Oaxaca -afirmaba hace algunos días un informe del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez- es una entidad con un ``gran número de hechos violentos que se han producido en un contexto de problemas agrarios, políticas locales y regionales, de siembra y tráfico de drogas, de militarización y de la presencia de grupos armados''. Lo anterior -según el propio Centro-, como reflejo de males estructurales que se han acumulado durante años y que en muchos de los casos han derivado en la corrupción e ineficacia de los órganos de procuración y administración de justicia; en la inseguridad generalizada, causada a menudo por el contubernio de las fuerzas de seguridad con delincuentes comunes; en el descuido de áreas rurales a favor de las regiones turísticas con el consecuente empobrecimiento progresivo de la población indígena-campesina; en fin, con el apoyo a grupos caciquiles desde ciertos sectores de gobierno para mantener sujeta a una población que ya no soporta subordinación y miseria.
En un ambiente generalizado como éste, la situación se vuelve mucho más compleja y difícil en la medida en que los actores sociales que buscan soluciones pacíficas a cada uno de estos problemas se ven amenazados con la muerte y con cualquiera de las formas de represión, como acaba de suceder en Chalcatongo y Jalatlaco con la tentativa de homicidio hacia el dirigente social Heriberto Pazos y el senador Héctor Sánchez López, junto con otros miembros de su comitiva, así como con la muerte de dos miembros del Movimiento Unificador de Lucha Triqui (MULT).
Sin embargo, estos acontecimientos, que ponen en peligro la estabilidad política y social de la sociedad oaxaqueña, son sólo la punta del iceberg de la profunda situación de violencia en la que estamos inmersos y que es responsabilidad del todos. En lo que va de estos primeros meses de 1999, muchos de los conflictos poselectorales en el ámbito municipal no han tenido solución (en este contexto se encuentran los municipios de Ixtayutla, Guichicovi, Chalcatongo, Jamiltepec, San Pablo Etla, y muy recientemente Quetzaltepec Mixe, entre otros). De igual modo, los conflictos por límites de tierras no parecen encaminarse hacia soluciones prontas y justas, tales como los problemas entre Amoltepec y Miguel el Grande, Chimalapas y la Colonia Cuauhtémoc, en donde por lo menos hay un saldo de 18 muertos en lo que va de la presente gestión gubernamental.
Frente a esta situación, el gobernador del estado ha afirmado que ``grupos de caciques de pueblo son los promotores de los actos de violencia registrados en la entidad, por medio de los cuales buscan desestabilizar a la administración estatal, porque ésta ha impedido que actúen impunemente'' (Reforma, 15 de mayo, p.22»). Ante este tipo de afirmaciones surgen una serie de interrogantes, entre otras: ¿Quiénes son estos grupos caciquiles? ¿Por quiénes son apoyados y sostenidos? Evidentemente, como nos dice el Centro Miguel Agustín Pro, éstos son grupos de poder que, de una manera violenta, pretenden mantener el poder en el ámbito económico, político y social, y generalmente son apoyados por el PRI y ciertos sectores del gobierno estatal. Esto lo hemos observado notablemente en los municipios de Zacatepec, Ayutla, Guichicovi, Ixtayutla, Yalalag, Jamiltepec, por citar algunos ejemplos. De tal modo que, interpretando las palabras del gobernador Murat, el origen de la violencia está en el propio gobierno y el partido que él encabeza. Aunque es importante precisar que muchos de estos problemas tienen antecedentes remotos, y su explosividad disminuye cuando los grupos caciquiles son combatidos desde las esferas de gobierno y los problemas encuentran un cauce adecuado, cuestión que debería hacer el gobierno actual.
Por eso, frente a esta situación totalmente intolerable, el gobierno del estado debe poner en su pensamiento, voz y acciones, una voluntad real y verdadera para abrir espacios de diálogo y solución de los problemas que por hoy demanda la sociedad, dejando a un lado la demagogia y las aparentes soluciones. Y por eso mismo, frente a los conflictos de cualquier índole, pero sobre todo los relacionados con los problemas agrarios y poselectorales, es totalmente justo y necesario que el gobierno del Estado tenga un papel imparcial y conciliador; que los partidos, haciendo a un lado intereses propios, vean los intereses de la gente, y que la sociedad civil tenga un papel vigilante para la solución de las diferencias. Sólo así podemos dar pasos seguros hacia una sociedad oaxaqueña con paz y justicia.