La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999
El siglo XX estuvo obsesionado por el tiempo: contenerlo, ordenarlo, representarlo y detenerlo. Ahora mismo surgen resúmenes, bitácoras e itinerarios de lo que fue el tiempo desde 1900 hasta 1999, y todo lo que podemos decir es que en la imposibilidad de abarcarlo residió su paso: el siglo se fabricó en el trance de encontrarse un centro, una trama que lo condujera, una jerarquía que le permitiera decidirse, una certeza sobre su ritmo. Su signo, sin duda alguna, fue la planeación.
En 1900 los dos grandes arquitectos de Viena compitieron por construir el museo que pudiera contener el tiempo. Uno, planeado por el arquitecto Camillo Sitte, era una enorme torre dedicada a salvaguardar al ``pasado germano'' victimizado por el cambio urbano y cultural. Era un museo que buscaba conservar un tiempo perdido, ido para siempre, inaprehensible, nostálgico: se ubicaría fuera de Viena, en una playa virgen, y el llenado de sus salas obedecería a un criterio artístico ``nacionalista''. Por si existían dudas acerca del sentido del recinto, este museo fue bautizado por Sitte como la ``Torre del Holandés'', en referencia al Fausto de Goethe: Fausto, el arquetipo del empresario moderno, manda construir una torre para supervisar sus obras de modernización, que han despojado a los campesinos de sus tierras y formas de vida. La mente fáustica es la responsable de que haya desaparecido el Holandés Errante, el nómada de la cultura no urbana. La ``Torre del Holandés'' era, por ello, un homenaje que el victimario modernizante le ofrecía a la víctima, un conjuro contra el cambio destructor. Así, desde el nombre, el museo imposible de Sitte funcionaba como un emblema de la nostalgia moderna: expiar, a través del almacenamiento de objetos, las culpas por haber destruido el pasado perpetuo de las sociedades agrícolas.
El otro museo imposible fue el que diseñó Otto Wagner. Al contrario de la ``Torre del Holandés'', su proyecto, llamado la ``Casa del Arte de Nuestra Epoca'', no era un museo canónico sino una vitrina de lo contingente. Su sentido era claro: asumir que las obras de arte eran mercancías exhibibles en aparadores. Wagner dividió el interior de esa vitrina horizontal en veinte salas que no contendrían cierta tendencia artística o autores escogidos, sino un lapso de tiempo de cinco años. En esta insistencia en el tiempo y no en los objetos producidos está la condena de los modernos al museo como salvaguarda de una forma anterior del mundo. Al canon anclado en el pasado, los relativistas le opondrán la ``muestra representativa'', a la velocidad del presente. Según sus propias palabras, Wagner quería darle al siglo XXI una ``imagen clara de la producción artística de nuestra época''. Al contrario de la invención de Sitte, nostálgica y culposa, el museo de Wagner se adelantaba al futuro. Y ahí residió su contradicción principal: él sabía que lo moderno, tarde o temprano, podría contenerse en un recinto de carácter histórico, es decir, uno que coleccionara las formas futuras del mundo.
Pero ¿cómo decidir qué obras y autores contendrían las salas de la ``casa'' de Wagner? El arquitecto vienés no creía en el canon como la apreciación instantánea de un ``conocedor'' que expresa sin error el ``espíritu de los pueblos'' o, peor, le decreta a la Humanidad lo que debe ver y escuchar, y por eso escogió como método el consenso. Para llenar las salas, cada lustro un grupo de artistas del momento -eso lo decidiría su buen nombre, es decir, la fama, es decir, los periódicos- se reuniría para votar qué obras ocuparían el lugar que les correspondía en esos cinco años de creaciones diversas. Un lapso de cinco años es igual a otro y, así, el museo imposible de Wagner anticipó el relativismo cultural, donde toda mercancía producida es igual frente a la mirada del espectador: en la línea de salida todo posee el mismo valor, es nuevo, listo para comprarse.
A pesar de que ambos museos compitieron, nunca fueron construidos. Tanto Sitte como Wagner tuvieron dudas sobre sus proyectos. Después de todo, la idea de una colección destinada a transitar fuera del tiempo -la llamada ``inmortalidad''-, implicaba un espacio imaginario, en el que ciertas obras estarían distribuidas conforme a una jerarquía, sagrada o democrática, pero al fin jerarquía. Todo canon implicaba, entonces, su anti-canon: lo que no entraba al museo era prescindible. Esta prescindibilidad crearía otro museo, el de lo mortal. Fue Wagner el que, años después, se preguntó cómo sería un museo de lo desechable. Y no pudo imaginarlo: los campos de concentración como Arcas de Noé invertidas -donde se almacena todo lo que no debe salvarse- fueron pensables sólo a partir de la trasmutación de los cuerpos en canon.
Sitte y Wagner acaso no lo supieron, pero en sus respectivas incapacidades para contener el tiempo perdido o el tiempo no nacido, encontraron una de las claves del siglo que se desplegaría ante ambos: lo esencial que todos nuestros sueños de reordenación encierran está siempre contenido en lo que dejan fuera.