A veces olvidamos lo esencial, confundimos las prioridades, extraviamos el rumbo y así vamos dejando en el camino valores fundamentales.
Tan evidente que a veces parece que lo ignoramos: la educación es la base mínima, el punto de partida para cualquier proyecto de nación. En cualquier terreno y frente a cualquier contingencia o crisis, es la apuesta más segura, la política más eficaz para el desarrollo y la movilidad social, punto de encuentro para compartir conocimientos, experiencias, valores, la mejor inversión en el mercado global.
En este fin de siglo, las tendencias planetarias nos exigen revisar a fondo el sistema educativo, no podemos negarlo. Pero tampoco podemos olvidar que el fin último de la educación no es formar eslabones para la cadena de producción, sino contribuir a una mejor manera de vivir. Por eso, la formación de una cultura científica y tecnológica debe enriquecer (no mutilar) el enfoque humanista de la educación.
Como los artistas, el verdadero maestro nace con una sola vocación: educar. Porque para el maestro, educar es una misión, es un acto de amor, en las aulas enseña mucho más que a leer, escribir y las sumas y restas: forma ciudadanos, comparte experiencias de vida, enseña a convivir, a pensar de manera independiente, es decir, a elegir.
``Quien pretende educar -escribe Fernando Savater- se convierte en cierto modo en responsable del mundo ante el neófito; si le repugna esta responsabilidad, más vale que no estorbe. Hacerse responsable del mundo no es aprobarlo tal como es, sino asumirle conscientemente porque es y porque sólo a partir de lo que es, puede ser enmendado''.
Por siempre, los maestros mexicanos han encontrado en la educación algo más que su materia de trabajo: un espacio privilegiado y de alta responsabilidad en la construcción y fortalecimiento de la nación. El destino del país ha pasado, en buena medida, por los salones de clase.
Como actor protagónico del sistema educativo nacional, el magisterio tiene ante sí enormes responsabilidades: elevar la calidad de la educación, ampliar la cobertura educativa, mejorar los métodos de enseñanza-aprendizaje.
Pero, bien lo sabemos, responder a estos desafíos no depende únicamente de la voluntad y del esfuerzo de los maestros. La educación es una responsabilidad compartida de padres y profesores, de gobierno y medios de comunicación, de la sociedad toda.
A diario, en el salón de clase, el oficio de educar se recrea de mil formas. El propio Savater propone una interpretación más acerca del valor de educar: ``...decir que la educación es valiosa y válida, pero también que es un acto de coraje, un paso al frente de la valentía humana. Cobardes o recelosos, abstenerse''.
Queridos maestros: aunque a veces la fatiga, el ingreso siempre insuficiente, la precariedad de los apoyos didácticos y la incomprensión de algunos los haga dudar, el esfuerzo ha valido la pena. Desde el aula ustedes han ensanchado las avenidas democráticas; están cerca del pueblo, de sus afanes y sus sueños, fortalecen en sus alumnos el amor a nuestra historia, a nuestro ser nacional.
Los maestros seguirán siendo actores cruciales para la vida democrática y la equidad, para la justicia y la libertad. Más allá de cuánto ganen, más allá de las duras condiciones que a veces forman parte de su realidad de todos los días, seguirán inconformes y creativos, transmitiendo valores -la responsabilidad, el respeto a los otros, al medio ambiente-, enseñando a sus alumnos a conocer y amar profundamente a México. El maestro no abandonará su mística ni su trinchera.