía madera para ser lo que él quisiera. Recuperó el tiempo de estudio, y en una rauda carrera de obstáculos los saltó uno por uno airosamente, sin siquiera rozar los palos.
Barajó ordinarios y extraordinarios con dedicación que a sus maestros les pareció exclusiva, mas no lo era. Sólo trabajando podía sobrevivir en la ciudad y costearse la escuela. Algo de dinero le mandaba su papá, apenas para la renta. Cual Arquímides de barrio (cayó sierra), hizo de la mecánica su palanca, en un taller especializado de carros de importación donde sus habilidades le permitieron ganar mejor que en otras partes.
Prieto de piel y de grasa, sacó su certificado y aplicó para la carrera. El día que Brenda lo topó en los pasillos de la facultad no podía creerlo. Se abalanzaron, abrazaron y celebraron. Cómo has cambiado, se dijeron entre sí, sinceramente, y es que dos años, a esa edad, de provincia a la capital, y en tiempos tan crudos y acelerados, no son poca cosa. Y aunque empezaron a frecuentarse, no anduvieron ni nada parecido porque Brenda vivía con un fulano (lo dijo así en broma, pero revelando cierto desasosiego de felicidad incompleta), y Során consolaba su soledad convenciéndose de que no tenía tiempo o no había nacido para eso.
El estudio intelectualizó al larvero, lo cual le permitía justificarse y tirarse rollos de autoconvencimiento en los viajes eternos en camión y Metro en el ir y venir de su vida de aquel entonces.
Pero así como encontró a Brenda a la primera, tardó meses en enterarse de que, en la misma facultad y ya a punto de recibirse, quién sabe de a cómo, estaban los caciques aquellos de la escuela estatal, los Carlitos que lo empapelaron. Ahora se llamaban Grupo Cultural Independiente, aliados del director en turno y una fama de lo peor, seguidos por un séquito de hambrientos de poder y violencia .
Y se enteró de la peor manera. Los cachó robando. Una noche salía de la biblioteca el último, ya iban a cerrar, y atravesaba el vestíbulo solitario cuando vio bajar de las oficinas un grupo de estudiantes cargando un televisor, una fotocopiadora y otros aparatos.
Reconoció a tres de ellos: Paco, Bronco y Olegario. Casi chocan con él al pie de la escalera. La inconfundible finura de Bronco le espetó, sin reconocerlo:
-Quítate negro de mierda -y enfilaron hacia el estacionamiento de profesores.
Al otro día corrió a buscar a Brenda a que le explicara. Y ella le relató, ¿por qué no las había contado?, las tropelías del Grupo Cultural Independiente y su favorable posición política, y por lo tanto académica. Tenían la vara alta y eran, a fin de cuentas, lo mismo que en la vieja escuela, pero creciditos.
Nuevamente en su camino esos ojetes. Por lo visto, estaban inscritos en las páginas de su destino, a menos que el azar existiera y se comportara así.
La próxima vez que se encontrara con los caciquitos, les haría recordar. No sin jactancia, se creyó prevenido. No contó con que el azar se adelanta y por sorpresa. Porque él también estaba en las páginas del destino de Hugo, Paco y Luis, como descubrió que les decían Brenda y medio mundo. Llevaba la ventaja de que él ya lo sabia, y ellos no, todavía.