De tal manera ha venido a menos el toreo en México, que un torero venezolano llamado Leonardo Benítez, quien se formó en México, hizo unas declaraciones al diario español El País, en las que aclara que no había toreado en Madrid, donde se le ofrecieron contratos (?) después de ``triunfar'' en la Plaza México, por no estar preparado para hacer faena en la capital española, ya que el toro mexicano es la mitad del toro español. ¡Qué agradecido! Esto es independiente de la veracidad de sus argumentos.
El torero venezolano devaluó aún más la devaluada Plaza México. Chivos en lugar de toros, orejas que nada importan. Devaluando el toreo en México se devaluó él mismo. Claro, su fracaso en Madrid el domingo pasado pasó sin pena ni gloria. ``Más pronto cae un hablador que un cojo'' y ni ``chica ni limonada''. Vencido por la fuerza diabólica de su narcisismo, no le quedará más que la delectación morbosa de sus fantasías.
Mientras el toreo en México, en franca decadencia, todo se descompone. Su misma exageración nos revela la magnitud del pecado ambiente. Va tañendo un violín sin cuerdas, abandonado al vértigo espantoso. Va vencido desenmascarado en público por un torero de segunda, que gritó lo que en voz baja se dice en corillos, tertulias y el tendido de las plazas.
Hace mucho tiempo comenzó una voz, que lentamente se volvió murmullo. Luego un murmullo formidable. Hoy es un grito unánime de los aficionados: ¡Queremos toros, no novillos!, desplegado a los cuatro vientos y en todos los tonos. ¿Puede concebirse un fracaso mayor? Unos novillos muy monos, divinos, cuernitos de mazapán, que suelen llegar ante las cuadrillas, les mueven la cola y les lamen la mano y éstas traidoramente les dan puyazos dejándolos agónicos.
¿En dónde quedaron los toros que en cada asta tenían una promesa de muerte? Toros que promovían con su presencia una emoción profunda que nos revelaba por raras interacciones que dejaban la vista floja sin ver, la respiración contenida y las cuadrillas paralizadas. Estos toros que mostraban por trapío, conformación y belleza, la ganadería a la que pertenecían y por su casta la simpatía que indicaba la armonía de la belleza unida a la fiereza.
Sin el toro, la más hermosa y terrible visión de la muerte sobre la tierra, la fiesta brava tendería a desaparecer y dará paso a ese ballet del que Enrique Ponce es fundador y en el que el torillo es un colaborador del torero y no su rival, puesto que en el toreo hay una fascinación por la muerte, por la agresividad asesina del toro. Fascinación que se pierde con los torillos --caricatura de lo que fue al toro-- que se han jugado desde hace años.
La afición pasa indiferente ante la perdida de edad, casta y trapío de los toros, y el cronista y los cabales se detienen heridos ante el contraste de tanta miseria actual frente a lo que fue el esplendor del toro que se perdió entre los árboles de las ganaderías y no aparece y ve una revelación de otro; ``manera de ser'' de aquellas tradiciones vivas que dan paso a otro toreo de toreros maestros en el arte de amaestrar y jugar torillos. Tenía que venir este malagradecido de Benítez a gritar lo que todos sabemos. Naturalmente que salvo Miguel, los demás toreros mexicanos no tienen nada que hacer en España, menos en Madrid, donde esta semana toma fuerza la Feria de San Isidro, también viniéndose para abajo.